Hiperolfato, sonrisa ultrasónica y otras virtudes de Berta.

 

Estoy con los ojos vendados en una mesa larga. Me acercan copas de vino y digo cuáles son. Es como jugar a las adivinanzas. Siempre fui la mejor jugando a las adivinanzas. Tanto probar vinos de aquí y de allá en las cenas caras que paga Casimiro, mi amante polaco, ha dado resultado. Los demás invitados alucinan:

—Esta muchacha. Esta muchacha es una auténtica nariz.

Casimiro ríe complacido. Oigo el chaskiboom de su dentadura. Chasquea lengua y dentadura frecuentemente, un tic que odio pero que no puedo mencionar para no ofenderlo.

—Mi Bertita es una joya.

Me besa la mano, y sigue besándome, brazo arriba, como Pepe L’Amour, hasta llegar al hombro, descubierto por el vestido color visón que me compré durante mi último ataque de pánico.

Me quito la venda.

—Ya está, me aburrí.

Sonrío con muchos dientes para que se luzca la limpieza de ultrasonidos que me pagó Casimiro.

—No no no, nada de eso — dice una señora con nariz de papagayo y aros de esmeraldas tan grandes que los lóbulos le cuelgan, estirados. Se ve que todavía falta una pequeña batalla de vinos de la tierra.

Levanto una ceja y miro a la Señora Papagayo. Más esmeraldas asoman entre los pliegues de su cuello arrugado, ocultas apenas por un tremendo chal de seda cruda color champagne.

Me recuesto en la silla durísima. Color champagne, color visón. Siempre cosas caras, llenas de glamour. ¿Por qué nunca decimos color primer pis de la mañana, color vómito de lentejas, color leche de soja rancia?

De hecho, un ligero pero inconfundible olor a pis me llega a través de la mesa. Duda entre la Señora Papagayo y la Señorita Vestido Blancanieves. Siempre hay una nostálgica de Disney en estas fiestas. Ajadas damiselas infantiloides y a la vez incontinentes.

—¿Me querés? —le pregunto a Casimiro.

—Sabes que sí. Eres una reina, y además estuviste fabulosa cuando describiste ese merlot.

—Repito las boludeces que leo en las revistitas del ramo— dijo a través de mi sonrisa ultrasónica, sin mover los labios, como Borisbecker.— Ya sé que me querés. ¿Soy linda? ¿Te gusta mi vestido?

—Eres fabulosa.

—¿Y mi vestido?

—También.

Pienso que nadie puede jactarse verdaderamente de hiperolfato si no es capaz de rastrear a una persona a través de los mares. En este momento, por ejemplo, extraño horrores a mi amiga la Micropunto. Sus cartas huelen a frustración, a otra dieta truncada, a galletitas Lincoln, a jugo Cepita de naranja y uva. Qué hago con estos datos, me pregunto. Adónde me lleva ese rastro. Todavía no puedo volver.

Tengo este hiperolfato desde chiquita. Siempre reconocí las colonias de las tías, quién se lavaba con jabón Heno de Pravia (náuseas totales), quién usaba jabón blanco de lavar la ropa.

Un par de copas más tarde, logré escabullirme con la vieja excusa de empolvarme la nariz y me fui a curiosear por la casa. Llegué al jardín de invierno, una estancia acristalada donde el aire era tan denso como en una selva. Caminé entre helechos de mi tamaño y otras plantas monstruosas que no reconocí, hasta que me di cuenta que no estaba sola. Un señor engominado, muy buen mozo, se paseaba bajo una especie de ficus de tronco retorcido y fumaba un cigarrillo. Había tanta humedad en el ambiente que la punta del cigarrillo parecía pintada. Le pedí uno. Me dijo que era una lástima que fumara, con mi olfato tan desarrollado. Yo contesté que sólo fumaba los fines de semana.

—Salgamos, aquí vamos a ahogarnos.

Abrió una puerta de cristal que daba a la galería y, más allá, el jardín. Afuera también había mucha humedad y las nubes bajas reflejaban el resplandor de la ciudad a lo lejos.

Siguió hablando maravillas de mi cata de vinos. Se ve que él podía conseguirme un puesto de nariz. Tenía muchos contactos. Yo podía elegir, bodega o casa de perfumes. Dije que muchas gracias, pero que ya tenía un trabajo.

—Ya tengo un trabajo.

—¿Y cuál es ese trabajo?

—Un trabajo antiguo y divertido. Adorno.

—¿Perdón?

