Berta SS, primera temporada triunfal

Agitados días, amigos atigrados. La buena nueva es que la cobertura ha vuelto a Champawat. Pero todo indica que los guionistas de Berta SS han aprovechado la desconexión para huir – ellos se juntan, el viento los dispersa.
Antes la imposibilidad de ubicarlos y traerlos de una oreja, esta vecina decide cerrar la temporada con una necesaria lista de episodios. Disfrúténlón.

Y gracias desde ya a la teleaudiencia y los radioescuchas por seguir atentamente cada uno de los 16 episodios de esta primera y triunfal temporada. Berta los quiere y Borisbecker se hace pis de contento y después se revuelca sobre sus propias humedades.

Berta SS – 1×01 Berta SS (Siempre Sexy)
Berta SS – 1×02 Berta SS y la controversia de los Sea Monkeys
Berta SS – 1×03 El Jesús personal de Berta SS
Berta SS – 1×04 Berta SS y el espacio-tiempo
Berta SS – 1×05 El malhumor de Berta y sus amigas
Berta SS – 1×06 Berta llama a la rotisería
Berta SS – 1×07 Aceituna y sambayón
Berta SS – 1×08 El plan B de Berta
Berta SS – 1×09 Algo tiene que pasar
Berta SS – 1×10 Liberen a Berta
Berta SS – 1×11 Hiperolfato, sonrisa ultrasónica y otras virtudes de Berta
Berta SS – 1×12 Berta y los perros
Berta SS – 1×13 Berta llama a la Residencia Bogdanovich
Berta SS – 1×14 Micropunto al habla
Berta SS – 1×15 Berta hace la tercera llamada
Berta SS – 1×16 Berta, Micropunto, taxi driver, Severino

 

fontenoy

Photograph of blood and milk by Frederic Fontenoy

Berta, Micropunto, taxi driver, Severino

 

Esto es un nuevo capítulo de la historia de Berta SS (Siempre Sexy). Si Vd. se perdió los capítulos anteriores, puede encontrarlos todos pinchando aquí.

Me subo al taxi. La Micropunto me espera arrebujada en una de sus chalinas de setenta y cuatro metros. Empiezo a hablar pero ella levanta un dedo admonitorio, levanta otro y luego la mano se le vuelve araña temblorosa que va a apoyarse en su sien sempiternamente dolorida.
A veces la Micropunto me odia. Pero su odio es pasajero y al final siempre me saca las papas del fuego. Yo también lo hago con ella, de vez en cuando. Después de todo, es mi mejor amiga.

Le doy un beso en la mejilla para suavizar el tema. Hace una mueca pero está tan removida que hasta lagrimea de la impresión.

El taxista parece esperar, con toda la razón del mundo, una señal.

—Se lo digo yo o se lo decís vos.

—A ver cómo se lo decís.

—Señor, vamos cerca de la avenida Maipú, cerca de la Quinta de Olivos.

—¿A provincia? – se gira el hombre, incapaz de contener la emoción de llevarnos al mundo más allá de esa muralla china que es la General Paz.

—Sí, señor, a provincia.

—¿Y a qué calle exactamente?—pregunta el desdichado.

La Micropunto suele emitir un sonido de institutriz alemana antes de empezar a hablar, por lo general cuando está contrariada, que es el 98% del tiempo. Una mezcla de suspiro y respingo. El chofer y yo nos sobresaltamos adecuadamente. Para el pobre hombre es su primera vez, y yo no atino a acostumbrarme.

—(respingo) Más o menos a dos cuadras de la quinta, yo le indico.

Ella sabe que esas tres palabras no se le pueden soltar a un taxista así como así. El taxista refunfuña, mira por el retrovisor, sube la radio, hace toda la performance del chofer agredido, en fin.
Me inquieta que Puntito no haya tenido una historia preparada para algo tan básico como las instrucciones para el chofer que nos llevará a la Residencia Bogadnovich. La miro de reojo y veo que no le gusta nada la idea de volver, pero nada de nada.
El resto del viaje transcurre con la radio a full y nosotras en silencio. Alguna que otra vez la Micropunto me mira y mueve la cabeza. Cuando pasamos por Philips me agarra la mano.
Unos minutos más tarde, comienza a estrujarme los dedos. Yo no digo nada. Cuando se me corta la circulación le palmeo el hombro y le recuerdo que no estamos volando, que es sólo un taxi.
Cada tanto hay que repetirle las cosas. Tuvo un mal viaje de pepa en un vuelo a Bali y a veces le flamea un poco la percepción.

Cuando llegamos a la quinta Punto se recompone a medias, le da un par de indicaciones embarulladas al taxista, que está sentado al borde del abismo de la puteada y el lanzamiento de matafuegos.
Finalmente nos bajamos. Caminamos cuatro cuadras, giramos a la derecha, una cuadra más, dos a la izquierda y después ya me perdí gracias a la Micropunto que es muy hábil despistando a los posibles mercenarios.
Llegamos a una calle con sauces y una garita solitaria. Está bastante oscuro.
No sé en qué momento nos volvimos a agarrar de la mano, pero ahí estamos, paradas a pocos metros de la garita y sus cristales polarizados. Suelto la mano de la Micropunto, carraspeo y empiezo a caminar decidida, pero Punto me tira de la manga. Sus ojos dicen que recuerde que no hay que hacer movimientos bruscos.
Me paro frente a la garita, que distorsiona mi reflejo, como el espejo de un parque de diversiones. Abro la boca y antes de poder decir una palabra, se abre la puerta y aparece Severino.

loneliness

 

Imagen: Their loneliness upon returning was vast, by Tracy Jager/ livingferal

Berta y los perros

 

 

 

No me hace bien quedarme sentada en el sofá acordándome de Casimiro y ese viaje que me mezcló tanto los sentimientos, así que me levanto y meto la cabeza debajo de la canilla. Hay recuerdos que sólo se quitan con agua fría. Además siempre me queda bien el pelo mojado.  A los hombres le gusta, les da una sensación como de intimidad, de ducha compartida. Les hace pensar en otras humedades, o en alguna película sudorosa de cárcel de mujeres o reformatorios o algo así.

