Berta SS y la controversia de los Sea Monkeys

 

Tuve dos novios que me quisieron de verdad: Peluca y el Toto. Los demás, un rejunte de losers cósmicos. Sí, me traían flores, y me invitaban a comer a los mejores lugares. Los mejores lugares. El último se gastó una fortuna en restós antes de que lo dejara verme en bolas. Menú degustación a mí. Como tirar margaritas a los chanchos. Guardo en una lata de galletitas danesas los folletos de restaurantes con servicio a domicilio: sushi japonés auténtico, sushi de chino camuflado, pizza y pasta, rotiserías, empanadas, exóticos onda sirio hindú, parripollo. Tengo una colección de bandejitas de aluminio y plástico en las que recaliento ad infinitum trozos de pizza en el horno y porciones de pollo en el microondas. El encargado de mi autopsia, entre tanto policloruro de vinilo recalentado, tanta dioxina liberada, se preguntará si está abriendo a una mujer o a un maniquí. Relleno las botellas de agua mineral con agua de la canilla y dejo que se condensen. Me gusta mirarlas al trasluz. Espero, algún día, poder crear mi propia variedad de Sea Monkeys.

—¿Vos tuviste Sea Monkeys?

— No, mis viejos eran conservadores. No pasamos del ludo y la lotería, y, mucho después, el Atari.

— Yo tuve Sea Monkeys. Eran una garcha, no se veía nada. También hice lo de los cristales de aspirina en agua. Eso era más flashero.

—¿Por qué hablás como si tuvieras doce años?

—¿Para eso me llamás? ¿Para hablar de los Sea Monkeys y después insultarme?

— Yo no te llamé, infeliz, hace doce días que me seguís por toda la ciudad para hacer que nos encontremos por casualidad.

— Al final es verdad que sos una enferma. Me voy.

— No te vas, te estoy echando yo, nabo.

— No tenés huevos.

— No, lindo, huevos tienen los trabas de Godoy Cruz que vas a ir a ver ahora.

— Loca de mierda.

— Andá, andá. Boludazo.

— ¡Frígida!

No, no tengo respeto por nada. Y menos por el orgullo de un loser. Estoy harta del típico porteño piola, muy perfumado, con músculos inflados en el gimnasio, con un kit de bromas y muletillas con doble sentido listas para usar. Como si estuviera siempre llegando a una despedida de soltero. Te presiento.

En cambio, a mis amigas les gustan justamente esos.

— Qué tubos que tiene, está re fuerte.

—¿Por qué hablás como si tuvieras doce años?

— Perdón.

Abro la heladera y rebusco en las cajas de papel aluminio. Elijo un chikenito frío y arrugado. Todavía sabe lejanamente a pollo. Borisbecker se levanta de su letargo en el rincón de los juguetes y llora. Siempre llora este perro puto. Lo amenazo con el dedo en alto. Me dirige un último lloro antes de volver a su sitio y acostarse, ofendido. Le tiro lo que queda del chikenito y lo atrapa en el aire como un perro bueno. Me tomo un gran vaso de agua saborizada. Me gusta cuando en las explicaciones de las dietas ponen eso: un gran vaso de agua, un gran plato de lechuga. Como si semejante apreciación del tamaño de la vajilla nos devolviera la alegría al espíritu. Todos saben que el verdadero júbilo espiritual es un plato de fetuccini tuco y pesto de Pippo.

Antes de que haya confusión alguna: yo nunca hago dieta. Finjo que hago dieta más que nada para acompañar a mi amiga, la Micropunto. Guardo copias de sus dietas para saber en qué fase estamos y así poder apoyarla. Está la fase ataque del astronauta, la fase mantenimiento de Scarsdale, la fase me-como-todo-el-kiosco-de-la-esquina. Yo soy de esas que pueden comer de todo sin engordar, sin que les salga un grano inoportuno. Esto me recuerda que tengo que prenderle una nueva vela a San Genaro, que me protege el hígado, y otra a San Pancratius, que me protege el páncreas. Borisbecker emite un ladrido grave y sonoro, y se sienta muy derechito en su lugar mientras prendo las velas. La cocina se ve muy vacía a la luz de las velas. El verano se retuerce en las macetas secas del balcón y no sé a quién llamar.