—Dama de compañía— batí las pestañas y me reí escandalosamente, pero él no me celebró el chiste. Hay humores que son más difíciles de desenredar que jugar a las adivinanzas. Lo tomé del brazo y le hablé al oído (que olía levemente a gomina, caspa y cerumen):

— Cuando Casimiro se aburra de mí, pídale mi teléfono. Ahora no— lo miré a los ojos con expresión de cervatillo herido — el polaco es muy celoso.

—¿Dónde vais ahora?

No le dije que tenía muchas ganas de volver a casa y mostrarle el botín a mi amiga. Que tantos días sin poder compartir mi tesoro hacía que los estuches de maquillaje parecieran usados y deslucidos.

—Nos vamos unos días a unos balnearios en Suiza… después no sé— sonreí ante una idea súbita— Espero que haya raclette. Siempre me encantó la raclette.

—Seguro que encontrará raclette en Suiza — dijo el caballero, afable.

—Dios lo oiga. ¿Sabe qué? Siempre me quedo con hambre con tanto canapé minimalista.

El señor buen mozo se rió y los cristales temblaron un poco, como si le hubiera pedido prestada la risa a Jack Nicholson.

—Berta, es usted un encanto. Haré que le traigan más comida.

— No, no, más miniaturas de estas no.

—¿Qué le apetece?

—¿De verdad me pregunta? Entonces… Entonces, hágame un favor. Vaya a buscar a Casimiro y dígale que nos va a llevar a uno de sus lugares favoritos— hice una pausa para lograr unos ojos de Bambi convincentes.

No me costó mucho. Mirándome los zapatos color provoleta mojados de rocío, pensé en ese agujero que hacía días que no podía llenar, en lo mucho que extrañaba a mis amigas, en Borisbecker aullando en el balcón, en La Mezzeta, en Banchero, en El Cuartito, en Aceituna y su mandíbula temblorosa, y volví a mirar al señor con unos ojos que casi casi lloraban de verdad:

—Por favor, buen hombre, lléveme a comer una pizza.

 

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Imagen: Invernadero en Botanisk Have, Copenhague. Foto por Macky.

 

 

Algo tiene que pasar

 

Hubo un error de cálculo en mi plan con los repartidores. Al final acabé estresada y con dolor de cabeza: Aceituna se fue gritando pero rapidito, con el culo fruncido mientras Sambayón aguantaba inmovilizado por Borisbecker, el palier reverberando con las puteadas de Aceituna, la vecina de arriba asomada por el hueco de la escalera mientras Namasté, su caniche, resbalaba de excitación en las baldosas de tanto saltar con esas patitas mochas. Después tuve que bajar y asegurarme que Aceituna no estuviera esperando atrás de una árbol antes de hacer salir a Sambayón, que también puteaba mientras se subía a la moto. El portero aprovechó ese preciso momento para lustrar el picaporte de bronce, que ganaría un Óscar al Lustre Definitivo, pero con el portero no se jode; más vale tenerlo de amigo.

Cuando vuelvo arriba Borisbecker está lamiendo la ensalada rusa del parquet. No tengo estómago para retarlo, con lo bien que se portó de carcelero de Sambayón, además de bancarse como un señorito las muy diversas tentaciones desparramadas a su alcance. Cuando termina con la ensalada el parquet brilla como si en esta casas nos deslizáramos sobre patines de lana. Evidentemente Borisbecker también está nominado al Lustre Definitivo. Le tiro media empanada; dicen que el aceite le hace bien a las maderas nobles.

Me termino las empanadas que quedaban, y ataco el cuarto de helado, ya medio derretido. El envase huele ligeramente a Aceituna, su perfume de huérfano del río, y me dan ganas de llorar. Aceituna con esa mandíbula hermosa, tan enojado. Sambayón tambien me miró muy mal cuando puso la moto en marcha. No les robé ni un beso a ninguno de los dos. Si les digo la verdad, me siento bastante pelotuda.

Estos son los momentos en que hay que llamar a las amigas, o demostrar que una tiene aguante. Junto al inalámbrico, la carpeta de las dietas me recuerda que estamos en el día cuatro de la sopa del astronauta, por lo que la Micropunto debe estar desintoxicada e intratable.

Opto por la autosuficiencia y, aunque estoy notablemente perjudicada por la ingesta de cinco empanadas y media de carne picante, logro poner un poco de orden: meto el pollo y las papas en la heladera, y congelo la pascualina. Por el balcón abierto oigo los cantos tibetanos de la boluda de arriba, y a Namasté, la caniche, haciéndole los coros. Yo no sé qué le ve Borisbecker a Namasté, pero es empezar con los cantos tibetanos y los dos perros se ponen a armonizar sus lloriqueos.

