¿Coser o grapar?

Esas son las dos opciones a las que nos enfrentamos quienes decidimos hacer un zine. Pero ocurre al final, cuando ya hemos tomado partido acerca de (yendo hacia atrás) tamaño, técnica, contenido. Todas las decisiones van mutando durante el proceso, y dependen las unas de las otras,y también de lo que tengas que decir.

La decisión más importante es, sin embargo, por qué hacerlo, por qué “autoeditarse”. La respuesta, que depende de lo que digo al final del párrafo anterior, es que seguimos teniendo algo que decir. Y también que nos gustan demasiado la tijerita y la plasticola y ansiamos el momento de sepultarnos entre una montaña de recortes. Por algo seguimos acumulando papeles inútiles.

Así, encabalgando deseos y procesos, llegamos a nuestros fanzines, nuestras plaquettes. Ya les he contado el viaje fantástico que resultó ser Síntomami primera autoedición, aquella plaquette/zine de poesía que rodó muy rápido y que desembocó en una propuesta de Contraescritura para publicar Saliva, mi primer poemario.

Este año tuve la suerte de llevar los poemas de Saliva a muchos públicos diferentes, y en alguna curva del camino fueron apareciendo nuevos poemas y nuevos sonidos para acompañarlos. Mucho de ese trabajo fundó lo que hoy es el Macky O Spoken System, y verá la luz en un artefacto nuevo (y digo “artefacto” porque no será un libro al uso, sino un bicho híbrido). Pero ese es otro proceso/resultado encabalgado con una propuesta encantadora, y sobre eso les contaré en breve.

Mientras trabajamos en la postproducción y esperamos que se materialice, vuelvo a Champawat porque es desde aquí que hacemos los lanzamientos.

Con ustedes, Joystick/Painstick.

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Es uno, y son dos. Es un zine bifronte, de técnica muy mixta. Es prosa poética, y es collage, fotografía, acuarela. Es un zine para leer, mirar y tocar. Tiene 14 páginas y relieves. Huele muy rico, a mucha tinta negra y a cola.

Todas las portadas de Joystick son distintas, porque todas tienen un detalle de acuarela y tinta original. En el interior hay dos más. Las portadas y el interior de Painstick son todas iguales. Joystick tiene color, acuarela subtropical. Painstick viene en puritito blanco y negro.

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Los presento la semana que viene, el 4 y 5 de enero en el glorioso festival de autoedición sonográfica Tenderete (junto a Síntoma y Karate Press, y también actuaré con el Spoken System el jueves 5). Pero ya pueden ir reservando su copia. Al mail de siempre, o por los inframundos facebookianos y twitteriles.

Todavía no sé si coser o grapar. Gracias por acompañarme en todas las carreteras con niebla. Feliz nuevo comienzo a todos.

 

 

Categoría: papiroverba

¿Cómo os habéis quedado? Papiroverba. Se me inflama el hipotálamo de lindor.

Esa es la categoría que han elegido en Contraescritura para sus muy hermosos libros, y Saliva ya está allí, en preventa, listo para ser comprado con un click. Se envía a partir del 24 de septiembre, así que en sólo diez días comienza el rocknroll.

Agradezco a todos las muchas muestras de ánimo recibidas, el desparramo y el compartir. Esto ya no hay quien lo pare.

Pronto hablaremos de presentaciones y demás. Hasta entonces, salud.

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La tarde y el vaquero: una conversación

—Pásame eso de ahí.

—Qué.

—El coso.

—Qué coso.

—El coso de ahí.

Podría haber empezado así, y terminado con un estrangulamiento doméstico a la hora en que la luz de poniente aprieta el hígado y la cabeza parece un granero con demasiado heno y pocas mazorcas.

No es fácil para él pasearse por el sendero estrecho con el lazo colgando y tantas ganas de apretar.

Algo así. Un anochecer de luna nueva, cuando uno ya sabe que habrá más estrellas de las que le han enseñado a soportar, pero todavía hay luz afuera, una luz rosada, como de durazno. En los rincones de la casa se amontona la sombra y una no tiene ganas de levantarse y entonces pide que le traigan el coso de ahí.

¿Sabía ella lo de las ganas y el fiel lazo triunfador? ¿Le habían explicado que hay una hora clave, una hora pico, una hora punta, una rush hour de vértigo en los alféizares? ¿Que hay que quedarse en silencio cuando ya se han callado los pájaros y todavía no han hablado los grillos? ¿Podía ella adivinar que los lazos enmohecidos a veces están esperando una palabra mágica para salir a girar en el aire?

¿Y los látigos, las fustas, los pañuelos grasientos en torno al cuello, las bimbias, esas ramas flexibles con las que los pobladores trenzan vallas contra las cabras como coronas de flores para las chicas?

Y la navajita plegable hundida en el bolsillo también tiene un conjuro. Y la espuela que le raya el suelo envejecido de la casa está atenta.