Al de Santa Teresita le encantaba mi pelo mojado porque le encantaba Edda Bustamante, por ejemplo. Ven, cómo se me va a ocurrir salir con alguien de Santa Teresita. Son esas cosas que pasan en las vacaciones. Vas a la costa y conocés a alguien de Santa Teresita y por algún motivo te quedás pegada. La manera de hablar, las pausas, sus pasión por los coches y las películas de reformatorios, yo qué sé. Todo eso que parece tan tierno y exótico al principio cuando pasan dos meses lo usás en su contra. El de Santa Teresita y yo no tuvimos dos meses. Todo el tiempo me decía que me iba a venir a ver y después no fue capaz de tomarse un micro. Se gastaba toda la plata en repuestos pero no tenía preparado el auto y por eso no venía, pero decime vos si no podía sacar el auto aunque no tuviera el alerón perfecto, aunque se le viera la fibra de vidrio por un costado. No tenía plata para el micro, tampoco, porque se la había gastado toda en el alerón. Un pelotudo.

Otro al que conocí con el pelo mojado fue el de la rotisería fashion. Una de esos delivery modernos, muy iluminados. Es el horror de nuestra época, reformar algo tan tradicional y sencillo como una rotisería. Me produce la misma urticaria que a la Micropunto con sus bares. Mi amiga la Micropunto llora y se lamenta por todos esos bares de Corrientes, porque esa es la onda que le iba a la Micropunto. Llora por los bares de mesas marrones, donde la gente llegaba luciendo libros como cucardas, que de repente se transformaron en peceras dicroicas con barras modernosas, y los mismos mozos de siempre con una mueca nueva y triste.

Y eso es lo que pasa: una va a una rotisería fashion y se encuentra con elementos indeseables, como el mamerto este que me crucé esa vez. Él era flaco y paseaba un perro afgano y eso tendría que haberme dado la primera pista de que era un nardo. ¿Saben por qué? Porque los tipos que valen la pena se pasean con pastores. Pastor alemán, pastor belga. Pastor irlandés, si me apurás. Doberman y pitbulls no, que son unos perros de mierda, neuróticos como sus dueños, y una no quiere ese toque en un hombre. Pero un hombre que pasea pastores está bien. Un perro viril, con porte. ¿Y los que valen la pena? Los que se pasean a sí mismos como si fueran el campeón del barrio. Los que se mueven como por una competición de salto y obediencia, divinos, seguros de sí mismo.¿Otros que valen la pena? Los que no tienen ningún perro, ninguna cuenta en la tienda de alimento balanceado, ningún gasto extra de veterinarios, esos se pueden gastar toda la platita en vos. ¿Y los mejores de todos? Los que pasean a sus novias de la manito como trofeos, vestidas y perfumadas y divinas. Esos mismos. No importa si ellos van con jogging y ellas divinas, ahí el trofeo es una y ellos lo saben, y nos dejan que brillemos. (Si la mina es una misma, mucho mejor claro).

Pero yo me vengo a fijar en este huevón, con el afgano. Perro fifí de pelo largo, seguro que tenía el sofá lleno de pelo blanco, imposible ir con una petite robe noir a un hogar con afgano, pero todo esto lo estoy imaginando, porque el muy mamerto nunca me invitó. Me lo transé contra un árbol en la calle que llevaba a la estación, cada uno con su bolsita con el pollo al spiedo, él con ensalada rusa, yo con papas fritas, yo con la otra mano ocupada con la correa de Borisbecker que quería hacerle un reconocimiento anal al afgano (para Borisbecker cualquier agujero es trinchera), el señorito también con las dos manos ocupadas, claro, con la que no sostenía el pollo sostenía al perro, a la correa del perro quiero decir. Y, un dolor de ovarios, qué quieren que les diga, transar así, sin manos, en medio del baile de Borisbecker y el afgano que me iba a llenar la ropa de pelos. Y como me agarró con la guardia baja se me ocurrió darle mi teléfono y, obvio, después me arrepentí. Entonces hace rato que no voy a la panadería de la vía, que tanto me gusta, por no pasar por la rotisería fashion. Porque no tengo ganas de encontrarme a este salame.

 

Borisbecker abre un ojo en medio de su sueño post-canto-tibetano y me recuerda que no hay orto que me venga bien. Y que tampoco me salen demasiado bien las cosas últimamente.

Desde el sofá, con el pelo mojado y esta corriente que me viene derechito del balcón para provocarme una tortícolis o una sinusitis, pienso que, como siempre, este perro puto tiene razón. Esto no es el ensayo general. Esto es la posta. ¿Me voy a pasar la vida así, pensando qué me favorece más, si el rubio claro claro, el rubio dorado ceniza o el rubio muy claro dorado? ¿Me favorece ante quién? ¿Ante los que no sueltan la bujía para ir a verte o antes los que le dan más bola al perro que a vos? ¿Si me tiño el pelo de rubio platinado le gustaré más a los amantes de los afganos? Tanta depilación, tanto gel de zanahoria, tanto bajarse los breteles en la playa para que no tener marcas en el escote y ¿de qué me sirvió?

