Canción de amor para hermana y Strummer

 

 


Este texto acaba de ser publicado en el número de enero de 2013 de la revista 
Agitadoras.

Te fuiste de casa el día que murió Joe Strummer. Cómo no vamos a acordarnos de él, cómo podíamos no llorarlo, si parecía que nos estábamos llorando a nosotros mismos. A esa falacia de familia feliz. Ninguna familia puede ser del todo feliz si le falta una hija que se va en medio de la noche sin saludar.

¿Te acordás que tenías un novio que te besaba con toda la boca? Yo los espiaba cuando él venía a visitarte. No es fácil besar así, no es fácil encontrarte con alguien que te haga echar la cabeza hacia atrás y mirar las nubes mientras los besos te descosen el cielo del paladar. No es fácil que funcione. No siempre tiene que ver con besos. En esa época no entendía nada. Creo que vos tampoco, pero se me ocurre que los besos de tu novio nos funcionaban justamente porque ninguna de las dos entendía nada, y porque vos te abrías entera a él, agradecida y sin pensar en el precio de dejarse besar así.

El amor que se tenían tu novio y vos me descosía mi propio paladar, y otras junturas del cráneo. Hacía aparecer ranuras más allá de las obvias.

Tuvieron muchas canciones de amor, tu novio y vos. Ninguna era de The Clash. Pero se murió Joe y pareció que nos habían robado a un hermano. Lloré por vos, tal vez Joe Strummer era más hermano tuyo que mío. Lloré como el día en que mataron a la perra. Fuiste vos la que me dio la noticia. Te abrazaste a mí y lloraste diciéndome que habían matado a la perra. Los actos irreversibles de esta vida no admiten eufemismos ni explicaciones.

Tengo que poner música festiva de fondo para escribir esto. Lo suyo sería escuchar The Clash a morir, pero tengo miedo de lo que pueda hacerme la voz de Joe ahora.

Cuando escuchábamos a The Clash vos me enseñaste a oír un millón de cosas, no sólo la voz de Strummer. Desde luego estaba toda la batería de Topper, los mil pases mágicos, los contrapuntos sorprendentes de Simonon, los arreglos y la voz de Mick Jones, derroche de estilo y clase. Pero era Joe el que se moría mientras vos te ibas de casa.

Por la película nos enteramos que, justo antes de su muerte, envió felicitaciones de Navidad pintadas por él, con barcas e islas, pasajeros en barca llevando fogatas portátiles, acercándose a un fuego central.

Durante muchos años la música fue nuestro fuego. Puede que todavía lo sea. Y pese a la emoción y al indiscutible efecto aglutinante, hoy sé que es una trampa horrible. Vos te fuiste sin dejar una carta, un saludo, mucho menos una postal pintada a mano.

¿Tiene sentido escribirte esto, tantos años después? ¿Por quién lloro, me pregunto?
Tal vez es porque nunca nos despedimos como corresponde, o tal vez se estén mezclando demasiadas cosas. Tal vez el veneno no esté sólo en la dosis, sino en la mezcla, en la combinación.

Era la banda más hermosa del mundo, dijo alguien. La puesta en escena, dijo otro. Porque tenían todos piernas largas que vibraban a la vez, dijo una chica. Puede que la chica haya sido yo.
Hay algo irresistible en tres hombres con mástiles y piernas largas vibrando a la vez.
Hoy vibra todo al unísono. La música como núcleo, tus piernas largas, llorar a un músico al que quisiste como a un novio, como a un hermano.

Una puede querer a muchos hombres, como novios y como hermanos, incluso a la distancia. Tiene que ver con haber sido otra y recordarme así todavía, como una chica que miraba todo por primera vez. Tiene que ver con haber tenido una hermana que me tiraba del pelo de vez en cuando, para que no me distrajera, para que estuviera atenta.

Tiene que ver con la generosidad del novio de la hermana, que comparte un porro y su milagroso efecto realzador del estéreo, y te hace escuchar hi-hats y susurros y respiraciones que antes no habías percibido y que, por ende, comenzaban a existir en ese momento. Tiene que ver con un estado de ánimo, propio de la juventud, que te lleva a tener grandes discusiones por el contenido de una estrofa, por la acentuación de un verso.

Y de repente pasaron diez años sin Joe Strummer, y todo está tan fresco como si me hubieran pintado el corazón con témpera hace un minuto.

Me caeré si alguien no me agarra fuerte. Por eso este texto. Tal vez no seas vos la indicada para sostenerme, después de tanto tiempo. Pero siempre estará Joe en los auriculares, cantándonos al oído. Es el consuelo de los que no sabemos caminar sin música, de los que escuchamos siempre lo mismo. A veces uno es tan frágil que no puede permitirse ciertos desajustes. Y cambiar de canción, cambiar de disco es un acorde en falso que en determinados momentos se paga con la vida.