Incluso las uñas descuidadas podrían, en caso de necesidad, rasgar aquello que hubiera que rasgar para volver al ritmo de la casa, ese en el que las cosas se hacen mágicamente y algo huele bien dentro del horno y alguna otra cosa huele bien por la noche encima del jergón y entonces no hay nada más que hablar

Ni hay que andar pidiendo cosas que no correspondan, porque cae la noche y lo pequeño y muy usado corta y aprieta como las palabras pequeñas e imprecisas que también son armas.

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Image by Richard Prince.

La emperatriz palúdica y la jardinera irresoluta

Viven aquí las dos. Se miran con desdén. No se entienden, y no hacen ningún esfuerzo por darse conversación. Cada una elige sus propios cautiverios.

El primer día, la emperatriz palúdica encontró un escarabajo de oro. Muerto. Lo guardó en una cajita sobre la chimenea, junto a las petacas de metal. Su pasatiempo es bajar al pueblo, o tomarse una cocacola en el café de la rotonda, donde para ser cool hay que llegar en tractor, y hay un gato que duerme entre las dalias, y un aljibe donde flotan los peces dorados, muertos, por haber comido demasiado pan y peras caídas del peral.

Hay demasiadas cosas muertas a su alrededor.

Conduce con pericia un carro color plata y podría hacer las veintidós curvas con los ojos cerrados. Abajo, en el pueblo, el escudo tiene dos leones de piedra con falos erectos, y los restaurantes sirven mantequilla salada con nombre como Mimosa, o Primor.

La emperatriz se despierta pensando en pasteles, los ojos opacos como una ciénaga, y mientras muerde bollo tras bollo relleno de crema se pregunta si no es la elevada tasa de azúcar en sangre lo que atrae a los mosquitos. Eso, o tiene la epidermis más dulce del condado. Pasa largas horas frotándose la piel con talco mentolado y culpa al picor por los libros sin abrir, los libros sin leer, la biblioteca abandonada.

La jardinera irresoluta no se cansa jamás de los cambios de luz. Es levemente agridulce esto de vivir boquiabierta y con la garganta seca por el asombro silencioso.

La emperatriz opina que no se puede pasar una la vida celebrando lo evidente.

La jardinera intuye la reprobación de la otra y calla. Querría expresar gratitud pero no dice nada. Cae la lluvia y ni siquiera eso empaña lo que ve. Este agosto tan anómalo ha hecho crecer las matas de hinojo silvestre, que son enormes pelucas de niebla verde en medio del jardín. Se compró una hoz pero no se atreve a usarla. Le teme a la visión del muñón futuro, pero también desprecia el concepto de domesticar un jardín salvaje. La menta, descontrolada, repta en manada sobre las demás hierbas. Las flores moradas del trébol cabecean, pesadas de semillas y abejorros. Crece la hiedra en la verja.

La hiedra de nombres fantásticos, murmura la emperatriz. Hedera helix, Hedera poetica.

La jardinera calla. Hay también una enredadera de campanillas blancas, y margaritas, y esas flores violeta que los gringos llaman buttercup. No tiene estómago para segarlas.

Hay que tener visión eugénica, brama la emperatriz, y cortar las gramíneas insulsas, las espigas tan feas, pisar fuerte con el cuarto menguante en la mano.

La jardinera aprensiva se muerde una cutícula. Dejará que el jardín abrace, como ella, la teoría del caos. A lo sumo intervendrá plantando romero rastrero, dividiendo aun más el tomillo, que llegó en maceta y que rápidamente fue uno y trino y ahora se arraiga en cinco puntos al mismo tiempo, milagros cuánticos en su franja de tierra. Los pepinos todavía no tienen espaldar y han enrollado todos sus tentáculos en la misma rama endeble. Cuando ve tanta obstinación y exuberancia en un jardín que crece hacia donde mejor le parece se da cuenta de que siempre será una jardinera culposa y blandengue. Se pasea por el caminito de tablones que hizo la primera tarde y deja caer la mandíbula por la admiración a diestro y siniestro, como una emperatriz repartiendo miradas condescendientes entre sus súbditos. Pero ella está enamorada de todos y cada uno de sus súbditos.

La verdadera emperatriz eleva sus ojos al cielo y se va adentro a preparar un curry de vaca.

La otra acaricia una hoja de remolacha. No tiene dinero para herramientas, se repite tercamente, y sin pala, sin rastrillo y sin azada su destino de jardinera no intervencionista está sellado para siempre. 

La emperatriz palúdica relojea desde la ventana de la cocina mientras mezcla yogur y pepino. Mire donde mire crecen nuevos brotes de trébol y el musgo se afianza entre los adoquines. Llueve sin parar desde hace dos días. El jardín parece hincharse y respirar en la bruma.