Tal vez tenga que dejar de pasarme la vida sentada en el sofá escuchando a mi perro castigarme telepáticamente. Necesito un plan de acción ya. Sólo se me ocurren tres personas que puedan ayudarme.

 

 

afghan-hound83 

 

 

 

Algo tiene que pasar

 

Hubo un error de cálculo en mi plan con los repartidores. Al final acabé estresada y con dolor de cabeza: Aceituna se fue gritando pero rapidito, con el culo fruncido mientras Sambayón aguantaba inmovilizado por Borisbecker, el palier reverberando con las puteadas de Aceituna, la vecina de arriba asomada por el hueco de la escalera mientras Namasté, su caniche, resbalaba de excitación en las baldosas de tanto saltar con esas patitas mochas. Después tuve que bajar y asegurarme que Aceituna no estuviera esperando atrás de una árbol antes de hacer salir a Sambayón, que también puteaba mientras se subía a la moto. El portero aprovechó ese preciso momento para lustrar el picaporte de bronce, que ganaría un Óscar al Lustre Definitivo, pero con el portero no se jode; más vale tenerlo de amigo.

Cuando vuelvo arriba Borisbecker está lamiendo la ensalada rusa del parquet. No tengo estómago para retarlo, con lo bien que se portó de carcelero de Sambayón, además de bancarse como un señorito las muy diversas tentaciones desparramadas a su alcance. Cuando termina con la ensalada el parquet brilla como si en esta casas nos deslizáramos sobre patines de lana. Evidentemente Borisbecker también está nominado al Lustre Definitivo. Le tiro media empanada; dicen que el aceite le hace bien a las maderas nobles.

Me termino las empanadas que quedaban, y ataco el cuarto de helado, ya medio derretido. El envase huele ligeramente a Aceituna, su perfume de huérfano del río, y me dan ganas de llorar. Aceituna con esa mandíbula hermosa, tan enojado. Sambayón tambien me miró muy mal cuando puso la moto en marcha. No les robé ni un beso a ninguno de los dos. Si les digo la verdad, me siento bastante pelotuda.

Estos son los momentos en que hay que llamar a las amigas, o demostrar que una tiene aguante. Junto al inalámbrico, la carpeta de las dietas me recuerda que estamos en el día cuatro de la sopa del astronauta, por lo que la Micropunto debe estar desintoxicada e intratable.

Opto por la autosuficiencia y, aunque estoy notablemente perjudicada por la ingesta de cinco empanadas y media de carne picante, logro poner un poco de orden: meto el pollo y las papas en la heladera, y congelo la pascualina. Por el balcón abierto oigo los cantos tibetanos de la boluda de arriba, y a Namasté, la caniche, haciéndole los coros. Yo no sé qué le ve Borisbecker a Namasté, pero es empezar con los cantos tibetanos y los dos perros se ponen a armonizar sus lloriqueos.

En vano intento distraerlo, telepáticamente primero, a los gritos después. El llanto afinado de Namasté debe tener un atractivo sutil que se me escapa. Dejo a Borisbecker en el balcón, aullándole a su perra yóguica y me acurruco en el sofá.

Seguro que hubo alguna época en la que no tenía que depender del delivery para divertirme. ¿Dónde fueron a parar esas noche locas de la juventud? ¿Cómo nos divertíamos antes?

Borisbecker interrumpe su llanto lánguido durante el tiempo suficiente como para enviarme un recuerdo certero: yo pegada al teléfono, esperando que llamara el Toto, la cara desfigurada por el llanto y los celos, un pañuelito turquesa apretado junto a la boca para no gritar. Y de yapa, otro más: perdida en una fiesta en una quinta, como sonámbula, cocktail en mano, mientras mi pareja de esa noche se dedicaba a impresionar a potenciales clientes con anécdotas interminables. Y un polvo con un señor en las reposeras, habiendo soplado previamente todas las velitas de diseño que iluminaban ese extremo de la pileta. Y horas esperando taxis que me llevaran a mi casa. Y un montón de cenas carísimas con tipos que se miraban hasta en el reflejo de los tenedores. Y el Toto y Peluca, que me quisieron tanto.

Y taxis, muchos taxis. Despedidas en los taxis y taxistas teniendo que limpiar los asientos traseros. Y despedidas en los umbrales bajo la lluvia. Y volver a casa mojada pero sin beso. Algún día, una lluvia de verdad se llevará toda esta basura de las calles.

Veo una calle cualquiera, con adoquines brillantes, y todas las puertas son la puerta de mi casa. En cada umbral me espera un chico. Todos tienen remeras lindas, el pelo desprolijo, sonrisas prometedoras. Yo estoy parada en medio de la calle y no puedo decidirme. Me gustan todos. Los voy llamando con el dedito como para sacarlos a bailar pero después me arrepiento porque me gusta más el de al lado. Giro sobre mí misma, aturdida y enamorada. Los quiero a todos.
Algunos empiezan a mover los pies con impaciencia. Un sonido leve pero implacable. Otros chasquean los dedos al ritmo de un metrónomo invisible. Los flequillos se sacuden, las caderas se agitan. El aire se pone denso y los árboles deforman sus copas, que alcanzan las nubes. Se encienden carteles de neón. Un reflector barre la calle en busca del amor. Algo está a punto de pasar. Dios mío, algo tiene que pasar.

De repente se oye, en la lejanía, un repiqueteo arrítmico, fuera de lugar. Un tiqui tiqui tiqui. Un ruidito molesto. Se acerca. ¡Es Borisbecker con sus pasitos de claqué! Se para en dos patas, como una ardilla disecada, y me habla:

– Algo tiene que pasar. Puede ser. Pero ¿una comedia musical, Bertita? ¿Estás segura?

