Berta, Micropunto, taxi driver, Severino

 

Esto es un nuevo capítulo de la historia de Berta SS (Siempre Sexy). Si Vd. se perdió los capítulos anteriores, puede encontrarlos todos pinchando aquí.

Me subo al taxi. La Micropunto me espera arrebujada en una de sus chalinas de setenta y cuatro metros. Empiezo a hablar pero ella levanta un dedo admonitorio, levanta otro y luego la mano se le vuelve araña temblorosa que va a apoyarse en su sien sempiternamente dolorida.
A veces la Micropunto me odia. Pero su odio es pasajero y al final siempre me saca las papas del fuego. Yo también lo hago con ella, de vez en cuando. Después de todo, es mi mejor amiga.

Le doy un beso en la mejilla para suavizar el tema. Hace una mueca pero está tan removida que hasta lagrimea de la impresión.

El taxista parece esperar, con toda la razón del mundo, una señal.

—Se lo digo yo o se lo decís vos.

—A ver cómo se lo decís.

—Señor, vamos cerca de la avenida Maipú, cerca de la Quinta de Olivos.

—¿A provincia? – se gira el hombre, incapaz de contener la emoción de llevarnos al mundo más allá de esa muralla china que es la General Paz.

—Sí, señor, a provincia.

—¿Y a qué calle exactamente?—pregunta el desdichado.

La Micropunto suele emitir un sonido de institutriz alemana antes de empezar a hablar, por lo general cuando está contrariada, que es el 98% del tiempo. Una mezcla de suspiro y respingo. El chofer y yo nos sobresaltamos adecuadamente. Para el pobre hombre es su primera vez, y yo no atino a acostumbrarme.

—(respingo) Más o menos a dos cuadras de la quinta, yo le indico.

Ella sabe que esas tres palabras no se le pueden soltar a un taxista así como así. El taxista refunfuña, mira por el retrovisor, sube la radio, hace toda la performance del chofer agredido, en fin.
Me inquieta que Puntito no haya tenido una historia preparada para algo tan básico como las instrucciones para el chofer que nos llevará a la Residencia Bogadnovich. La miro de reojo y veo que no le gusta nada la idea de volver, pero nada de nada.
El resto del viaje transcurre con la radio a full y nosotras en silencio. Alguna que otra vez la Micropunto me mira y mueve la cabeza. Cuando pasamos por Philips me agarra la mano.
Unos minutos más tarde, comienza a estrujarme los dedos. Yo no digo nada. Cuando se me corta la circulación le palmeo el hombro y le recuerdo que no estamos volando, que es sólo un taxi.
Cada tanto hay que repetirle las cosas. Tuvo un mal viaje de pepa en un vuelo a Bali y a veces le flamea un poco la percepción.

Cuando llegamos a la quinta Punto se recompone a medias, le da un par de indicaciones embarulladas al taxista, que está sentado al borde del abismo de la puteada y el lanzamiento de matafuegos.
Finalmente nos bajamos. Caminamos cuatro cuadras, giramos a la derecha, una cuadra más, dos a la izquierda y después ya me perdí gracias a la Micropunto que es muy hábil despistando a los posibles mercenarios.
Llegamos a una calle con sauces y una garita solitaria. Está bastante oscuro.
No sé en qué momento nos volvimos a agarrar de la mano, pero ahí estamos, paradas a pocos metros de la garita y sus cristales polarizados. Suelto la mano de la Micropunto, carraspeo y empiezo a caminar decidida, pero Punto me tira de la manga. Sus ojos dicen que recuerde que no hay que hacer movimientos bruscos.
Me paro frente a la garita, que distorsiona mi reflejo, como el espejo de un parque de diversiones. Abro la boca y antes de poder decir una palabra, se abre la puerta y aparece Severino.

loneliness

 

Imagen: Their loneliness upon returning was vast, by Tracy Jager/ livingferal

Berta SS y la controversia de los Sea Monkeys

 