La emperatriz llama a la mesa con un grito formidable que reverbera en toda la casa. Cada tanto, cuando pasa frente a una ventana (hay muchas ventanas), se ve abducida por el verde y la niebla y se queda en el sitio, mirando, mirando, con la cabeza llena de pájaros y perfume a eucalipto en la nariz. Pierde así muchas horas al día. Vuelve en sí moviendo la cabeza despacito, como si la garúa se la hubiera llevado lejos. Se entretiene pintando con sellos de papa y maldiciendo las imperfecciones del parquet. Barre con la cola de su vestido el camino de miguitas que la conduce hasta el cuarto prohibido, y masculla incoherencias a lo largo del corredor, pero no se atreve a llamar a la puerta y vuelve sobre sus pasos con un montón de besos caducados en la boca.

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Image: The Empress, by FloriographyTarot

Retazos de algo

 

 

Lo que se pretende es que yo tenga más control sobre mi vida, como si estuviésemos hablando de la vida de una persona normal. Una de esas personas que se pasean sin anguilas anidando en su interior. Pero esta superabundancia, esta cornucopia de droga en realidad lo que hace es dejarme a un paso del error de cálculo, de la sobredosis, del gran vaffanculo al mundo. Mientras firma el pagaré por cinco meses de pastillas veo la duda en el entrecejo del médico, la sospecha de que esos meses puedan contraerse en un espasmo. Es tan fácil como un vaso de agua y un bulto en la garganta, la violación de tragar demasiado, demasiado de golpe. Yo me río ante el entrecejo del médico.
-No quiero volver a oír hablar de control. Estamos de acuerdo en que es deseable una planicie, algo de estabilidad y normalidad para que yo pueda tomarme estas vacaciones y usted me pone una visita de control de acá a un mes.
El médico suelta el entrecejo y se encoge de hombros. Siempre tiene que estar frunciendo algo, como si tuviera un pespunte con un hilo del que alguien tirara constantemente.
-Qué espera, acaso. Usted es…
Me levanto de la silla con estrépito (un poco torpeza, un poco sobreactuación) antes de que termine la frase. No sirve de nada: escucho. A pesar de mi ruido escucho su dictamen, la etiqueta que cuelga del dedo gordo de mi pie, todavía vivo.
-Ya sé lo que soy – rujo.
¿Por qué no pueden venir las voces en momentos como este, a tapar lo que no quiero oír? Pero no. Las voces vienen cuando quieren.
Salgo hecho un loco, rojo, sulfuroso, al pasillo, la receta y el tembleque en la mano, agitando con mi paso inseguro a las enfermeras almidonadas que huelen a colonia, y a sudor debajo de la colonia.
Se ve que grito, se ve que estoy gritando.
-Las voces vienen cuando quieren.
Ese es mi grito. ¿Mi grito de guerra? Mi grito cotidiano. No tengo otro. Si tuviera otro, lo usaría.

He tenido, podríamos decir, un viaje plácido. Vine aquí a descansar de las voces y a escuchar la radio. Estoy dopado y veo la vida a través de una sopa espesa. Esta mañana me senté en el catre y me quedé entumecido de calor hasta que se me mojaron las manos. No era sudor, eran lágrimas gordas que me mojaban los carpos contra los pómulos. La sopa, esta sopa de la medicación en la que floto, no me informa de mis estados de ánimo hasta que es demasiado tarde y ya estoy roto, llorando como le lloraría a mi abuela. Creo que durante este rato me abracé a sus rodillas, mi nariz contra su media de nailon, el dobladillo del vestido floreado, y le pedí que no me haga levantar más clavos torcidos de la calle. Mi abuela se ríe de mí y sus encías se agigantan. Abro los ojos, aterrorizado. Mi abuela nunca me haría esto. A lo sumo me daría una cachetada para que reaccionara, pero jamás se reiría de mí y los clavos.
Afuera grita un pájaro, eco perfecto de la risa de esta abuela que no es la mía, de esta antimateria de mi abuela.
-No llores más – gritan el pájaro y mi abuela.
-Las voces vienen cuando quieren – les contesto, gimiendo con voz fundida de baba y lágrimas, porque soy un moco.
Extraño a las voces. Por lo menos eran algo conocido. Este laberinto de sopa y sopor es muy complicado de atravesar. Me levanto.
Me lavo los dientes con una mano que no es mía. Los músculos de mi cara tienen dificultad en mantener el dentífrico dentro de las mejillas, y derramo una espuma lenta sobre el mentón, el pecho. Me limpio con la mano del cepillo y hay más espuma mentolada donde no debería haberla. El agua sabe oscuramente a óxido y no moja como debe. Afuera grita un pájaro.
Me enjuago con el agua que no moja, me seco la cara con una toalla que huele a humedad. Alguien me mira desde las marcas de sudario de la toalla, pero me rindo y dejo de adivinar si es o no mi abuela.
Estoy frente a la puerta y no puedo salir.
Pasan unos minutos.
Afuera gritan. Si por lo menos fueran las voces. Si me cantaran.
Los gritos duelen como golpes. Golpean a la puerta. ¿Será que estoy frente a la puerta porque alguien la golpea?
Mi mano no entiende el picaporte.
Alguien abre. Hay vuelos. Ruido. Manos. Dona Elíade. Otro estampado de flores. Olor a café y pan. Se desayuna en esta casa. Estar así atontado no es de hombre. Peldaños. Una mancha de humedad. Un hombre bravo y alto como usted. Jarros de metal. Quema. El pan bueno y una mano en mi brazo. Una mano en la mano que hace un rato, ahora mismo, no entendía el picaporte.