Me despierto con la borla del almohadón labrada en la mejilla. Mi esófago tiene vida propia y su revestimiento ondula golpeado por olas de ají molido y grasa de pella. Creo que es hora de prenderle una vela a San Genaro y tomarme una hepatalgina.

 

picture-of-john-travolta-in-grease-large-picture

El plan B de Berta

Aceituna me mira con cara de hiena enjaulada. De hecho estamos encerrados en el baño mientras, en el living, Borisbecker ladra como un poseso durante los breves instantes en que suelta la pantorrilla de Sambayón, que aúlla a su vez de dolor.

Al final, acá el único que muerde es Borisbecker, entre tanto perro quilombero.

-¿Por qué me hacés venir si va a estar el rusito forro este?

Me hago la compungida. Pongo trompita mientras le acaricio la mandíbula. Pone cara de dolor, pero es la rabia lo que le quema el maxilar.

Sambayón grita desde el living:

-¡La puta que te parió, perro puto!

Es así, esa es la opinión que tenemos todos acerca de Borisbecker. No hay nada que hacer.

– ¡A ver señora, dígale que me deje en paz!

Qué tierno, me dice señora. Señora, me dice, el muy enfermo. Merece que Borisbecker le deje la pantorrilla hecha puré. Aprieto los dientes y, cual un control remoto peludo, percibo telepáticamente que Borisbecker aprieta a su vez el gemelo de Sambayón. También percibo que Sambayón grita.

-¡Perro de mierda! Y vos, turra, nos podríamos dejar de joder ya con la jodita, ¿eh?

Vamos mejorando. Por lo menos nos vamos tuteando y ya no me dice señora. A este pendejo bien que le gustó mientras jugábamos al histeriqueo delivery todos los lunes y miércoles, que hay poco laburo. Pero ahora de repente no le divierte tanto el tema y se pone nerviosito y redundante y me pide que no jodamos con la jodita. Es lo que pasa: se les atasca la gramática en cuanto tienen a un perro a escasos centímetros de los genitales. Aunque sospecho que para los hombres como Sambayón todo está peligrosamente cerca de sus genitales. La vida entera gira alrededor de su tiki-taka. Misterios de cierto cableado masculino.

-Por qué me hacés esto- me dice Aceituna, sentado en el bidet, con el envase de telgopor del helado apoyado en la mandíbula. No me lo pregunta, me lo dice, con un siseo casi de tísico. El dulce de leche granizado asoma por debajo del celofán que separa el hielo seco de mis dos sabores de helado, y pronto amenaza con chorrearle cuello abajo. No se imaginan las chanchadas que se me ocurren en este momento. ¿A ustedes también? Puercos malpensados.

Suspiro un poco para mantener esta tensa atmósfera de telenovela. Me encanta Aceituna. Le tiembla la boca cuando me habla, de rabia y humillación, pero también de calentura. Este chico siente todo en sus carnes, como si fuera huérfano y yo le estuviera negando un vaso de agua. Pongo cara de ofendida:

-¡A mí, que sabés cómo pienso! A Bertita no le podés hablar así, lindo. Cuándo te traté mal yo a vos, decime cuándo.

El pibe se pierde por un instante, dirige los ojos a un río imaginario que crece trayéndole un camalotal de ira y frustración y después vuelve en sí.

-Te parece poco tener que ver cómo este pelotudo te transa en mi cara. En mi cara.

Lloraría, pero no me quiere tanto. En el fondo la rabia es porque Sambayón le pegó antes de que él pudiera reaccionar, cuando ni se le había ocurrido el recurso de la trompada, cuando todavía no se había dado cuenta de que la idea era que se pelearan por mí. Un poco de lucha libre de entresemana, para ponerle emoción a la cosa. Yo con mi vestido nuevo alentando desde el sofá. No salió exactamente según lo planeado: a Sambayón lo poseyó el espíritu de Bonavena y me lo noqueó al morocho a la primera de cambio. Borisbecker se asustó y se prendió a la pierna de Sambayón como abrazado a un rencor. Así no hay fantasía que se sostenga.

 

En honor a la verdad, el derecho de pernada lo tenía Sambayón, que como he dicho ya venía efectuando visitas sanitarias los lunes y miércoles, que son días tranquilos en la rotisería. Y como inauguró la liza con ese derechazo tan bestia él debería haber sido el vencedor. Pero yo no tengo estómago para negarle nada a Aceituna. Al morocho lo que es del morocho, porque el morocho se lo ganó. Ay, y de qué manera se lo ganó el morocho. Por eso lo encerré en el baño, para despertarlo con una ducha fría, y después le puse el cuarto de helado pegado a la cara, para calmarle el dolor y que se le pasara el revire. Por eso Borisbecker quedó encargado del rubio y gruñe mentalmente para que no me olvide de él y de que no va a poder aguantar mucho en su pose de perro guardián en el living.

-Ahora vuelvo.
-No, ya fue, yo me voy también.
-No, vos te quedás acá, yo le digo que se vaya y después vos y yo hablamos tranquilamente.
-No hay nada mas que hablar. Ya fue.

Oia. ¿A este qué le pasa? Paremos un cachito. ¡Como si yo le hubiera jurado amor eterno! ¿Qué parte de «cogemos después de pagarte las empanadas» no entendió? Sí, me gusta el morocho y sí, me inquieta su pose de galán de la barranca del río, y sí, esa inquietud hace que me caliente más todavía, pero no nos vayamos de mambo. Las cosas como son. Hay momentos en que quiero empanada de carne picante y momentos en que quiero chamuyo-Arnaldo-André, y a veces quiero las dos cosas al mismo tiempo. Pero el ingrediente fundamental de esta historia es el polvo después de la empanada de carne picante y el chamuyo, y eso no está ocurriendo.
Creo que tendremos que echar al guionista de esta telenovela.

