Una de fantasmas, o el lado sin glamour

 

 

Es, ni más ni menos, otro episodio de perro telepático que abre la boca y empieza a cantar una canción que no reconoce. Es sábado a la noche, año trece del tercer milenio, y una chica canta Separate Lives, una balada patética de Phil Collins, 1984, mientras enjabona una sartén. Hasta hace un minuto no tenía registro mental de la canción. Ni siquiera llora. Las lágrimas, cuando llora a solas, son como estornudos ineficaces, sollozos que pasan demasiado rápido como para tener verdadero poder limpiador. A la chica le gusta llorar en público, después de todo lleva en la sangre el gen inequívoco de dama de las camelias.
Esto es como la Patagonia, pero el lado sin glamour. Quinientos kilómetros de pasto amarillo entre cada punto pintoresco. Si tiene suerte, el próximo camionero la llevará hasta Esperanza. En Esperanza hay una gomería, un surtidor y una fonda donde una señora con cara de Riquelme acuchilla la escarcha del freezer con una técnica seguramente aprendida en el Motel Bates, mientras se caga estentóreamente en la cadena de frío y un montón de helados se ablandan sobre el mostrador. Hoy en Esperanza viven dieciséis personas. Tal vez el mes que viene vivan las mismas, si sobreviven al E.Coli. Tal vez los helados sean sólo para turistas. Tal vez alguno de los dieciséis robe un helado y no llegue a tiempo el Turco con la chata para llevarlo a la salita que queda en el Calafate. Tal vez el Turco llegue a tiempo pero después se haga pomada por el camino: demasiado alcohol en un territorio donde el vino es más barato que la leche.
Esto es como la Patagonia, pero el lado sin glamour. Quinientos kilómetros de piedras que esquivar antes de llegar a ver lo lindo, lo fotografiable. Sólo quiero una foto tuya (le canta Blondie al objeto de su encajetamiento) un souvenir, algo más sólido. Miren las cosas que le mete el fantasma en la cabeza. ¿Por qué pensar ahora en fotos dentro de billeteras? ¿Por qué pensar?
Si por lo menos alguien la llevara a Tolhuin.
Llevame a Tolhuin, le pide la chica al fantasma que le hace cantar canciones olvidadas. El viaje de tu vida, le dice el fantasma al oído, después de lamerle la mejilla. Llevame a Tolhuin, le pide la chica al fantasma, que todo lo puede. Está demostrado. Miren las cosas que le mete en el cerebro, canciones grabadas en el lado de “lentos” de un cassette amarillo, intoxicaciones alimentarias por helados en mal estado, la primera vez que probó chili con carne aderezado con vinagre de sidra. Cómo no va a poder llevarla de viaje.
La chica quiere que la lleven a Tolhuin, y aterrorizarse otra vez en esa curva de 90 grados y cornisa. Que la lleven a Tolhuin y que le rompan el culo frente a un lago, bajo la tormenta.
El fantasma, pérfido, le recuerda que este es el viaje de su vida. Un saltito ridículo sobre un mar menor, su corazón haciendo seis mil kilómetros a dedo dentro del cuerpo. La arritmia comiéndole las muñecas y la yugular. El fantasma, cruel, la deja ahí, en la pileta de la cocina, con las manos enjabonadas y un tema lento de Phil Collins en el cráneo, mientras la canilla gotea y gotea y gotea.

Podríamos dejarlo acá, pero la chica cree en el poder redentor del hilo telefónico, y lo usa para llamar a otra chica, una que se ríe como ella, con carcajadas de bruja chota. Una que también conversa con su propio fantasma, el que le mete en la cabeza caretas con las que engalanar a galanes deshilachados con caras duras cual piedra de Rosetta, el que le mete en la cabeza katanas liberadoras y cumbias para sudar la fiebre. Y después de debatir largamente acerca de la alegría anal en situaciones de tormenta, y de acordar que el sabor a a azufre tiene que ver tanto con el culo como con la atmósfera, cortan entre besos y tequieros. Y la chica le agradece a Graham Bell por los servicios prestados, y al fantasma por hablarle de lagos y mares y sudestadas, y a sus genes de vasos siempre rebosantes, y después se va a bailar con su pollera amarilla.