Estoy sentado en el porche y Dona Elíade habla de mi radio, que suena toda la noche, y al final las chicas del forró hacen menos ruido, y hay una que es su nieta, parece. Una que pasa cada mañana por el porche con pollo asado o más a menudo feijão y tetitas debajo de una camiseta de un color mostaza diarreica, pero su culo redondo no podría emitir nunca caca de ese color, porque es una hermosura de ver, y se ve que Dona Elíade tuvo que pegarme en la mano porque me hurgaba la bragueta, en la calle, en el porche, a la vista de todos.
Meses más tarde, sentado en el porche junto a Bill tendré esa sensación, el tiempo comienza otra vez en la bragueta, aquello que crece sin voluntad, el culo redondo de una nena que pasa y que me arremolina el aire en el abdomen y levanta el telón de la vida sin tiempo y sin palabras.
Hay una manera de mirar el mundo que sólo ocurre cuando uno está sentado en el porche delante de una casa que dicen que es suya, aunque uno no se lo acabe de creer porque la vida es demasiado disparatada como para que algo sea verdaderamente de uno.
¿Qué tengo yo que sea mío? Esta sopa, estas manos de hombre blandengue. Esta bragueta retráctil que se anima cuando pasa la nieta del forró o una nena demasiado vívida. Unas voces que me han abandonado, y cantaban.
Cantaban.
-Está pensativo esta mañana, el señor.
Esta mañana oigo, oigo todas las cosas. Y me doy cuenta de que echo de menos no las voces, sino el canto. Las voces me cantaban.
-¿Y en el canto está el nombre? – pregunta el pájaro que grita. Y mi abuela, los clavos de punta, los muchos pájaros del bosque se alinean frente a mí, atentos a mi respuesta.
-¿En el canto está el nombre? – pregunta también la nieta del culo hermoso, y me pierdo un momento pensando en mi dedo ensalivado entrándole, y mi bragueta vive y respira.
-¿En el canto está el nombre? – me pregunta un viejo de camisa marrón, que también se sienta, como en una tribuna, frente a mí y me mira con ojos atentos que reflejan la vida a demasiada velocidad. Me marean los ojos del viejo y no puedo contestar.
-¿En el canto está el nombre? – me preguntan un Bill que todavía no conozco, y un Timmy que nunca me llegarán a presentar, y la voz en estéreo surround de alguien hondo y gordo como Dios.
Tiene que estar. Tiene que estar ahí el nombre.
-En el canto está el nombre, sí – le digo finalmente a la tribuna de gente rara que me mira. Los pájaros salen volando a gritos y delante está Dona Elíade, su mano en mi mano sobre mi falda, mi regazo inofensivo que ya no es bragueta, y su sonrisa de tres o cuatro dientes amarillos.
-Hay muchas canciones lindas en esa radio suya. Siga escuchando, señor, no nos molesta.
Hay un tejido social que escapa a mi sopa. Se ve que cabía la posibilidad de que mi radio nocturna molestara, y no lo había pensado hasta ese momento. Y la otra posibilidad es que haya una canción, una canción completa y real dentro del canto. Como las canciones de la radio. Digo que sí con la cabeza pero estoy distraído por esta novedad. El corazón me golpea en la garganta. La sensación de la mano de Dona Elíade todavía se queda pegada un rato más. Veo el carro de Mê, las gallinas, una camiseta color diarrea colgada de la cuerda, cuatro bombachas limpias de un blanco casi gris, que seguro que pertenecen al culo redondo de mis sueños de porche, y tengo una erección violenta, y palabras para entenderla, porque la sopa se ha despejado y los colores me golpean la córnea, como si hubieran arrancado una cortina de gasa sucia que no me dejaba ver las cosas. Algo empieza a latir detrás de mi oreja, y es esa luz y un silbido, un arrebujarse de bichos brillantes como el cuero mojado, algo asqueroso que se despierta dentro de mi cráneo y el buen Dios, gordo y hondo, me da fuerzas para volar escaleras arriba y manipular una caja de cartón y tragarme en seco una pastilla salvadora, una pastilla mesías, una pastilla que me devuelva triunfal a mi sopa.

