Berta llama a la rotisería

Las rotiserías y yo somos grandes amigas. Cuando lo que único que quede sobre la faz de la tierra sean las cucarachas, Keith Richards y los cadáveres incorruptos de Borisbecker y su dueña, los arqueólogos extraterrestres descubrirán una huella profunda en el asfalto de esta ciudad desolada. La huella será la que dejen en el asfalto todos los repartidores de todas las casas de comida con servicio a domicilio, urdiendo su incalculable laberinto (atenti que pongo cursivas, no sea que venga Kodama y me baje la persiana). Su laberinto, decía, hasta la puerta de mi casa. Las ruedas de motos y más motos troquelarán el pavimento de los cien barrios porteños en una línea de puntos que llegue hasta mí. En la atmósfera reverberará todavía el eco de la última conversación telefónica de la humanidad que, estadísticamente, sólo podrá ser mi segunda llamada a la rotisería para pedirles que, por favor, no se olviden que mi porción de budín de pan no lleva jamás azúcar quemada.

Me gusta pensar en lo que quedará de Berta cuando todo haya estallado. Me conformo con pequeñas cosas, la marca de la moto en la ciudad, la emoción del rotisero pensando en mí un segundo antes de la bomba. El rotisero con la mirada perdida en la puerta del horno, pensando, qué grande esta chica Berta, eh, nuestra mejor clienta, que lo tiró. El anhelo de provocar en la mente de ese último rotisero algo muy similar a la felicidad.

También me desvela la posibilidad de que la bomba caiga antes de que me haya comido el budín de pan, pero ese es un riesgo que debo correr.

Pero no se crean que siempre llamo al repartidor, no. Muchas veces me gusta también deambular un poco con Borisbecker, alargar el paseo nocturno, y dejar que me seduzca la vidriera de un local de empanadas al azar, o una panadería con pilas de sanguchitos de miga tapados por un repasador limpio y húmedo, una señal clara de que en ese establecimiento laten corazones puros, con deseo de hacer el bien.

¿Un repasador blanco y limpio, que alguien se ocupa de cambiar cada día para que no agarre olor a moho, con los costados doblados y bien metidos debajo de la bandeja de sanguchitos? ¿Un repasador humedecido ligeramente, con un pulverizador de plantas, tal vez? Un repasador así es amor. Una panadería que cuida esos detalles provoca en mí un arrobamiento que se traduce en un reflejo pavloviano instantáneo. Mientras digo esto, Borisbecker ladra de placer y por un momento estoy tentada de sacarlo a pasear y correr derechito a la panadería de al lado de la vía, pero le recuerdo que hoy no toca ese plan. Y además, no debemos olvidar que tendríamos que pasar sí o sí por la rotisería fashion y que la última vez nos encontramos con el boludazo del perro afgano. No, mejor no, Borisbecker. Dejemos pasar unos días antes de volver a buscar un pollo.

Además, ya me había decidido a este plan de entresemana y cuando a mí se me mete algo en la cabeza no hay perro o sánguche en este mundo que pueda disuadirme.

Por lo tanto, seguimos según lo programado. Primero, una ducha. Mientras espero que haga vapor, que abre los poros y me limpia los pulmones de tanto cigarrillo de fin de semana, exploro el armario del baño. Dudo entre gel de ducha energizante, o exfoliante sensual. Estaría necesitando ambos, por ende uso el exfoliante en las piernas y el gel en el resto del cuerpo. Que el perfume cambie a partir del ecuador es un excelente factor sorpresa. Anoten, chicas.

Gracias a mis continuas muestras de devoción a Santa Hildegarda y Santa Fausta Mártir, santas patronas del cabello, mi pelo crece sano, fuerte y, sobre todo, seco, lo cual me permite lavarlo sólo un par de veces a la semana, siempre en la peluquería. Ni se imaginan la cantidad de dinero que me ahorro en productos capilares y que puedo destinar, sin escrúpulo alguno, a las cremas euforizantes japonesas refrigeradas.

Borisbecker opina que les di demasiados consejos de belleza por hoy, entonces no voy a decir nada acerca de mi ritual hidratante corporal, que considero clave para la vida de la mujer moderna. Pero es así, hay secretos que sólo pueden ser revelados en determinados círculos. Lo siento. Lo siento de verdad.

Es inútil. No insistan.

Cuando estoy a punto me pongo el vestido que me compré el otro día. Una divinura. Estoy tan decidida a pasarla bomba que se me despierta la arritmia mientras me pongo rímel frente al espejo, y eso que el espejo generalmente es como un hermano mayor detestable, que te obliga a escuchar a Judas Priest y te escupe dentro del yogur. O eso dice. Y les aseguro que es muy difícil distinguir si hay o no una escupida dentro del yogur. Si no me creen hagan la prueba.