En vano intento distraerlo, telepáticamente primero, a los gritos después. El llanto afinado de Namasté debe tener un atractivo sutil que se me escapa. Dejo a Borisbecker en el balcón, aullándole a su perra yóguica y me acurruco en el sofá.

Seguro que hubo alguna época en la que no tenía que depender del delivery para divertirme. ¿Dónde fueron a parar esas noche locas de la juventud? ¿Cómo nos divertíamos antes?

Borisbecker interrumpe su llanto lánguido durante el tiempo suficiente como para enviarme un recuerdo certero: yo pegada al teléfono, esperando que llamara el Toto, la cara desfigurada por el llanto y los celos, un pañuelito turquesa apretado junto a la boca para no gritar. Y de yapa, otro más: perdida en una fiesta en una quinta, como sonámbula, cocktail en mano, mientras mi pareja de esa noche se dedicaba a impresionar a potenciales clientes con anécdotas interminables. Y un polvo con un señor en las reposeras, habiendo soplado previamente todas las velitas de diseño que iluminaban ese extremo de la pileta. Y horas esperando taxis que me llevaran a mi casa. Y un montón de cenas carísimas con tipos que se miraban hasta en el reflejo de los tenedores. Y el Toto y Peluca, que me quisieron tanto.

Y taxis, muchos taxis. Despedidas en los taxis y taxistas teniendo que limpiar los asientos traseros. Y despedidas en los umbrales bajo la lluvia. Y volver a casa mojada pero sin beso. Algún día, una lluvia de verdad se llevará toda esta basura de las calles.

Veo una calle cualquiera, con adoquines brillantes, y todas las puertas son la puerta de mi casa. En cada umbral me espera un chico. Todos tienen remeras lindas, el pelo desprolijo, sonrisas prometedoras. Yo estoy parada en medio de la calle y no puedo decidirme. Me gustan todos. Los voy llamando con el dedito como para sacarlos a bailar pero después me arrepiento porque me gusta más el de al lado. Giro sobre mí misma, aturdida y enamorada. Los quiero a todos.
Algunos empiezan a mover los pies con impaciencia. Un sonido leve pero implacable. Otros chasquean los dedos al ritmo de un metrónomo invisible. Los flequillos se sacuden, las caderas se agitan. El aire se pone denso y los árboles deforman sus copas, que alcanzan las nubes. Se encienden carteles de neón. Un reflector barre la calle en busca del amor. Algo está a punto de pasar. Dios mío, algo tiene que pasar.

De repente se oye, en la lejanía, un repiqueteo arrítmico, fuera de lugar. Un tiqui tiqui tiqui. Un ruidito molesto. Se acerca. ¡Es Borisbecker con sus pasitos de claqué! Se para en dos patas, como una ardilla disecada, y me habla:

– Algo tiene que pasar. Puede ser. Pero ¿una comedia musical, Bertita? ¿Estás segura?

Me despierto con la borla del almohadón labrada en la mejilla. Mi esófago tiene vida propia y su revestimiento ondula golpeado por olas de ají molido y grasa de pella. Creo que es hora de prenderle una vela a San Genaro y tomarme una hepatalgina.

 

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El plan B de Berta

Aceituna me mira con cara de hiena enjaulada. De hecho estamos encerrados en el baño mientras, en el living, Borisbecker ladra como un poseso durante los breves instantes en que suelta la pantorrilla de Sambayón, que aúlla a su vez de dolor.

Al final, acá el único que muerde es Borisbecker, entre tanto perro quilombero.

-¿Por qué me hacés venir si va a estar el rusito forro este?

Me hago la compungida. Pongo trompita mientras le acaricio la mandíbula. Pone cara de dolor, pero es la rabia lo que le quema el maxilar.

Sambayón grita desde el living:

-¡La puta que te parió, perro puto!

Es así, esa es la opinión que tenemos todos acerca de Borisbecker. No hay nada que hacer.

– ¡A ver señora, dígale que me deje en paz!

Qué tierno, me dice señora. Señora, me dice, el muy enfermo. Merece que Borisbecker le deje la pantorrilla hecha puré. Aprieto los dientes y, cual un control remoto peludo, percibo telepáticamente que Borisbecker aprieta a su vez el gemelo de Sambayón. También percibo que Sambayón grita.

-¡Perro de mierda! Y vos, turra, nos podríamos dejar de joder ya con la jodita, ¿eh?