 

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Dibujo por Patti Jordan

 

 

Te o de o

 

Somos las excesivas, las intensas.
-¿Qué prefieres, todo o nada?
-Todo.
Respondo sin pestañear. Respondo antes de que puedan terminar de formular la pregunta. La conclusión es siempre la misma:
-Te vas a llevar muchas hostias en esta vida.
Claro que sí. A mí el Tao me queda a contramano. Porque yo quiero todo. Y así colecciono moretones en las pantorrillas (como caballito gitano, decía mi abuela). Acumulo golpes como quien no se decide a tirar los diarios de ayer.
Bailando lento en esta milonga en penumbra, me pega a su vientre para que entienda los pasos. Me dejo. Después de todo, su mano en mi espalda es el alfa y el omega. Bailo y cuando bailo no tengo medida. Así me gustan las cosas. Hasta el final.
Quiero todo. Quiero bailar hasta desmayarme, sin perder de vista que yo elegí el rojo vivo de mis zapatillas. Quiero que me quieran temblando y hasta que pase el temblor. Quiero que me miren a los ojos y que los ojos hablen hasta agotar las palabras. Quiero guardarme cada abrazo de mis amigos y destilarlos y bebérmelos en los días de lluvia.
La mujer que está sentada a mi lado en el metro también lo quiere todo. Me lo dice su cara demacrada de tanto guardarse las pesadillas en las venas. Tiene un suéter estampado en el que chocan muchos colores, y un abrigo de esos hechos con retazos que antes se hubieran considerado imposibles de combinar pero que ahora están de moda. Unos pelos largos y enrulados le brotan del mentón. Lleva un bolso enorme bordado con abalorios turquesas, y un anillo como una araña de bronce, y uno esmaltado como un huevo de Fabergé, y uno de indio navajo y otro con cascabeles. Y un prendedor con la A de anarquía. Y zapatillas negras bordadas de blanco. Sí, ella también lo quiere todo.
La pelirroja hermosa del asiento de enfrente, para no escatimar, tiene pecas no sólo en el escote y en las manos, sino también en los párpados y en los labios. Está claro, ella también lo quiere todo. Yo quiero todas sus pecas. Si me dejara mirarla de cerca estoy segura de que encontraría pecas en sus pestañas, moteadas como las antenas de una polilla con piel de leopardo. Existen polillas así. Pero lo que yo quería decir es que a la pelirroja le contaría las pecas de las pestañas una a una y después le transmitiría el resultado al oído.
Trece años de pertenencia a banda punk rock me han pulido el gusto, y desde entonces visto mis ancas de pantera con estampado de leopardo. Para mí es puro glamour del palo. Para otros es irreductible vulgaridad. Da igual. Estos últimos días me he paseado por esos mundos de Dios con una o más prendas animal print en mi atuendo. Coco Chanel decía que una debía siempre quitarse el último accesorio que se había puesto. Tenía razón. Pero somos las excesivas, las exageradas.
Un amigo me dice, del otro lado de una cerveza, que Bill Stevenson le puso All a su banda porque él también lo quería todo. No puedo corroborar este dato. No encuentro la información. Pero confío en que algún otro amigo sabio venga a confirmármelo. Por lo pronto llevo mi prendedor de All en toda solapa disponible, para que no queden dudas de lo que quiero.
Sé que quererlo todo a veces te deja con el culo al aire. Sé que desear tanto es para vaqueros con muchas millas en las espuelas (como en la película de Van Sant, a las vaqueras también nos pega el blues). Sé que nadie vendrá a llenar a cucharadas este hueco que se abre cuando me quedo quieta. Pero no puedo evitar estirarme para ver si alcanzo lo del estante de arriba de todo. A veces, como ejercicio, juego a enmudecer y dejo que el mundo me ataque como el agua ataca a las esponjas, que parecen secas por fuera y están hinchadas de agua en el interior. Pero son sólo pequeños descansos en medio de la milonga, momentos de reposo antes de cambiar de forma y abrirme a las manos en la espalda, las manos que me hacen bailar.
Dejo entonces que el mundo me moje, y bailo hasta caer rendida, para devolverle al mundo un poco de humedad, un poco de todo lo que le robo cada día.
Miro todo. Capto todo con mis antenas de polilla aleopardada. Envío señales a quien corresponda, pidiéndole todo. Cada tanto el compañero de baile se anima y conecta mi culo al cosmos, y me río como loca, porque me asomo al todo y todo esta ahí, al alcance de la mano, redondito y brillante. No quieran saber.

 polilla

Historias del otro lado de la valla

 

 

The men don’t know
but the little girls understand.

Back door man, The Doors

 

