Huida en sandalias con polvo y monjas

Este texto apareció por primera vez en la revista Agitadoras, en diciembre de 2011. 

 

 

 

Se trata de vivir un día más. Con lo fácil que es caerse por el hueco de las escaleras, por la ventana abierta. Con lo fácil que es derretir más mantequilla de la necesaria, y hundir la cara en la sartén.

Estoy buscando una excusa, una explicación a lo que me está pasando.

Estoy buscando tal vez una mañanita desde donde mirarte un poco, mirarte a vos y a las alejandrinas cuestas de tu alma y tu malhumor. Encerrada en la espiral de las cuatro veces que me dirigiste la palabra, sufriendo como sólo se puede sufrir después de un rato de aguantar las sonrisas de los largos caballeros que sí quieren verme, encerrada en los balcones desde los que me asomo para buscarte.

Lo que me está pasando es una pequeña pesadilla envasada en media tarde de verano, es la decisión súbita de salir a caminar por un sendero polvoriento que no conduce a ninguna parte. El cielo está gris de bochorno, mis pies están grises de polvo y vergüenza, unas sandalias con taco y sin talón que no sirven para huir. Pienso demasiado en el glamour como para ser una verdadera runaway.

Por un momento pienso que está bien esto de deshacerse en lágrimas y salir corriendo. Inmediatamente, el cielo, el calor, el polvo, caen sobre mí y mis escasas certezas. Levanto los brazos y miro las nubes. Las pestañas me gotean lágrimas oscuras de rimmel, todo huele a miniserie barata. Sin embargo, esta miniserie barata es mi vida.

Yo salgo corriendo del capítulo de hoy de mi vida porque no sé hacerlo mejor.

El camino que he elegido para huir es tan ridículo que sólo hay una esquina donde doblar, y luego la calcinada curva de asfalto de la autopista, puentes difíciles de cruzar con estas sandalias top glam. No hay árboles. A quién se le ocurre un paisaje sin árboles. Los árboles son imprescindibles si una quiere recostarse y llorar.

Hay estiércol en el suelo, pisoteado y confundido con la hierba seca. Hay moscas que se pasean por mi vestido. Esto me pasa porque nunca hubo nada entre vos y yo.

Estuve buscando un símbolo, una palabra al pasar, un parpadeo en el pasillo mal iluminado por los fluorescentes. Pero nunca me dijiste una palabra al pasar. Creo que no ocupo ni siquiera una sinapsis en esa cordillera cerebral tuya. Ninguna imagen mía se quedó pegada a tu retina, ni siquiera fugazmente. No hay recoveco de tu inconsciente que me lleve a caballito. ¿Te das cuenta de lo poco que tengo? Vos no me registrás. Y yo sólo tengo esta hilacha, como el perfume que olemos en un sueño, y que nos hace gritar de sorpresa y despertarnos. Un grito que dimos que todavía escuchamos, que salió de nuestra boca y sin embargo, no es nuestro. No tenemos nada nuestro, vos y yo. Así te veo, distante, fueguino, indiferente.

Fuiste un relámpago en el pasillo. Y te llevo cosido en el bolsillo de adentro de la chaqueta como un San Cristóbal.

 

Los pasos en el polvo me llevan a un convento. En el calor de la tarde, la puerta de las monjas está entreabierta. Con lo fácil que es caerse a través de la puerta entreabierta. Una puerta, cualquier puerta. La tuya, por ejemplo.

Me detengo frente a la puerta (¿te lo podés creer, yo a las puertas de un convento?) no porque necesite caer más bajo, sino porque aparece un gato, y un gato siempre me ayuda a conectar.

El gato no me teme, a pesar de vivir en la calle. Tiene el cuerpo de otro animal, tal vez un zorro rojizo de pelo largo y espeso. Es como si al zorro le hubieran transplantado el busto de un gato gris de nariz mocosa para hacer una esfinge suburbana no demasiado convincente.

Pero a mí los gatos me convencen de cualquier cosa.

Sentarse junto a un gato es no llorar más.

Te encontré una vez en sueños y no supe abrir mi corazón al hecho de que no teníamos nada que ver. Te busco todavía, en ventanas ajenas. En los reflejos de las vidrieras. En el interior del envoltorio de los bombones. En los horóscopos escuetos. En el diario mugriento de ayer, esperando tal vez una solicitada, un anuncio clasificado que diga “¡Por favor! Volvé a mi vida.”

Y yo iría. Iría volando. Buscaría la forma, la manera. Buscaría el mapa, el agujero debajo del árbol, la madriguera. La mancha de tinta en la contratapa del cuaderno que me lleve hasta vos. Así como estoy ahora, medio pocha.

Como una flor arrancada.

Como una muela dolorida.

Mirando al gato, su nariz mocosa rozándome la mano, me doy cuenta de que, en el capítulo de hoy de esta miniserie absurda que es mi vida, todo me lleva a tener que plantarme delante de la frase que quiero escribir. Tal vez toda mi vida hasta ahora no sea nada más que una excusa para poder escribir la frase que quiero escribir.

Que esta vida merece ser vivida porque una ha conocido la sensación de que un animal apoye la cabeza en su mano.

Que otras personas apoyen partes diversas de su anatomía en partes de tu cuerpo señaladas al azar, no es, ni de lejos, tan importante. Que nunca vayas a apoyarlas vos, tampoco.

Sentarse junto a un gato es dejar de llorar.

Los abrazos que vendrán después, las llamadas perdidas de otra gente, los ademanes desesperados de rescate, las lágrimas, las promesas, los agobios varios no pueden compararse al calor de un gato que viene y frota su nariz en tu cabeza para decirte que te entiende.

Pensar que me quedé mirando la puerta de las monjas, su verja cercenada en el medio para aceptar las limosnas. La puerta entreabierta de donde nadie saldría, monjas mudas y sordas, con votos de intolerancia perpetua.

Un gato cualquiera es caricia acaracolada. Un gato como el mío es amor. Me despido del gato callejero.

Las opciones son cruzar el puente, huir, o volver a mi cama fría, donde hay un gato esperándome.

Vuelvo, porque no sé hacer otra cosa. Aunque lo demás falle, aunque no sé cómo se hace para vivir un día más, hay un animal esperándome, un animal que lo entendería todo, menos mi ausencia.

 

 

 

 

 

 

 

 

runaway

 

Imagen: Runaway (1), collage by Blaise Allysen Kearsley.