Al fin y al cabo somos los que necesitamos tener siempre a mano la misma playlist amable, una que nos ayude a seguir pisando firme y que no nos haga zozobrar cuando alguien nos hace acordar de los lazos fraternales, de los perros que han caído por aquello que entendemos como amor, por nuestra versión minúscula e insignificante del amor.

 R-101 JOE STRUMMER KISS ON CAR_Gruen

 

Editado para agregar: encontré esta foto de Joe & Gaby, por Bob Gruen, después de escribir el post. No la conocía.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Berta llama a la rotisería

Las rotiserías y yo somos grandes amigas. Cuando lo que único que quede sobre la faz de la tierra sean las cucarachas, Keith Richards y los cadáveres incorruptos de Borisbecker y su dueña, los arqueólogos extraterrestres descubrirán una huella profunda en el asfalto de esta ciudad desolada. La huella será la que dejen en el asfalto todos los repartidores de todas las casas de comida con servicio a domicilio, urdiendo su incalculable laberinto (atenti que pongo cursivas, no sea que venga Kodama y me baje la persiana). Su laberinto, decía, hasta la puerta de mi casa. Las ruedas de motos y más motos troquelarán el pavimento de los cien barrios porteños en una línea de puntos que llegue hasta mí. En la atmósfera reverberará todavía el eco de la última conversación telefónica de la humanidad que, estadísticamente, sólo podrá ser mi segunda llamada a la rotisería para pedirles que, por favor, no se olviden que mi porción de budín de pan no lleva jamás azúcar quemada.

Me gusta pensar en lo que quedará de Berta cuando todo haya estallado. Me conformo con pequeñas cosas, la marca de la moto en la ciudad, la emoción del rotisero pensando en mí un segundo antes de la bomba. El rotisero con la mirada perdida en la puerta del horno, pensando, qué grande esta chica Berta, eh, nuestra mejor clienta, que lo tiró. El anhelo de provocar en la mente de ese último rotisero algo muy similar a la felicidad.

También me desvela la posibilidad de que la bomba caiga antes de que me haya comido el budín de pan, pero ese es un riesgo que debo correr.

Pero no se crean que siempre llamo al repartidor, no. Muchas veces me gusta también deambular un poco con Borisbecker, alargar el paseo nocturno, y dejar que me seduzca la vidriera de un local de empanadas al azar, o una panadería con pilas de sanguchitos de miga tapados por un repasador limpio y húmedo, una señal clara de que en ese establecimiento laten corazones puros, con deseo de hacer el bien.

¿Un repasador blanco y limpio, que alguien se ocupa de cambiar cada día para que no agarre olor a moho, con los costados doblados y bien metidos debajo de la bandeja de sanguchitos? ¿Un repasador humedecido ligeramente, con un pulverizador de plantas, tal vez? Un repasador así es amor. Una panadería que cuida esos detalles provoca en mí un arrobamiento que se traduce en un reflejo pavloviano instantáneo. Mientras digo esto, Borisbecker ladra de placer y por un momento estoy tentada de sacarlo a pasear y correr derechito a la panadería de al lado de la vía, pero le recuerdo que hoy no toca ese plan. Y además, no debemos olvidar que tendríamos que pasar sí o sí por la rotisería fashion y que la última vez nos encontramos con el boludazo del perro afgano. No, mejor no, Borisbecker. Dejemos pasar unos días antes de volver a buscar un pollo.

Además, ya me había decidido a este plan de entresemana y cuando a mí se me mete algo en la cabeza no hay perro o sánguche en este mundo que pueda disuadirme.

Por lo tanto, seguimos según lo programado. Primero, una ducha. Mientras espero que haga vapor, que abre los poros y me limpia los pulmones de tanto cigarrillo de fin de semana, exploro el armario del baño. Dudo entre gel de ducha energizante, o exfoliante sensual. Estaría necesitando ambos, por ende uso el exfoliante en las piernas y el gel en el resto del cuerpo. Que el perfume cambie a partir del ecuador es un excelente factor sorpresa. Anoten, chicas.

Gracias a mis continuas muestras de devoción a Santa Hildegarda y Santa Fausta Mártir, santas patronas del cabello, mi pelo crece sano, fuerte y, sobre todo, seco, lo cual me permite lavarlo sólo un par de veces a la semana, siempre en la peluquería. Ni se imaginan la cantidad de dinero que me ahorro en productos capilares y que puedo destinar, sin escrúpulo alguno, a las cremas euforizantes japonesas refrigeradas.

Borisbecker opina que les di demasiados consejos de belleza por hoy, entonces no voy a decir nada acerca de mi ritual hidratante corporal, que considero clave para la vida de la mujer moderna. Pero es así, hay secretos que sólo pueden ser revelados en determinados círculos. Lo siento. Lo siento de verdad.

Es inútil. No insistan.

Cuando estoy a punto me pongo el vestido que me compré el otro día. Una divinura. Estoy tan decidida a pasarla bomba que se me despierta la arritmia mientras me pongo rímel frente al espejo, y eso que el espejo generalmente es como un hermano mayor detestable, que te obliga a escuchar a Judas Priest y te escupe dentro del yogur. O eso dice. Y les aseguro que es muy difícil distinguir si hay o no una escupida dentro del yogur. Si no me creen hagan la prueba.