El marido había levantado la voz una vez nada más.
-Usted sólo sirve para contar historias.
Era verdad, ella sólo sabía contar historias. Y de pronto a ella eso se le antojó un pecado más grande que la vida entera de María Magdalena.
Ese día, mientras cruzaba la calle, se dio cuenta de que el confesionario ya no podía ser sitio para sus historias. Pero ella no tenía la culpa de que los pájaros le hablaran.
Fueron los pájaros los que le hablaron del caballo. Ella les hizo caso y esperó. Después de un tiempo la espera neutra se transformó en una espera de él.
Un día salió a pasear fuera de la valla, y otro día fue feliz porque supo que vendría. Pocos días antes de que vieran al caballo merodear, ella encontró calma porque había entendido todo y no le hacía falta saber cuándo acabaría la espera.
El marido comía en silencio.
En la tienda del pueblo las mujeres se hacían cruces al verla porque una niña había dicho que la escuchaba pensar.
-Tiene la cabeza llena de historias, dijo.
Todas le creyeron. Por eso las cruces.
El tendero puso ruda macho detrás de la puerta.
Otra niña dijo en la escuela que la había escuchado hablando sola detrás de la valla, y la maestra le lavó la boca con jabón.
-No hablamos de la gente esa- le gritó a la niña.
La niña recibió una paliza esa tarde. Una de esas palizas ejemplares para fijar conocimientos.
Ella empezó a caminar cada día del otro lado de la valla, cosa que, por supuesto, estaba prohibida.
Todos vieron al caballo merodear. Los pájaros hacía rato que ya no hablaban.
La ruda del tendero se secó.
Las niñas estaban taciturnas en la escuela y las mujeres empezaron a pensar en mal de ojo y también en fiebre amarilla, y se quemaron muchos jergones de lana vieja y se cambiaron por heno fresco para ahuyentar cualquier posibilidad. Pensaron que así silenciarían las historias. Al menos esa historia en particular.
En el fondo, las demás mujeres se sentían estafadas por no escuchar ellas también los mensajes. Aunque los pájaros hacía rato que ya no decían nada.
El marido pareció volverse de escarcha cuando vinieron a decirle que la habían visto fuera de la valla. Y el caballo merodeando.
Ella ya se había acostumbrado a que la tienda era un lugar para todas las otras mujeres del pueblo pero no para ella. Las demás elegían metros de tela floreada y manteca y clavos y cinturones.
Ella ya no tenía nada para comprar, ni mucho menos nada que vender.
Antes de irse, ella se paseó por los porches traseros de las casas, porque consideró importante que las niñas supieran. Y las niñas querían saber. La pregunta era obvia, sencilla.
Le preguntaron si estaba bien perderlo todo para seguir el rastro de un caballo.
Esa noche el pueblo tembló con los gritos de las niñas, a quienes se castigó con minuciosidad en cada salón, delante del fuego.
A la mañana siguiente, en la escuela, algunas niñas todavía tuvieron fuerzas para contar lo que habían escuchado, y se les lavó la boca con jabón.

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Imagen: Papercut by Elsa Mora

No toques nada, nadador

 

John Cheever se reiría de mí. O quizás ni perdería tiempo en ello. Cheever usa la palabra “estúpido” para referirse a aquellos escritores (sin dominio de su oficio) que claman que sus personajes tienen vida propia, y a aquellas invenciones que supuestamente huyen de sus autores y labran sus propios argumentos. Deleznable, diría, también.
Si llega a leer lo que escribí el otro día aquí en Champawat, eso de preguntarse si, de tanto escribir ficción, una acaba siendo un personaje de sí misma, seguro que me echaría a patadas de su cocktail party. Y yo tendría que huir, esta vez como un personaje prestado, nadando de piscina fría en piscina fría hasta alcanzar la carretera.
Yo les cuento todo esto porque todavía no había colgado aquí la entrevista que me hizo mi querido Hugo Clemente, autor del magnífico Cuaderno de Agua,
para su blog.
La anécdota gratuita y olvidable: contesté toda la entrevista de un tirón y me quedé leyéndola estupefacta como si la hubiera escrito otra persona (perdón, John). Decidí que esa no era yo. Y esperé dos meses, sin tocar nada, a que la vida se ajustara al habla de esa que contestó las preguntas. Quizás en ese gesto (el de ser insólitamente paciente, en el de confiar sin revisarse demasiado), quizás allí sí me acerque a lo que a veces hacen los escritores, y las personas, cuando saben. Cuando se saben. Qué poco sé ahora, de todas maneras.
Ligeramente esquizoides, todos nosotros, sí. Por algo paseamos por Champawat como si fuera un parque de diversiones. La tigresa ya se comió a 286 infelices, y el próximo puede ser uno de los nuestros. Uno de esos miles que llevamos dentro. Seguiríamos caminando, seguramente, pero tal vez ligeramente rengos de alguna de esas voces que cada tanto se nos trepan al hombro, como loritos, para gritarnos barbaridades en la oreja.
En ocasiones veo voces. Algunas hablaron con Hugo para No Toques Nada. La entrevista, aquí.

 

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Hiperolfato, sonrisa ultrasónica y otras virtudes de Berta.

 

Estoy con los ojos vendados en una mesa larga. Me acercan copas de vino y digo cuáles son. Es como jugar a las adivinanzas. Siempre fui la mejor jugando a las adivinanzas. Tanto probar vinos de aquí y de allá en las cenas caras que paga Casimiro, mi amante polaco, ha dado resultado. Los demás invitados alucinan:

—Esta muchacha. Esta muchacha es una auténtica nariz.

Casimiro ríe complacido. Oigo el chaskiboom de su dentadura. Chasquea lengua y dentadura frecuentemente, un tic que odio pero que no puedo mencionar para no ofenderlo.