Qué increíble cómo nos cambia el ánimo en un minuto a veces, ¿no? Con un poco de exfoliante, un vestido nuevo, un buen plan.

Le hago una seña a Borisbecker, que se retira a su rincón de la cocina, convencido de que lo que está a punto de ocurrir tiene que ver con la grandeza de espíritu y con el bien común. Mientras, agarro el teléfono y marco el número de la rotisería.

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Image by André Kertész

Berta SS y la controversia de los Sea Monkeys

 

Tuve dos novios que me quisieron de verdad: Peluca y el Toto. Los demás, un rejunte de losers cósmicos. Sí, me traían flores, y me invitaban a comer a los mejores lugares. Los mejores lugares. El último se gastó una fortuna en restós antes de que lo dejara verme en bolas. Menú degustación a mí. Como tirar margaritas a los chanchos. Guardo en una lata de galletitas danesas los folletos de restaurantes con servicio a domicilio: sushi japonés auténtico, sushi de chino camuflado, pizza y pasta, rotiserías, empanadas, exóticos onda sirio hindú, parripollo. Tengo una colección de bandejitas de aluminio y plástico en las que recaliento ad infinitum trozos de pizza en el horno y porciones de pollo en el microondas. El encargado de mi autopsia, entre tanto policloruro de vinilo recalentado, tanta dioxina liberada, se preguntará si está abriendo a una mujer o a un maniquí. Relleno las botellas de agua mineral con agua de la canilla y dejo que se condensen. Me gusta mirarlas al trasluz. Espero, algún día, poder crear mi propia variedad de Sea Monkeys.

—¿Vos tuviste Sea Monkeys?

— No, mis viejos eran conservadores. No pasamos del ludo y la lotería, y, mucho después, el Atari.

— Yo tuve Sea Monkeys. Eran una garcha, no se veía nada. También hice lo de los cristales de aspirina en agua. Eso era más flashero.

—¿Por qué hablás como si tuvieras doce años?

—¿Para eso me llamás? ¿Para hablar de los Sea Monkeys y después insultarme?

— Yo no te llamé, infeliz, hace doce días que me seguís por toda la ciudad para hacer que nos encontremos por casualidad.

— Al final es verdad que sos una enferma. Me voy.

— No te vas, te estoy echando yo, nabo.

— No tenés huevos.

— No, lindo, huevos tienen los trabas de Godoy Cruz que vas a ir a ver ahora.

— Loca de mierda.

— Andá, andá. Boludazo.

— ¡Frígida!

No, no tengo respeto por nada. Y menos por el orgullo de un loser. Estoy harta del típico porteño piola, muy perfumado, con músculos inflados en el gimnasio, con un kit de bromas y muletillas con doble sentido listas para usar. Como si estuviera siempre llegando a una despedida de soltero. Te presiento.

En cambio, a mis amigas les gustan justamente esos.

— Qué tubos que tiene, está re fuerte.

—¿Por qué hablás como si tuvieras doce años?

— Perdón.

Abro la heladera y rebusco en las cajas de papel aluminio. Elijo un chikenito frío y arrugado. Todavía sabe lejanamente a pollo. Borisbecker se levanta de su letargo en el rincón de los juguetes y llora. Siempre llora este perro puto. Lo amenazo con el dedo en alto. Me dirige un último lloro antes de volver a su sitio y acostarse, ofendido. Le tiro lo que queda del chikenito y lo atrapa en el aire como un perro bueno. Me tomo un gran vaso de agua saborizada. Me gusta cuando en las explicaciones de las dietas ponen eso: un gran vaso de agua, un gran plato de lechuga. Como si semejante apreciación del tamaño de la vajilla nos devolviera la alegría al espíritu. Todos saben que el verdadero júbilo espiritual es un plato de fetuccini tuco y pesto de Pippo.

Antes de que haya confusión alguna: yo nunca hago dieta. Finjo que hago dieta más que nada para acompañar a mi amiga, la Micropunto. Guardo copias de sus dietas para saber en qué fase estamos y así poder apoyarla. Está la fase ataque del astronauta, la fase mantenimiento de Scarsdale, la fase me-como-todo-el-kiosco-de-la-esquina. Yo soy de esas que pueden comer de todo sin engordar, sin que les salga un grano inoportuno. Esto me recuerda que tengo que prenderle una nueva vela a San Genaro, que me protege el hígado, y otra a San Pancratius, que me protege el páncreas. Borisbecker emite un ladrido grave y sonoro, y se sienta muy derechito en su lugar mientras prendo las velas. La cocina se ve muy vacía a la luz de las velas. El verano se retuerce en las macetas secas del balcón y no sé a quién llamar.

 

 

 

 

 

 

Fotografía by Guy Bourdin