Vamos mejorando. Por lo menos nos vamos tuteando y ya no me dice señora. A este pendejo bien que le gustó mientras jugábamos al histeriqueo delivery todos los lunes y miércoles, que hay poco laburo. Pero ahora de repente no le divierte tanto el tema y se pone nerviosito y redundante y me pide que no jodamos con la jodita. Es lo que pasa: se les atasca la gramática en cuanto tienen a un perro a escasos centímetros de los genitales. Aunque sospecho que para los hombres como Sambayón todo está peligrosamente cerca de sus genitales. La vida entera gira alrededor de su tiki-taka. Misterios de cierto cableado masculino.

-Por qué me hacés esto- me dice Aceituna, sentado en el bidet, con el envase de telgopor del helado apoyado en la mandíbula. No me lo pregunta, me lo dice, con un siseo casi de tísico. El dulce de leche granizado asoma por debajo del celofán que separa el hielo seco de mis dos sabores de helado, y pronto amenaza con chorrearle cuello abajo. No se imaginan las chanchadas que se me ocurren en este momento. ¿A ustedes también? Puercos malpensados.

Suspiro un poco para mantener esta tensa atmósfera de telenovela. Me encanta Aceituna. Le tiembla la boca cuando me habla, de rabia y humillación, pero también de calentura. Este chico siente todo en sus carnes, como si fuera huérfano y yo le estuviera negando un vaso de agua. Pongo cara de ofendida:

-¡A mí, que sabés cómo pienso! A Bertita no le podés hablar así, lindo. Cuándo te traté mal yo a vos, decime cuándo.

El pibe se pierde por un instante, dirige los ojos a un río imaginario que crece trayéndole un camalotal de ira y frustración y después vuelve en sí.

-Te parece poco tener que ver cómo este pelotudo te transa en mi cara. En mi cara.

Lloraría, pero no me quiere tanto. En el fondo la rabia es porque Sambayón le pegó antes de que él pudiera reaccionar, cuando ni se le había ocurrido el recurso de la trompada, cuando todavía no se había dado cuenta de que la idea era que se pelearan por mí. Un poco de lucha libre de entresemana, para ponerle emoción a la cosa. Yo con mi vestido nuevo alentando desde el sofá. No salió exactamente según lo planeado: a Sambayón lo poseyó el espíritu de Bonavena y me lo noqueó al morocho a la primera de cambio. Borisbecker se asustó y se prendió a la pierna de Sambayón como abrazado a un rencor. Así no hay fantasía que se sostenga.

 

En honor a la verdad, el derecho de pernada lo tenía Sambayón, que como he dicho ya venía efectuando visitas sanitarias los lunes y miércoles, que son días tranquilos en la rotisería. Y como inauguró la liza con ese derechazo tan bestia él debería haber sido el vencedor. Pero yo no tengo estómago para negarle nada a Aceituna. Al morocho lo que es del morocho, porque el morocho se lo ganó. Ay, y de qué manera se lo ganó el morocho. Por eso lo encerré en el baño, para despertarlo con una ducha fría, y después le puse el cuarto de helado pegado a la cara, para calmarle el dolor y que se le pasara el revire. Por eso Borisbecker quedó encargado del rubio y gruñe mentalmente para que no me olvide de él y de que no va a poder aguantar mucho en su pose de perro guardián en el living.

-Ahora vuelvo.
-No, ya fue, yo me voy también.
-No, vos te quedás acá, yo le digo que se vaya y después vos y yo hablamos tranquilamente.
-No hay nada mas que hablar. Ya fue.

Oia. ¿A este qué le pasa? Paremos un cachito. ¡Como si yo le hubiera jurado amor eterno! ¿Qué parte de «cogemos después de pagarte las empanadas» no entendió? Sí, me gusta el morocho y sí, me inquieta su pose de galán de la barranca del río, y sí, esa inquietud hace que me caliente más todavía, pero no nos vayamos de mambo. Las cosas como son. Hay momentos en que quiero empanada de carne picante y momentos en que quiero chamuyo-Arnaldo-André, y a veces quiero las dos cosas al mismo tiempo. Pero el ingrediente fundamental de esta historia es el polvo después de la empanada de carne picante y el chamuyo, y eso no está ocurriendo.
Creo que tendremos que echar al guionista de esta telenovela.

Por lo pronto voy a echar a estos dos, uno después del otro. Vamos a ver cuán ofendido está Sambayón, y si todavía se puede salvar la ensalada rusa que se nos cayó en la refriega. De hecho, pienso que Borisbecker está dando sorprendentes muestras de autodisciplina, al mantener inmovilizado al rubio, habiendo tanta empanada y tanto pollo a su alcance.

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