—Mi Bertita es una joya.

Me besa la mano, y sigue besándome, brazo arriba, como Pepe L’Amour, hasta llegar al hombro, descubierto por el vestido color visón que me compré durante mi último ataque de pánico.

Me quito la venda.

—Ya está, me aburrí.

Sonrío con muchos dientes para que se luzca la limpieza de ultrasonidos que me pagó Casimiro.

—No no no, nada de eso — dice una señora con nariz de papagayo y aros de esmeraldas tan grandes que los lóbulos le cuelgan, estirados. Se ve que todavía falta una pequeña batalla de vinos de la tierra.

Levanto una ceja y miro a la Señora Papagayo. Más esmeraldas asoman entre los pliegues de su cuello arrugado, ocultas apenas por un tremendo chal de seda cruda color champagne.

Me recuesto en la silla durísima. Color champagne, color visón. Siempre cosas caras, llenas de glamour. ¿Por qué nunca decimos color primer pis de la mañana, color vómito de lentejas, color leche de soja rancia?

De hecho, un ligero pero inconfundible olor a pis me llega a través de la mesa. Duda entre la Señora Papagayo y la Señorita Vestido Blancanieves. Siempre hay una nostálgica de Disney en estas fiestas. Ajadas damiselas infantiloides y a la vez incontinentes.

—¿Me querés? —le pregunto a Casimiro.

—Sabes que sí. Eres una reina, y además estuviste fabulosa cuando describiste ese merlot.

—Repito las boludeces que leo en las revistitas del ramo— dijo a través de mi sonrisa ultrasónica, sin mover los labios, como Borisbecker.— Ya sé que me querés. ¿Soy linda? ¿Te gusta mi vestido?

—Eres fabulosa.

—¿Y mi vestido?

—También.

Pienso que nadie puede jactarse verdaderamente de hiperolfato si no es capaz de rastrear a una persona a través de los mares. En este momento, por ejemplo, extraño horrores a mi amiga la Micropunto. Sus cartas huelen a frustración, a otra dieta truncada, a galletitas Lincoln, a jugo Cepita de naranja y uva. Qué hago con estos datos, me pregunto. Adónde me lleva ese rastro. Todavía no puedo volver.

Tengo este hiperolfato desde chiquita. Siempre reconocí las colonias de las tías, quién se lavaba con jabón Heno de Pravia (náuseas totales), quién usaba jabón blanco de lavar la ropa.

Un par de copas más tarde, logré escabullirme con la vieja excusa de empolvarme la nariz y me fui a curiosear por la casa. Llegué al jardín de invierno, una estancia acristalada donde el aire era tan denso como en una selva. Caminé entre helechos de mi tamaño y otras plantas monstruosas que no reconocí, hasta que me di cuenta que no estaba sola. Un señor engominado, muy buen mozo, se paseaba bajo una especie de ficus de tronco retorcido y fumaba un cigarrillo. Había tanta humedad en el ambiente que la punta del cigarrillo parecía pintada. Le pedí uno. Me dijo que era una lástima que fumara, con mi olfato tan desarrollado. Yo contesté que sólo fumaba los fines de semana.

—Salgamos, aquí vamos a ahogarnos.

Abrió una puerta de cristal que daba a la galería y, más allá, el jardín. Afuera también había mucha humedad y las nubes bajas reflejaban el resplandor de la ciudad a lo lejos.

Siguió hablando maravillas de mi cata de vinos. Se ve que él podía conseguirme un puesto de nariz. Tenía muchos contactos. Yo podía elegir, bodega o casa de perfumes. Dije que muchas gracias, pero que ya tenía un trabajo.

—Ya tengo un trabajo.

—¿Y cuál es ese trabajo?

—Un trabajo antiguo y divertido. Adorno.

—¿Perdón?

—Dama de compañía— batí las pestañas y me reí escandalosamente, pero él no me celebró el chiste. Hay humores que son más difíciles de desenredar que jugar a las adivinanzas. Lo tomé del brazo y le hablé al oído (que olía levemente a gomina, caspa y cerumen):

— Cuando Casimiro se aburra de mí, pídale mi teléfono. Ahora no— lo miré a los ojos con expresión de cervatillo herido — el polaco es muy celoso.

—¿Dónde vais ahora?

No le dije que tenía muchas ganas de volver a casa y mostrarle el botín a mi amiga. Que tantos días sin poder compartir mi tesoro hacía que los estuches de maquillaje parecieran usados y deslucidos.

—Nos vamos unos días a unos balnearios en Suiza… después no sé— sonreí ante una idea súbita— Espero que haya raclette. Siempre me encantó la raclette.

—Seguro que encontrará raclette en Suiza — dijo el caballero, afable.

—Dios lo oiga. ¿Sabe qué? Siempre me quedo con hambre con tanto canapé minimalista.

