Nadie habla de las femínculas

Este poema apareció por primera vez en el fanzine de poesía fahrenheit 450º, número 0, junio de 2017

 

briana taylor

crecemos en el agua del florero

como sea monkeys

que aspiran a ser femíncula

 

¿qué somos?

(podemos encabalgar frases con gracia)

 

¿podrán con nosotras

regar el trebolario?

(somos agua blanda

que no deja residuos)

 

(podemos dibujar metáforas

con el dedo

desnudo)

 

¿dejaremos poemas, acaso?

(aforismos olvidables de pantalla)

 

tenemos la mirada y la voz

nos dicen ellos

 

los remates de nuestros cuentos

qué elegancia

 

conocimos gente endemoniada

que ponía trozos de cactus

a enraizar en vasos de agua

torturando así lo que quedaba

de sus pies de desierto

 

así a veces la gente nos pone en floreros

entusiastas de nuestro color de pelo

y cómo es que no nos hemos animado

o tal vez no hemos podido con the N word

 

después irán diciendo que es en Hollywood

donde deberíamos acabar novela y todos

(ellos vendrían con nosotras

en calidad de perros y doncellas)

 

después preguntarán cómo y por qué versos

pudiendo habiendo narrativa pudenda

crónica músical con escafandra

cómo no nos lentejuelan festivales

con tanto admirador jadeando en sepia

 

nosotras nos dedicamos       mientras tanto

a mirar por la ventana muchos meses

y a que le llueva encima a todos los cuadernos

porque antes teníamos horario de sentarnos

a que la noche nos dictara las palabras

y a fuerza de quedarnos así                   quietas

aparecían señoras que contaban

historias debajo de las mantas

 

sabían que las demás transcribiríamos

(era nuestro único trabajo

remover la hojarasca

debajo de la hamaca en movimiento

despedir a los pies del cactus y el fantasma

tropezarnos con el borde de la fuente

mojarnos frente y labios con el vino

pedirles a las señoras más confianza

más susurros             más corteza

más manos hundiéndose en la fragua

sacando bollos de volcán y silbidos

la carne quemada hasta los codos)

 

nos duele el dedo medio de apoyarnos

en el estribo del lápiz

y en el viaje al centro de la tierra nuestra

siempre a punto de ser reconquistada

por tropas harapientas

de saldo              sordas ciegas

con cartas en sobres cosidos con hilo de bambú

y besos caídos en lo hondo del lago.

 

 

imagen por Briana Taylor

Berta SS y la controversia de los Sea Monkeys

 

Tuve dos novios que me quisieron de verdad: Peluca y el Toto. Los demás, un rejunte de losers cósmicos. Sí, me traían flores, y me invitaban a comer a los mejores lugares. Los mejores lugares. El último se gastó una fortuna en restós antes de que lo dejara verme en bolas. Menú degustación a mí. Como tirar margaritas a los chanchos. Guardo en una lata de galletitas danesas los folletos de restaurantes con servicio a domicilio: sushi japonés auténtico, sushi de chino camuflado, pizza y pasta, rotiserías, empanadas, exóticos onda sirio hindú, parripollo. Tengo una colección de bandejitas de aluminio y plástico en las que recaliento ad infinitum trozos de pizza en el horno y porciones de pollo en el microondas. El encargado de mi autopsia, entre tanto policloruro de vinilo recalentado, tanta dioxina liberada, se preguntará si está abriendo a una mujer o a un maniquí. Relleno las botellas de agua mineral con agua de la canilla y dejo que se condensen. Me gusta mirarlas al trasluz. Espero, algún día, poder crear mi propia variedad de Sea Monkeys.

—¿Vos tuviste Sea Monkeys?

— No, mis viejos eran conservadores. No pasamos del ludo y la lotería, y, mucho después, el Atari.

— Yo tuve Sea Monkeys. Eran una garcha, no se veía nada. También hice lo de los cristales de aspirina en agua. Eso era más flashero.

—¿Por qué hablás como si tuvieras doce años?

—¿Para eso me llamás? ¿Para hablar de los Sea Monkeys y después insultarme?

— Yo no te llamé, infeliz, hace doce días que me seguís por toda la ciudad para hacer que nos encontremos por casualidad.

— Al final es verdad que sos una enferma. Me voy.

— No te vas, te estoy echando yo, nabo.

— No tenés huevos.

— No, lindo, huevos tienen los trabas de Godoy Cruz que vas a ir a ver ahora.

— Loca de mierda.

— Andá, andá. Boludazo.

— ¡Frígida!

No, no tengo respeto por nada. Y menos por el orgullo de un loser. Estoy harta del típico porteño piola, muy perfumado, con músculos inflados en el gimnasio, con un kit de bromas y muletillas con doble sentido listas para usar. Como si estuviera siempre llegando a una despedida de soltero. Te presiento.

En cambio, a mis amigas les gustan justamente esos.

— Qué tubos que tiene, está re fuerte.

—¿Por qué hablás como si tuvieras doce años?

— Perdón.

Abro la heladera y rebusco en las cajas de papel aluminio. Elijo un chikenito frío y arrugado. Todavía sabe lejanamente a pollo. Borisbecker se levanta de su letargo en el rincón de los juguetes y llora. Siempre llora este perro puto. Lo amenazo con el dedo en alto. Me dirige un último lloro antes de volver a su sitio y acostarse, ofendido. Le tiro lo que queda del chikenito y lo atrapa en el aire como un perro bueno. Me tomo un gran vaso de agua saborizada. Me gusta cuando en las explicaciones de las dietas ponen eso: un gran vaso de agua, un gran plato de lechuga. Como si semejante apreciación del tamaño de la vajilla nos devolviera la alegría al espíritu. Todos saben que el verdadero júbilo espiritual es un plato de fetuccini tuco y pesto de Pippo.

Antes de que haya confusión alguna: yo nunca hago dieta. Finjo que hago dieta más que nada para acompañar a mi amiga, la Micropunto. Guardo copias de sus dietas para saber en qué fase estamos y así poder apoyarla. Está la fase ataque del astronauta, la fase mantenimiento de Scarsdale, la fase me-como-todo-el-kiosco-de-la-esquina. Yo soy de esas que pueden comer de todo sin engordar, sin que les salga un grano inoportuno. Esto me recuerda que tengo que prenderle una nueva vela a San Genaro, que me protege el hígado, y otra a San Pancratius, que me protege el páncreas. Borisbecker emite un ladrido grave y sonoro, y se sienta muy derechito en su lugar mientras prendo las velas. La cocina se ve muy vacía a la luz de las velas. El verano se retuerce en las macetas secas del balcón y no sé a quién llamar.

 

 

 

 

 

 

Fotografía by Guy Bourdin