Por lo pronto voy a echar a estos dos, uno después del otro. Vamos a ver cuán ofendido está Sambayón, y si todavía se puede salvar la ensalada rusa que se nos cayó en la refriega. De hecho, pienso que Borisbecker está dando sorprendentes muestras de autodisciplina, al mantener inmovilizado al rubio, habiendo tanta empanada y tanto pollo a su alcance.

deniro

Aceituna y sambayón

Las instrucciones fueron claras: medio pollo al spiedo, papas rejilla, ensalada rusa, media docena de empanadas. Y dos porciones de pascualina, que siempre congelo inmediatamente.  Me gusta tener comida sana a mano para cuando viene mi amiga la Micropunto. La tranquiliza ver algo verde en el plato, aunque esté asanguchado entre numerosas capas de hojaldre y lleno de salsa blanca, espesa como para empapelar una habitación.

Antes de colgar, puedo oír el grito del rotisero, que destila amor:

—¡Berta, muchachos!

No llego a escuchar la respuesta. Pero me imagino la trastienda de la rotisería como una vasta sala de calderas donde jóvenes sudorosos, con la parte superior del mameluco azul caída, se levantan la máscara de soldar para mostrar los dientes en una sonrisa que hace salir el sol en sus caras manchadas de grasa.

Eso en primer plano. Detrás, y al mismo tiempo (para qué sirven los ensueños, si no es para que una pueda dirigir sus propias películas), detrás, al escuchar mi nombre, una multitud de empleados de la rotisería, con camisetas rayadas, dan vivas y echan sus sombreros al aire. Como en el momento crucial de una película de submarinos, cuando la aguja del barómetro se aleja por fin del sector rojo y el cacharro deja de sonar a abolladura perpetua.

Captura de pantalla 2012-08-22 a las 13.26.56

Sí. En el breve instante en que cuelgo el inalámbrico puedo distinguir todos estos detalles del daydream. Y sí: todos los empleados, enamorados de la manivela del spiedo, llevan sombrero de marinero, tienen cara de rusito, ojos verdes abotagados por el vodka, o tal vez entrecerrados por media vida soportando el viento de la tundra, y una nariz como la del baterista de Iron Maiden.

Me muerdo una cutícula mientras marco el siguiente número. Ahora toca la heladería de la plaza. Me atiende la misma víbora de siempre, con su voz frustrada y nasal. Siempre pido lo mismo: dos cuartos de dulce de leche granizado y sambayón. Siempre implota su cerebro por un instante antes de preguntar:

—¿Dos cuartos? ¿Del mismo gusto? Te mando medio kilo, entonces.

Y murmura algo, la muy perra. Puedo ver sus raíces crecidas, las pulseras que le llegan hasta el codo.

—No. No me mandes medio kilo. Quiero los dos cuartos por separado.

—Del mismo gusto.

—De los mismos dos gustos, sí, dulce de leche granizado y sambayón.

No tengo por qué explicarle que para mí es importante tener siempre un cuarto kilo tapadito y prístino en el freezer. Es importante como para ella debe ser importante, qué sé yo, su telenovela de las cuatro.

Una vez superado el escollo de la telefonista de la heladería, sólo queda esperar que lleguen mis pedidos, y calmar a Borisbecker, que ya saliva como yo. Voy corriendo a la cocina y le prendo una vela a la Desatanudos para que esta vez no se equivoque y me mande al repartidor morocho de la heladería, y al rubio de la rotisería, con sus ojos aguachentos y la barba siempre crecida.

Deben estar pensando que soy así de previsible. No les basta mi ensueño de acorazado Potemkin para convencerlos. Ahora esperan una escena de Traci Lords, algo salido de una secuela de Debbie Does Dallas.

Se piensan que me puse este vestido, que hice todo mi ritual secreto de hidratación y exfoliación con la intención de comerme a los repartidores, como quien mastica una empanada mendocina seguida de una chupadita al helado de dulce de leche. De hecho me imaginan alternando un bocado de empanada con un mordisco de cucurucho. Una aceituna y una cucharada de sambayón.

Me ahorro el comentario telepático de Borisbecker al respecto. Son todos unos malpensados. Puercos malpensados.

Mi vida es ligeramente más compleja.

 

Berta llama a la rotisería

Las rotiserías y yo somos grandes amigas. Cuando lo que único que quede sobre la faz de la tierra sean las cucarachas, Keith Richards y los cadáveres incorruptos de Borisbecker y su dueña, los arqueólogos extraterrestres descubrirán una huella profunda en el asfalto de esta ciudad desolada. La huella será la que dejen en el asfalto todos los repartidores de todas las casas de comida con servicio a domicilio, urdiendo su incalculable laberinto (atenti que pongo cursivas, no sea que venga Kodama y me baje la persiana). Su laberinto, decía, hasta la puerta de mi casa. Las ruedas de motos y más motos troquelarán el pavimento de los cien barrios porteños en una línea de puntos que llegue hasta mí. En la atmósfera reverberará todavía el eco de la última conversación telefónica de la humanidad que, estadísticamente, sólo podrá ser mi segunda llamada a la rotisería para pedirles que, por favor, no se olviden que mi porción de budín de pan no lleva jamás azúcar quemada.