El señor buen mozo se rió y los cristales temblaron un poco, como si le hubiera pedido prestada la risa a Jack Nicholson.

—Berta, es usted un encanto. Haré que le traigan más comida.

— No, no, más miniaturas de estas no.

—¿Qué le apetece?

—¿De verdad me pregunta? Entonces… Entonces, hágame un favor. Vaya a buscar a Casimiro y dígale que nos va a llevar a uno de sus lugares favoritos— hice una pausa para lograr unos ojos de Bambi convincentes.

No me costó mucho. Mirándome los zapatos color provoleta mojados de rocío, pensé en ese agujero que hacía días que no podía llenar, en lo mucho que extrañaba a mis amigas, en Borisbecker aullando en el balcón, en La Mezzeta, en Banchero, en El Cuartito, en Aceituna y su mandíbula temblorosa, y volví a mirar al señor con unos ojos que casi casi lloraban de verdad:

—Por favor, buen hombre, lléveme a comer una pizza.

 

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Imagen: Invernadero en Botanisk Have, Copenhague. Foto por Macky.

 

 

Liberen a Berta

 

  

Tanto actividad onírico-musical me deja absolutamente reventada. En el sofá, aturdida, me acuerdo de otro sofá. Me acuerdo de un almuerzo en un restaurante japonés de Barcelona, en mi primer viaje con Casimiro. Él se había quedado en el hotel. Un denso como tantos otros, viviendo exclusivamente para los clientes y los balances trimestrales, pero con mucho más dinero que los inmediatamente anteriores. Para reafirmar esta convicción, yo me fui de compras como si no hubiera un mañana. Y tal vez no lo había: no estaba segura en qué momento me pinchaban el globo con un pasaje de vuelta a mi departamento con las plantas secas en el balcón y demasiadas bandejas de delivery en la heladera.

De camino al restaurante había visto un grafitti brutal en una pared: Sólo solas somos libres.

Comí mi bol de fideos gruesos y sopa japonesa, y mastiqué un trozo de bambú y esa frase. Se me quedó pegada a una muela. Me empalagó después del postre crujiente de banana. Intenté bajarla con té kukicha. Enfurecida, admití que todo el almuerzo no sirvió para sacarla de mi organismo.  Algo dentro de mí sabía que tenía que aplaudir las veinte letras de esa frase, y otra quería salir corriendo al sofá Chester del hotel, a contárselo a su novio.

Qué disyuntiva, fijensé, la huida o el sofá. En el sofá, que tenía horario europeo, habría ojos entrecerrados, mantas de cashmere, el mando a distancia (o control remoto, como prefieran). En el sofá un rato más tarde estaría yo, como un gato, ronroneando al punto del espasmo, vendiéndome panza arriba, sin el menor atisbo de dignidad, por unas caricias, un bolso, dos vestidos y un neceser lleno de maquillaje nuevo, en primorosos estuches negros y dorados.

Había sido un almuerzo sexy, después de todo. Sexy por que estaba sola, y bien vestida. Sexy porque me había llevado una revista para no parecer que estaba tan sola. Sexy porque era un lugar en penumbra con mesas muy juntas, que invitaba a que se te sentara al lado algún ejecutivo, algún turista ricachón o algún otro espécimen de esos que nos gustan a las chicas solas. Me encantaba comer en ese lugar. Era sexy sobre todo porque consistía en sushi. Mi plato preferido era una sopa con fideos de esos muy gruesos y en forma de prisma alargado. Fideos con forma de paralelepípedo. Qué palabrita tan divertida. La aprendimos hace hoy un millón de años, ¿y sirve para qué? Tan sólo para esta clase de analogías, nada más que para eso. Cuando una llora a gritos porque no le sale la regla de tres compuesta, o porque no sabe cómo encontrar el objeto indirecto, los padres y los maestros siempre dicen estudiá que después te va a venir bien en la vida. Bueno, yo les informo: es mentira. Déjenme que les confirme: la mayoría de las veces esas cosas no sirven para nada. Salvo pequeños momentos cristalinos como este: un mediodía de lluvia en que pese a la humedad que te apelmaza un poco el peinado te sentís sexy y divina a partes iguales, y después de un rato de estar mirando fijamente el bol humeante te acordás la palabra, y podés aplicarla a la forma del fideo que forma el manojo que descansa en la sopa.

Paralelepípedo.

-Seño, se confundió, puso dos veces “le”.

-No, chicos, es así, está bien así.

Es un paralelepípedo, sin dudas, bastante alargado, y me gustaría saber a quién le sirve acordarse de una palabra así. Tal vez los arquitectos o ingenieros o diseñadores industriales encuentren una utilidad real para palabras como esa en sus vidas. A mí ni siquiera me sirvió para sacarme de la cabeza ese grafitti horrible, subversivo y mala onda. Por ende, después de pagar mi cuenta y dejar una buena propina corrí hacia el sofá de la habitación del hotel y me quise morir durante un rato hasta que Casimiro haciendo zapping enganchó Friends.

 

udon 2