Mano a mano (o instrucciones para reencontrarse con la caricia que nunca fue)

 

Este texto apareció en el número 32/abril 2012 de la revista Agitadoras.

Primero. Levantarse de la cama.

El despertador aún no ha sonado, es esa hora incierta de la madrugada en que todavía no aclaró pero ya cantan los pájaros. Esos trinos hijos de puta en la distancia anunciando que queda poco tiempo de sueño. No encendés la luz. No la encendés por costumbre, por no molestar a tu pareja si aún duerme a tu lado, si todavía no la espantaste a otro cuarto por tus ronquidos de morsa, a otra vida lejos tuyo por tu mal aliento o por tu manía de dejar la ropa tirada en el sofá y el perchero atiborrado de bufandas y bolsos floridos. O no la encendés porque conocés bien tu casa, vivís sola, y aunque no haya nadie a quien molestar no tiene sentido crear un cono de luz solo para iluminar tus pasos de siempre, la perezosa y tambaleante caminata que separa tu hueco tibio en la cama del frío húmedo del baño. Entonces caminás a oscuras, los nervios de la epidermis de la planta del pie notan el límite abrupto entre parquet y baldosa. Ya estás en el baño.

Segundo. Bajarse los pantalones.

Esa cintura del pijama que te aprieta tanto y que nunca te acordás de cambiar por un elástico menos agresivo, más inofensivo, que no te deje esa marca reticulada de lolita en la piel tierna del sueño. Y te bajás el pijama entonces, la barriga liberada de la opresión que hasta ahora había pasado desapercibida, y te quedás con el culo al aire. Dormís sin bombacha, tomando al pie de la letra el consejo de la abuela, chiquita, hay que dormir sin bombacha, la polola tiene que tomar aire por la noche.

Tercero. Sentarse.

De pie, de espaldas al inodoro, culo al aire, flexionás rodillas, tobillos, flexionás los huesos de la cadera, la cabeza dirige el movimiento, cabeza adelante para que el resto del cuerpo vaya detrás y abajo.

Cuarto. Sorpresa.

Algo te está esperando. Te sentás sobre una mano fría. ¡Sí! La sensación es la de apoyar todo tu sexo sobre una palma fría que te está esperando en el inodoro. Te ponés de pie de un salto y mirás. Ridículo. Te olvidaste de levantar la tapa. Pero ya se te fueron las ganas. Se te cortó el pis porque toda la sangre del cuerpo te bombea en las sienes, y el estómago se ha encogido y aún sentís claramente esa caricia pasiva esperándote en medio de la oscuridad, esa mano abierta y franca y conocida recibiendo tu sexo relajado, el esfínter suelto.

Quinto. Reconocimiento.

No hay nada suelto en vos en este momento. Ni un músculo, ni un tendón. Te preguntás qué es lo que te pone tan nerviosa más allá del susto. Qué es lo que te desconcierta al punto de no poder respirar normalmente. ¿Acaso nunca se te ocurrió pedirle a un amante que te esperara con la mano abierta sobre la cama? O sobre la silla, como intentaban hacer los compañeros del colegio cuando eras chica: tratar de agarrarte desprevenida cuando ibas a apoyar el culo en la silla. Y es esa sensación olvidada la que regresa, y descubrís que te inquieta porque, desde un lugar sin nombre, el truco volvió, completo, inmejorable. Volvió como se lo debían haber imaginado tus compañeros pre-púberes, en esas horas calenturientas del colegio. Volvió de forma perfecta. Y ahora sabés de quién es la mano, la mano conocida, la mano que vuelve.

Sexto. Encontrarse.

Es, por supuesto, la mano de C., que ya no está en ningún lugar con nombre. C. divertido, inteligente, a quien quisiste tanto, y que se fue tempranísimo, cuando ya habías perdido contacto, una enfermedad insólita que se lo llevó por delante, apenas adolescente. Y en la madrugada somnolienta, en medio de ese sopor alerta que reemplazó a las ganas de hacer pis, te encontrás de pie, dedicándole esta sonrisa de las small hours a C. y su mano fría, que volvió desde algún lugar para esperarte, palma hacia arriba, en el asiento del inodoro.

Séptimo. Despedirse.

Y entonces volvés y te sentás sobre la mano, tu sexo desnudo y despierto, y dejás que te envuelva su caricia plana, aunque solo sea para devolverle a C. un poco de esta vida que no sabés si llegó a conocer. Una vida de retozar entre sábanas tibias, una vida de labios y vello púbico en el hueco de la mano. Y después de un rato así, te ponés de pie, levantás la tapa, hacés un pis lento y desganado, y volvés a la cama ya sin pijama, en honor a todos tus muertos.

 

manos

Imagen: Man Ray: manos pintadas por Picasso. 1935.

Resistencia

 

Miro documentales de vida salvaje, porque este fin de semana me robaron la dosis de salvajismo que me había preparado cuidadosamente. Miro documentales de felinos a medianoche, porque mirar documentales de escarabajos a medianoche es demasiado policía-preñada-de-Fargo. Anoche vi a cachorros de leopardo atrapados en su propio juego, dando vueltas alrededor de un árbol muerto. Los vi desgarrados de pura inocencia, de pura prisa de beberse toda la vida de un sorbo. Los vi morir de debilidad en torno a un árbol muerto.

Junto a la carretera me saludan cada día los gatos atropellados. Quiero detenerme cada vez y acariciar lo que queda de ellos en el asfalto para que el sueño les sea propicio. Pero no es tan fácil frenar la vida por otros.

A la hora de la siesta, antes de que el sueño venga, se me aparecen las huellas de sangre y tejido en el asfalto. En el momento de quedarme dormida, sé que hay una parte de mí que estiraría los dedos para llevarse la textura de la muerte al lugar de las pesadillas, para dejarla allí y que no moleste.

En cambio, la siesta me trae un sueño plácido, de cuadernos blancos y cremosos. Paso la mano por la página varias veces antes de empezar a escribir. Cuando quito la mano las palabras ya están allí. Reconozco la letra; es mi caligrafía de nena, con las aes redondas, de colas largas. Como gatos domésticos.

Las palabras hablan de la escritura, de la búsqueda. Escribo a continuación con mi letra de ahora, una letra que se ha alargado, que se ha desilusionado de tanta sombra. Escribo un montón de palabras sobre escribir, y la sensación es la de bailar en la niebla. Sé que lo que escribo en sueños es verdadero y hace que el corazón me dé saltitos de cachorro. Lo escrito en sueños deja una marca profunda en el papel, y es la clave para completar el proyecto en el que estoy trabajando. Pero no es fácil frenar un sueño para tener tiempo de leer las indicaciones, las pistas.

El sueño sigue su curso y me atropella. Alguien se detendrá en la banquina para despedirse de lo que queda de mí.

Fotografía by Lara Ginhson