Me gusta pensar en lo que quedará de Berta cuando todo haya estallado. Me conformo con pequeñas cosas, la marca de la moto en la ciudad, la emoción del rotisero pensando en mí un segundo antes de la bomba. El rotisero con la mirada perdida en la puerta del horno, pensando, qué grande esta chica Berta, eh, nuestra mejor clienta, que lo tiró. El anhelo de provocar en la mente de ese último rotisero algo muy similar a la felicidad.

También me desvela la posibilidad de que la bomba caiga antes de que me haya comido el budín de pan, pero ese es un riesgo que debo correr.

Pero no se crean que siempre llamo al repartidor, no. Muchas veces me gusta también deambular un poco con Borisbecker, alargar el paseo nocturno, y dejar que me seduzca la vidriera de un local de empanadas al azar, o una panadería con pilas de sanguchitos de miga tapados por un repasador limpio y húmedo, una señal clara de que en ese establecimiento laten corazones puros, con deseo de hacer el bien.

¿Un repasador blanco y limpio, que alguien se ocupa de cambiar cada día para que no agarre olor a moho, con los costados doblados y bien metidos debajo de la bandeja de sanguchitos? ¿Un repasador humedecido ligeramente, con un pulverizador de plantas, tal vez? Un repasador así es amor. Una panadería que cuida esos detalles provoca en mí un arrobamiento que se traduce en un reflejo pavloviano instantáneo. Mientras digo esto, Borisbecker ladra de placer y por un momento estoy tentada de sacarlo a pasear y correr derechito a la panadería de al lado de la vía, pero le recuerdo que hoy no toca ese plan. Y además, no debemos olvidar que tendríamos que pasar sí o sí por la rotisería fashion y que la última vez nos encontramos con el boludazo del perro afgano. No, mejor no, Borisbecker. Dejemos pasar unos días antes de volver a buscar un pollo.

Además, ya me había decidido a este plan de entresemana y cuando a mí se me mete algo en la cabeza no hay perro o sánguche en este mundo que pueda disuadirme.

Por lo tanto, seguimos según lo programado. Primero, una ducha. Mientras espero que haga vapor, que abre los poros y me limpia los pulmones de tanto cigarrillo de fin de semana, exploro el armario del baño. Dudo entre gel de ducha energizante, o exfoliante sensual. Estaría necesitando ambos, por ende uso el exfoliante en las piernas y el gel en el resto del cuerpo. Que el perfume cambie a partir del ecuador es un excelente factor sorpresa. Anoten, chicas.

Gracias a mis continuas muestras de devoción a Santa Hildegarda y Santa Fausta Mártir, santas patronas del cabello, mi pelo crece sano, fuerte y, sobre todo, seco, lo cual me permite lavarlo sólo un par de veces a la semana, siempre en la peluquería. Ni se imaginan la cantidad de dinero que me ahorro en productos capilares y que puedo destinar, sin escrúpulo alguno, a las cremas euforizantes japonesas refrigeradas.

Borisbecker opina que les di demasiados consejos de belleza por hoy, entonces no voy a decir nada acerca de mi ritual hidratante corporal, que considero clave para la vida de la mujer moderna. Pero es así, hay secretos que sólo pueden ser revelados en determinados círculos. Lo siento. Lo siento de verdad.

Es inútil. No insistan.

Cuando estoy a punto me pongo el vestido que me compré el otro día. Una divinura. Estoy tan decidida a pasarla bomba que se me despierta la arritmia mientras me pongo rímel frente al espejo, y eso que el espejo generalmente es como un hermano mayor detestable, que te obliga a escuchar a Judas Priest y te escupe dentro del yogur. O eso dice. Y les aseguro que es muy difícil distinguir si hay o no una escupida dentro del yogur. Si no me creen hagan la prueba.

Qué increíble cómo nos cambia el ánimo en un minuto a veces, ¿no? Con un poco de exfoliante, un vestido nuevo, un buen plan.

Le hago una seña a Borisbecker, que se retira a su rincón de la cocina, convencido de que lo que está a punto de ocurrir tiene que ver con la grandeza de espíritu y con el bien común. Mientras, agarro el teléfono y marco el número de la rotisería.

kertesz2

Image by André Kertész

El malhumor de Berta y sus amigas

Llamo a la Micropunto pero nadie contesta.

Tengo un talento innato para imaginarme las peores desgracias cuando mi amiga no atiende el teléfono.

Enseguida pienso que una embolia la acaba de sorprender en la bañera, que se desnucó contra la mesita ratona, que se intoxicó a base de proteína lactosérica. Que las cantidades industriales de sustitutos de comida que se mete en el cuerpo acaban de tomar de rehén a sus vísceras. En sus horas bajas, la Micropunto cree en el poder redentor de los absorbe grasas, en lugar de clavarse media docena de empanadas como una persona normal. Pero mi amiga la Micropunto no es una persona normal.

Por eso lo primero que se me ocurre es que la nueva gelatina, la nueva alga absorbe-grasas, el nuevo moho acelerador del metabolismo ha mutado y se ha reproducido hasta colonizar toda su vida interior. El moho adquiere dimensiones siderales, se sienta en el sofá y en este momento está preguntándose si debe o no contestar el teléfono.

A la decimoséptima vez que llamo atiende una voz desgarrada, que parece haberse arrastrado hasta el inalámbrico (que, por otra parte, está diseñado para ser llevado con una a todos los sitios, incluso al baño; esta chica no aprende más).

 

—Hhhhhmmmolaaargh.

—¿Quién sos y qué hiciste con mi amiga?

La voz duda un instante. Warning. Warning.  Después escupe:

—Perdone, usted acaba de llamar a mi casa, por lo tanto primero tiene que saludar y después identificarse.