 

 

 

 

 

 

Fotografía by Guy Bourdin

 

Berta SS (Siempre Sexy)

Creo que soy de esas a las que le va a colgar el cuello, fláccido, como una tortuga de Galápagos. A menos que me decida hacer algo al respecto, pero ya. Me pregunto cuánto tiempo falta para que tenga que hacerme peinados hacia arriba, incorporando mucho aire. Mi poco pelo de repente adquiere las propiedades de unas claras a las que hay que dejar a punto de nieve. ¿Cuánto tiempo falta para que la mente funcione de tal modo que teñirse las canas de lila metalizado parezca una buena idea?

¿Cuánto para necesitar dientes postizos? ¿Y para empezar a despedir olor a apolillado, a encía enferma, a pis? Mirarse las sienes encanecidas en el espejo me hace lanzar estas preguntas al éter. Designio evolutivo que deja bien claro cuáles son los especímenes ya pasados de rosca, los que no deberían ser deseables en las rondas de apareamiento. Lamento decepcionarlos pero, a pesar del cuello y las dudas, Berta se encuentra ahora más a punto de caramelo que a los veinte. Pequeños milagros de la adultez.

-Te cambió el pecho.

-Sí, viste.

Yo, Berta, de costado en la cama, como una maja desnuda con las medias puestas, me miro. El brazo de arriba toma la forma de la cadera y ayuda, ya que estamos, a disimular algún que otro pliegue. El pelo cae en estudiada catarata sobre el hombro. Me abro un poco de piernas y Borisbecker, mi perro, viene y me huele el pubis. Lo dejo, pero de repente me da miedo que ataque esta pequeña maraña con los dientes. Desde aquí huelo su aliento fétido. Lo echo. Se me desarma la pose. El espejo capta una imagen desparramada que quiero olvidar. Me cago en el perro, y en la puta que lo parió. Me levanto, voy hasta la cocina, me abro una botella de vino. Hay dos sartenes con restos de cebolla; todavía no aprendí a saltearla y hago experimentos consecutivos pero algo falla. Al ver las sartenes grasientas, la cebolla quemada y cruda al mismo tiempo, algo se me clava en el pecho y me enrojece el campo de visión. Estrellaría las sartenes contra el suelo, pero después tendría que limpiar. Ay, Berta, Bertita. ¿Por qué no podés ser sexy a todas horas?

—¿Qué comerías?

—¿Si tuviera que ser sexy a todas horas? Sushi delivery. Palito, mojar el cosito, niguiri con los dedos, mojar otra vez. Después lo metés todo en la bolsa en la que vino y listo. Los japoneses la tienen re clara.

En la heladera, entre el queso de rallar y los restos de pollo al spiedo, en medio de las aguas saborizadas y el pan lactal, hay cuatro tarros de crema facial euforizante, de la marca japonesa que uso habitualmente. Dicen que si la guardás en la heladera los beneficios son mayores. La crema japonesa refrigerada no alcanza a borrar mi expresión de cansancio y tristeza, y me produce un escalofrío certero cada vez que me la echo, fría como dedos de muerto, en la cara.

—¿Por qué seguís haciéndolo?

Por qué sigo haciéndolo. Porque es japonesa. Porque hay que ser constante, por eso. Por que hay que insistir en los pequeños gestos de belleza diaria.  Porque a veces, en medio del ritual de la crema euforizante, cierro los ojos y aparezco en una planicie helada. Todo resplandece de nieve. Me congelaron como a Walt Disney, me mantendré siempre sexy, siempre apetecible como un Conogol recién desenvuelto. El futuro es tan blanco y brillante que debería usar anteojos de sol. Después pienso que si a los demás también los congelaron no habrá nadie para admirarme. Lloro un poco. Las lágrimas resbalan sobre la piel helada, falsamente euforizada. Borisbecker me lame los dedos fríos.

 

 

 

Imagen: Illustration from the series Femina Plantarum, by Elsita/Elsa Mora