Azúcar

 

 

Rellenar con azúcar de un frasco un azucarero. Cucharada a cucharada soy la dueña del azúcar. Blanca, aunque dice blanco en el paquete. Cucharada tras cucharada me tiembla la mano y derramo y cae y caigo. Parecen estrellas los puntos de azúcar sobre la madera oscura. Igual de incontables. Claro que podría ser Rainman, y descifrar de un golpe de vista la ecuación del azúcar, el secreto del universo, la cantidad de instantes dulces que hacen la vida potable. Cucharada tras cucharada me tiembla el contenedor y me derramo. Es plateada la cuchara y después se tira a la basura porque es de plástico. Metal de mentira. Cucharada a cucharada de mentira me tiembla el pulso y me derramo. Tengo anillos de plata ante los que nadie responde. Metal de verdad en dedos que, cucharada a cucharada, tiemblan y me vierten dentro de mí misma. ¿Cuántas horas me quedan de estas? ¿Cuántas horas buenas, cuántas edulcoradas por las cucharadas de verdad que cada tanto me digo al oído? Algunos temblores más tarde el azucarero está lleno de estrellas. Llamen a Dave Bowman. Díganle que sí, que acá también.

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Imagen: Escultura de azúcar por The Sugar Lab.

Berta SS y el espacio-tiempo

Cuando hay luna llena y todo falla, todo se desmorona, no se puede pretender que nos satisfagan nuestras propias curvas. Cuando existe la posibilidad de que un día haya carne colgante sobre la tira de tu corpiño. Ya saben a qué me refiero.

Yo tengo algo que decir: no sé si voy a poder soportar el día en que no me pueda poner una minifalda. Es tan simple como eso. Otra gente teme el dolor físico, quedarse sin habla, o sin memoria, pasearse como un animalito que ya no se acuerda de morder o de tragar. A mí me aterroriza encontrarme un día frente al espejo y que nada me quede bien.

Y qué vestirá la pobre chica para todas las fiestas del mañana. No importa, contestaba Bauhaus, unos años después, cuando los primeros ochentas rugían en fiestas un poco más pródigas en sobredosis. Sólo un poco. No importa, contestaban, ella está en fiestas. Ella se enfiesta.

¿Y si en algún lugar, dentro el armario, estuviera ese pasaporte a la felicidad? ¿Saben que me haría absolutamente feliz hoy?

Que me volviera a entrar el pantalón violeta, con su mancha de pasto en el culo.

– No seas limada

– Sí, te digo de verdad. Si pudiera volver a ponerme el pantalón violeta, creería que no todo fue en vano en mi vida.

Querer volver a un lugar sólo porque en ese lugar pesabas menos. Porque en ese lugar la vida pesaba menos, todo era más liviano. Extrañar ese lugar que en realidad es un momento, un tiempo que fue hermoso. Al intentar evaluar si todavía soy hermosa se me descuelga la mirada y me quedo muy quieta. Por haber usado para ello cinco palabras robadas de lo más rancio y rasgueado del rock nacional me castiga telepáticamente Borisbecker, que no me deja pasar una, y ladra, ladra, ladra, ladra ladra, ladraladraladra hasta que le tiro una ojota y vuelve a su rincón en la cocina con un llantito de película de dálmatas. No sin antes dirigirme un mensaje certero que me alcanza en medio de la frente: y fuiste libre de verdad, también, ¿no? Perro puto. Pienso que es también la vida que me alcanza, pero lo pienso rápido y mezclado con la lista de la compra, para que Borisbecker no lo intercepte. Borisbecker será telépata pero en el fondo es un perro. Y si puntúo mis pensamientos con ítems como “chizitos – salame – patefuá – provolone”, el pobre se relame y se confunde y por lo menos me da unos minutos de descanso.

Yo lo que digo es que, a medida que pasa el tiempo, me cuesta más encajar en mi casillero. Y no hablo de centímetros ni de kilos. Creo que es hora de llamar a mi amiga, la Micropunto, y que me cuente su última película de terror dietética. No saben lo mucho que consuela que las demás estén peor que una.

 

Image: Walking Hourglass, by Laurie Simmons.