Y cuelga.

Como ahora no me cabe ninguna duda de que la Micropunto está en plena posesión de sus facultades mentales y los batidos proteicos no pudieron con su habitual corrección, llamo otra vez.

—Hola—ruge una voz, ahora sí plenamente reconocible.

—Punto, Puntito, soy yo, Berta

—Berta, la puta que te parió. ¿Eras vos recién?

—Claro, ¿quién va a ser?

—Yo qué sé, atiendo el teléfono y alguien me grita incoherencias. ¿Por qué me gritás, Berta?

—¡Porque no me atendías! Porque tardaste mucho en atenderme. ¿Por qué no me atendías?

—Porque estaba durmiendo, loco. Tanto lío. Una no puede dormir tranquila.

—Es que me asusto cuando dormís tanto, Puntito. Tomás cada porquería.

—No seas vigilante, Berta, te lo pido por favor. No empecés.

— Bueno. Está bien. ¿Estás bien?

—Sí. Dormía y estaba contenta porque dormía. ¿Qué querés?

 

 

¿Ven? Una no puede llamar a la asquerosa de su amiga sin que la traten como a un trapo. Y yo ya vengo bastante trapo como para que me contesten así. Encima que me preocupo.

En esos casos es mejor colgar y dejarla dormir para que se le pase el humor de perros y eso es lo que hago. Lo que me deja a solas con mi propio malhumor. No saben lo que me angustia mi malhumor. Casi tanto como Borisbecker, que ahora está ladrando como endemoniado para recordarme que no estoy sola. Pobre perro. Yo no lo odio. Tengo esta relación rara con él porque lo heredé y no tuvimos el mejor comienzo en nuestra convivencia. Pero ahora ya nos acostumbramos el uno al otro. Y desde luego, hay días que no sabría qué hacer sin sus dotes telepáticas. Aunque es una cuestión muy delicada.

Abro la heladera. Los estantes desolados podrían jugar al mejor de tres sets, durante horas, con el vacío de mi existencia. Hay muchas cajitas de papel de aluminio que otrora albergaron suculentas cenas pre-cocinadas, pero que ahora me devuelven un reflejo aceitoso y nada más. Las apilo y estrujo y tiro a la basura con mucho ímpetu y ademanes contra un inquilino imaginario que no se ocupa de estos quehaceres. Encuentro una salchicha recubierta por una capa blanquecina, la enjuago debajo de la canilla y la caliento en el microondas.

Después me siento en ese lugar incómodo entre el parquet y el balcón, sobre el riel de la ventana. Borisbecker me trae un almohadoncito. Bueno. Pienso que debería haberle dejado que lamiera las cajitas antes de tirarlas. Le doy la mitad de mi salchicha. Masticamos juntos mirando los techos, las ventanas que empiezan a iluminarse. Nos quedamos así, yo en el almohadón y Borisbecker con el hocico apoyado sobre mis piernas, hasta que nos damos cuenta de que oscureció hace rato y ya es la hora de cenar.

Cuando me levanto para prender las luces me tropiezo con la bolsa de la boutique junto al sofá, el vestido que todavía no guardé. Todavía falta para el fin de semana, que es cuando pensaba estrenarlo. Pero de pronto tengo una idea brutal. Borisbecker lo capta al vuelo y se pone tan absolutamente feliz que durante un rato parece que hay dos perros. Dos perros compitiendo en acrobacia aérea. Con banda de sonido propia. Me hace falta mucho esfuerzo mental para acallar sus ladridos agónicos y encima no tengo ni un chikenito, ni una papa frita, ningún bocado grasoso para calmarlo.

Pero eso lo solucionamos enseguida.

 

Berta SS y el espacio-tiempo

Cuando hay luna llena y todo falla, todo se desmorona, no se puede pretender que nos satisfagan nuestras propias curvas. Cuando existe la posibilidad de que un día haya carne colgante sobre la tira de tu corpiño. Ya saben a qué me refiero.

Yo tengo algo que decir: no sé si voy a poder soportar el día en que no me pueda poner una minifalda. Es tan simple como eso. Otra gente teme el dolor físico, quedarse sin habla, o sin memoria, pasearse como un animalito que ya no se acuerda de morder o de tragar. A mí me aterroriza encontrarme un día frente al espejo y que nada me quede bien.

Y qué vestirá la pobre chica para todas las fiestas del mañana. No importa, contestaba Bauhaus, unos años después, cuando los primeros ochentas rugían en fiestas un poco más pródigas en sobredosis. Sólo un poco. No importa, contestaban, ella está en fiestas. Ella se enfiesta.

¿Y si en algún lugar, dentro el armario, estuviera ese pasaporte a la felicidad? ¿Saben que me haría absolutamente feliz hoy?

Que me volviera a entrar el pantalón violeta, con su mancha de pasto en el culo.

– No seas limada

– Sí, te digo de verdad. Si pudiera volver a ponerme el pantalón violeta, creería que no todo fue en vano en mi vida.

Querer volver a un lugar sólo porque en ese lugar pesabas menos. Porque en ese lugar la vida pesaba menos, todo era más liviano. Extrañar ese lugar que en realidad es un momento, un tiempo que fue hermoso. Al intentar evaluar si todavía soy hermosa se me descuelga la mirada y me quedo muy quieta. Por haber usado para ello cinco palabras robadas de lo más rancio y rasgueado del rock nacional me castiga telepáticamente Borisbecker, que no me deja pasar una, y ladra, ladra, ladra, ladra ladra, ladraladraladra hasta que le tiro una ojota y vuelve a su rincón en la cocina con un llantito de película de dálmatas. No sin antes dirigirme un mensaje certero que me alcanza en medio de la frente: y fuiste libre de verdad, también, ¿no? Perro puto. Pienso que es también la vida que me alcanza, pero lo pienso rápido y mezclado con la lista de la compra, para que Borisbecker no lo intercepte. Borisbecker será telépata pero en el fondo es un perro. Y si puntúo mis pensamientos con ítems como “chizitos – salame – patefuá – provolone”, el pobre se relame y se confunde y por lo menos me da unos minutos de descanso.