Qué increíble cómo nos cambia el ánimo en un minuto a veces, ¿no? Con un poco de exfoliante, un vestido nuevo, un buen plan.

Le hago una seña a Borisbecker, que se retira a su rincón de la cocina, convencido de que lo que está a punto de ocurrir tiene que ver con la grandeza de espíritu y con el bien común. Mientras, agarro el teléfono y marco el número de la rotisería.

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Image by André Kertész

Berta SS y la controversia de los Sea Monkeys

 

Tuve dos novios que me quisieron de verdad: Peluca y el Toto. Los demás, un rejunte de losers cósmicos. Sí, me traían flores, y me invitaban a comer a los mejores lugares. Los mejores lugares. El último se gastó una fortuna en restós antes de que lo dejara verme en bolas. Menú degustación a mí. Como tirar margaritas a los chanchos. Guardo en una lata de galletitas danesas los folletos de restaurantes con servicio a domicilio: sushi japonés auténtico, sushi de chino camuflado, pizza y pasta, rotiserías, empanadas, exóticos onda sirio hindú, parripollo. Tengo una colección de bandejitas de aluminio y plástico en las que recaliento ad infinitum trozos de pizza en el horno y porciones de pollo en el microondas. El encargado de mi autopsia, entre tanto policloruro de vinilo recalentado, tanta dioxina liberada, se preguntará si está abriendo a una mujer o a un maniquí. Relleno las botellas de agua mineral con agua de la canilla y dejo que se condensen. Me gusta mirarlas al trasluz. Espero, algún día, poder crear mi propia variedad de Sea Monkeys.

—¿Vos tuviste Sea Monkeys?

— No, mis viejos eran conservadores. No pasamos del ludo y la lotería, y, mucho después, el Atari.

— Yo tuve Sea Monkeys. Eran una garcha, no se veía nada. También hice lo de los cristales de aspirina en agua. Eso era más flashero.

—¿Por qué hablás como si tuvieras doce años?

—¿Para eso me llamás? ¿Para hablar de los Sea Monkeys y después insultarme?

— Yo no te llamé, infeliz, hace doce días que me seguís por toda la ciudad para hacer que nos encontremos por casualidad.

— Al final es verdad que sos una enferma. Me voy.

— No te vas, te estoy echando yo, nabo.

— No tenés huevos.

— No, lindo, huevos tienen los trabas de Godoy Cruz que vas a ir a ver ahora.

— Loca de mierda.

— Andá, andá. Boludazo.

— ¡Frígida!

No, no tengo respeto por nada. Y menos por el orgullo de un loser. Estoy harta del típico porteño piola, muy perfumado, con músculos inflados en el gimnasio, con un kit de bromas y muletillas con doble sentido listas para usar. Como si estuviera siempre llegando a una despedida de soltero. Te presiento.

En cambio, a mis amigas les gustan justamente esos.

— Qué tubos que tiene, está re fuerte.

—¿Por qué hablás como si tuvieras doce años?

— Perdón.

Abro la heladera y rebusco en las cajas de papel aluminio. Elijo un chikenito frío y arrugado. Todavía sabe lejanamente a pollo. Borisbecker se levanta de su letargo en el rincón de los juguetes y llora. Siempre llora este perro puto. Lo amenazo con el dedo en alto. Me dirige un último lloro antes de volver a su sitio y acostarse, ofendido. Le tiro lo que queda del chikenito y lo atrapa en el aire como un perro bueno. Me tomo un gran vaso de agua saborizada. Me gusta cuando en las explicaciones de las dietas ponen eso: un gran vaso de agua, un gran plato de lechuga. Como si semejante apreciación del tamaño de la vajilla nos devolviera la alegría al espíritu. Todos saben que el verdadero júbilo espiritual es un plato de fetuccini tuco y pesto de Pippo.

Antes de que haya confusión alguna: yo nunca hago dieta. Finjo que hago dieta más que nada para acompañar a mi amiga, la Micropunto. Guardo copias de sus dietas para saber en qué fase estamos y así poder apoyarla. Está la fase ataque del astronauta, la fase mantenimiento de Scarsdale, la fase me-como-todo-el-kiosco-de-la-esquina. Yo soy de esas que pueden comer de todo sin engordar, sin que les salga un grano inoportuno. Esto me recuerda que tengo que prenderle una nueva vela a San Genaro, que me protege el hígado, y otra a San Pancratius, que me protege el páncreas. Borisbecker emite un ladrido grave y sonoro, y se sienta muy derechito en su lugar mientras prendo las velas. La cocina se ve muy vacía a la luz de las velas. El verano se retuerce en las macetas secas del balcón y no sé a quién llamar.

 

 

 

 

 

 

Fotografía by Guy Bourdin