Tuve dos novios que me quisieron de verdad: Peluca y el Toto. Los demás, un rejunte de losers cósmicos. Sí, me traían flores, y me invitaban a comer a los mejores lugares. Los mejores lugares. El último se gastó una fortuna en restós antes de que lo dejara verme en bolas. Menú degustación a mí. Como tirar margaritas a los chanchos. Guardo en una lata de galletitas danesas los folletos de restaurantes con servicio a domicilio: sushi japonés auténtico, sushi de chino camuflado, pizza y pasta, rotiserías, empanadas, exóticos onda sirio hindú, parripollo. Tengo una colección de bandejitas de aluminio y plástico en las que recaliento ad infinitum trozos de pizza en el horno y porciones de pollo en el microondas. El encargado de mi autopsia, entre tanto policloruro de vinilo recalentado, tanta dioxina liberada, se preguntará si está abriendo a una mujer o a un maniquí. Relleno las botellas de agua mineral con agua de la canilla y dejo que se condensen. Me gusta mirarlas al trasluz. Espero, algún día, poder crear mi propia variedad de Sea Monkeys.

—¿Vos tuviste Sea Monkeys?

— No, mis viejos eran conservadores. No pasamos del ludo y la lotería, y, mucho después, el Atari.

— Yo tuve Sea Monkeys. Eran una garcha, no se veía nada. También hice lo de los cristales de aspirina en agua. Eso era más flashero.

—¿Por qué hablás como si tuvieras doce años?

—¿Para eso me llamás? ¿Para hablar de los Sea Monkeys y después insultarme?

— Yo no te llamé, infeliz, hace doce días que me seguís por toda la ciudad para hacer que nos encontremos por casualidad.

— Al final es verdad que sos una enferma. Me voy.

— No te vas, te estoy echando yo, nabo.

— No tenés huevos.

— No, lindo, huevos tienen los trabas de Godoy Cruz que vas a ir a ver ahora.

— Loca de mierda.

— Andá, andá. Boludazo.

— ¡Frígida!

No, no tengo respeto por nada. Y menos por el orgullo de un loser. Estoy harta del típico porteño piola, muy perfumado, con músculos inflados en el gimnasio, con un kit de bromas y muletillas con doble sentido listas para usar. Como si estuviera siempre llegando a una despedida de soltero. Te presiento.

En cambio, a mis amigas les gustan justamente esos.

— Qué tubos que tiene, está re fuerte.

—¿Por qué hablás como si tuvieras doce años?

— Perdón.

Abro la heladera y rebusco en las cajas de papel aluminio. Elijo un chikenito frío y arrugado. Todavía sabe lejanamente a pollo. Borisbecker se levanta de su letargo en el rincón de los juguetes y llora. Siempre llora este perro puto. Lo amenazo con el dedo en alto. Me dirige un último lloro antes de volver a su sitio y acostarse, ofendido. Le tiro lo que queda del chikenito y lo atrapa en el aire como un perro bueno. Me tomo un gran vaso de agua saborizada. Me gusta cuando en las explicaciones de las dietas ponen eso: un gran vaso de agua, un gran plato de lechuga. Como si semejante apreciación del tamaño de la vajilla nos devolviera la alegría al espíritu. Todos saben que el verdadero júbilo espiritual es un plato de fetuccini tuco y pesto de Pippo.

Antes de que haya confusión alguna: yo nunca hago dieta. Finjo que hago dieta más que nada para acompañar a mi amiga, la Micropunto. Guardo copias de sus dietas para saber en qué fase estamos y así poder apoyarla. Está la fase ataque del astronauta, la fase mantenimiento de Scarsdale, la fase me-como-todo-el-kiosco-de-la-esquina. Yo soy de esas que pueden comer de todo sin engordar, sin que les salga un grano inoportuno. Esto me recuerda que tengo que prenderle una nueva vela a San Genaro, que me protege el hígado, y otra a San Pancratius, que me protege el páncreas. Borisbecker emite un ladrido grave y sonoro, y se sienta muy derechito en su lugar mientras prendo las velas. La cocina se ve muy vacía a la luz de las velas. El verano se retuerce en las macetas secas del balcón y no sé a quién llamar.

 

 

 

 

 

 

Fotografía by Guy Bourdin