Yo lo que digo es que, a medida que pasa el tiempo, me cuesta más encajar en mi casillero. Y no hablo de centímetros ni de kilos. Creo que es hora de llamar a mi amiga, la Micropunto, y que me cuente su última película de terror dietética. No saben lo mucho que consuela que las demás estén peor que una.

 

Image: Walking Hourglass, by Laurie Simmons.

El Jesús personal de Berta SS

Antes de que me presentaran al hombre que más me quiso, yo ya lo tenía junado. Flaco, pelo largo, canchero. En mi mente, él fue siempre mi Jesús particular. Un Jesús comprensivo, que se reía más que cualquier Buda. Lo veía moverse en la plaza. Era el que defendía a sus amigos, el que los recibía con una sonrisa, y un abrazo cuando más lo necesitaban.

—El típico toqueteiro, ¿no?

—No, nada que ver. El que te abraza cuando sabe que te va a hacer sentir mejor, cuando sabe que lo necesitás.

—Perceptivo, sensible.

—Sí.

Mi Jesús particular solía saludar con un abrazo, pero era un abrazo fraterno, como dicen en los programas folklóricos cuando mandan saludos al Uruguay. Yo, que tengo el olfato más desarrollado que Borisbecker, ya sabía que sus abrazos seguramente olerían un poco a sudor y otro poco a porro. Pero un abrazo fraterno, viniendo de un chico como él, tenía forzosamente que ser mejor que muchos de mis polvos de discoteca.

Un día, mientras paseaba a Borisbecker por la plaza y trataba infructuosamente de que no cagara en el arenero, vi a Jesús sentado en las hamacas. La chica que estaba con él lloraba, y no parecía ser de las que toleran bien el sudor y el porro. Era una chica peinadísima, muy arreglada a la última moda. Una chica linda. Una chica espectacular, digamos, de esas a las que nos gusta odiar porque quieren ser siempre sexies. Una chica así, con Jesús.

Y ahí, al verlos en las hamacas, ella y sus tacos, el peinado con spray flexible preparado para resistir el zonda y el pampero, los ojos hinchados, se me quedó el corazón como repollo hervido. El problema era él. Su cara. El ceño fruncido de Jesús. Esta nena cotizaba en bolsa, y él perdía la paciencia. Ella lloraba retorciéndose las manos y él parecía a punto de escribir mensajes secretos en la arena. La versión 1999 del berrinche con los mercaderes del templo.

Jesus failure.

Me escondí detrás de un árbol, le mandé una orden telepática a Borisbecker para que se quedara en el molde, y juntos aguzamos el oído. Lo que sigue es una transcripción del diálogo que desgrabamos mi perro y yo.

—Porque yo no tenía ganas de estar ahí, cuatro horas viendo a gente transpirada cayéndose de la patineta.

—Jodete. Te hubieras quedado en tu casa con un video de Sex and the City y un whisky con pastillas.

—Yo no mezclo.

—…

—Hoy no mezclé.

Odié profundamente el chal translúcido de la chica, odié los bolsillos de su jean bordadísimos de abalorios, los odié con la misma intensidad con que me brotan espontáneamente unos odios last minute cuando me miro en el espejo de cuerpo entero algunas noches, antes de salir. Odié sus taquitos enterrándose en la arena, los dedos, demasiado gruesos para una verdadera belleza marieclaire, agarrando a mi Jesús de sus muñecas peludas. Recé para mis adentros, mi cerebro arrodillado: Jesús, no me falles ahora. Sonreíle un poco. Es carne de boludódromo, destinada a pasearse arrastrando carteras cada vez más grandes, destinada al metatarso deformado y al bótox. No tiene nada en la cabeza, pero acariciásela, una vez, para que yo te vea.

Jesús no le hizo una caricia, no la miró a la cara. No le besó las mejillas mojadas de lágrimas. Se quedó ahí, enfurruñado y distante, mientras una chica linda lloraba una pérdida que aún no alcanzaba a cuantificar.

Por supuesto ese fue el momento que Borisbecker eligió para localizar a Namasté, la caniche de la pelotuda del séptimo A. Borisbecker, con intenciones de empomar, tiene fuerza suficiente para arrastrarme a mí y a un ejército de modelos de Eyelit hasta la plaza más cercana. Ni hablar si la montaña viene a Borisbecker. En un momento se desbarató la escucha y todo se transformó en carreras, ladridos agónicos, entrecruce de correas, gritos de horror. Borisbecker con el pito afuera, Namasté y sus chillidos y los chillidos de la del séptimo A y su bambula y la puta que los parió a todos.

La última vez que pude mirar, la cabeza de la chica colgaba, junto a su pelo espléndido, en un llanto inmóvil. Jesús miraba lejos. Entre ellos, parecía que hubiera surgido de la arena algo alto e infranqueable, como el paredón de un cementerio.

Ese fue el día en que comprendí que Jesús podía enamorarse de alguien como yo, y que yo no iba a quedarme tranquila hasta lograr oler de cerca ese abrazo fraterno, esa desilusión, ese muro.

Image by Print Mafia.