El plan B de Berta

Aceituna me mira con cara de hiena enjaulada. De hecho estamos encerrados en el baño mientras, en el living, Borisbecker ladra como un poseso durante los breves instantes en que suelta la pantorrilla de Sambayón, que aúlla a su vez de dolor.

Al final, acá el único que muerde es Borisbecker, entre tanto perro quilombero.

-¿Por qué me hacés venir si va a estar el rusito forro este?

Me hago la compungida. Pongo trompita mientras le acaricio la mandíbula. Pone cara de dolor, pero es la rabia lo que le quema el maxilar.

Sambayón grita desde el living:

-¡La puta que te parió, perro puto!

Es así, esa es la opinión que tenemos todos acerca de Borisbecker. No hay nada que hacer.

– ¡A ver señora, dígale que me deje en paz!

Qué tierno, me dice señora. Señora, me dice, el muy enfermo. Merece que Borisbecker le deje la pantorrilla hecha puré. Aprieto los dientes y, cual un control remoto peludo, percibo telepáticamente que Borisbecker aprieta a su vez el gemelo de Sambayón. También percibo que Sambayón grita.

-¡Perro de mierda! Y vos, turra, nos podríamos dejar de joder ya con la jodita, ¿eh?

Vamos mejorando. Por lo menos nos vamos tuteando y ya no me dice señora. A este pendejo bien que le gustó mientras jugábamos al histeriqueo delivery todos los lunes y miércoles, que hay poco laburo. Pero ahora de repente no le divierte tanto el tema y se pone nerviosito y redundante y me pide que no jodamos con la jodita. Es lo que pasa: se les atasca la gramática en cuanto tienen a un perro a escasos centímetros de los genitales. Aunque sospecho que para los hombres como Sambayón todo está peligrosamente cerca de sus genitales. La vida entera gira alrededor de su tiki-taka. Misterios de cierto cableado masculino.

-Por qué me hacés esto- me dice Aceituna, sentado en el bidet, con el envase de telgopor del helado apoyado en la mandíbula. No me lo pregunta, me lo dice, con un siseo casi de tísico. El dulce de leche granizado asoma por debajo del celofán que separa el hielo seco de mis dos sabores de helado, y pronto amenaza con chorrearle cuello abajo. No se imaginan las chanchadas que se me ocurren en este momento. ¿A ustedes también? Puercos malpensados.

Suspiro un poco para mantener esta tensa atmósfera de telenovela. Me encanta Aceituna. Le tiembla la boca cuando me habla, de rabia y humillación, pero también de calentura. Este chico siente todo en sus carnes, como si fuera huérfano y yo le estuviera negando un vaso de agua. Pongo cara de ofendida:

-¡A mí, que sabés cómo pienso! A Bertita no le podés hablar así, lindo. Cuándo te traté mal yo a vos, decime cuándo.

El pibe se pierde por un instante, dirige los ojos a un río imaginario que crece trayéndole un camalotal de ira y frustración y después vuelve en sí.

-Te parece poco tener que ver cómo este pelotudo te transa en mi cara. En mi cara.

Lloraría, pero no me quiere tanto. En el fondo la rabia es porque Sambayón le pegó antes de que él pudiera reaccionar, cuando ni se le había ocurrido el recurso de la trompada, cuando todavía no se había dado cuenta de que la idea era que se pelearan por mí. Un poco de lucha libre de entresemana, para ponerle emoción a la cosa. Yo con mi vestido nuevo alentando desde el sofá. No salió exactamente según lo planeado: a Sambayón lo poseyó el espíritu de Bonavena y me lo noqueó al morocho a la primera de cambio. Borisbecker se asustó y se prendió a la pierna de Sambayón como abrazado a un rencor. Así no hay fantasía que se sostenga.

 

En honor a la verdad, el derecho de pernada lo tenía Sambayón, que como he dicho ya venía efectuando visitas sanitarias los lunes y miércoles, que son días tranquilos en la rotisería. Y como inauguró la liza con ese derechazo tan bestia él debería haber sido el vencedor. Pero yo no tengo estómago para negarle nada a Aceituna. Al morocho lo que es del morocho, porque el morocho se lo ganó. Ay, y de qué manera se lo ganó el morocho. Por eso lo encerré en el baño, para despertarlo con una ducha fría, y después le puse el cuarto de helado pegado a la cara, para calmarle el dolor y que se le pasara el revire. Por eso Borisbecker quedó encargado del rubio y gruñe mentalmente para que no me olvide de él y de que no va a poder aguantar mucho en su pose de perro guardián en el living.

-Ahora vuelvo.
-No, ya fue, yo me voy también.
-No, vos te quedás acá, yo le digo que se vaya y después vos y yo hablamos tranquilamente.
-No hay nada mas que hablar. Ya fue.

Oia. ¿A este qué le pasa? Paremos un cachito. ¡Como si yo le hubiera jurado amor eterno! ¿Qué parte de «cogemos después de pagarte las empanadas» no entendió? Sí, me gusta el morocho y sí, me inquieta su pose de galán de la barranca del río, y sí, esa inquietud hace que me caliente más todavía, pero no nos vayamos de mambo. Las cosas como son. Hay momentos en que quiero empanada de carne picante y momentos en que quiero chamuyo-Arnaldo-André, y a veces quiero las dos cosas al mismo tiempo. Pero el ingrediente fundamental de esta historia es el polvo después de la empanada de carne picante y el chamuyo, y eso no está ocurriendo.
Creo que tendremos que echar al guionista de esta telenovela.

Por lo pronto voy a echar a estos dos, uno después del otro. Vamos a ver cuán ofendido está Sambayón, y si todavía se puede salvar la ensalada rusa que se nos cayó en la refriega. De hecho, pienso que Borisbecker está dando sorprendentes muestras de autodisciplina, al mantener inmovilizado al rubio, habiendo tanta empanada y tanto pollo a su alcance.

deniro