El malhumor de Berta y sus amigas

Llamo a la Micropunto pero nadie contesta.

Tengo un talento innato para imaginarme las peores desgracias cuando mi amiga no atiende el teléfono.

Enseguida pienso que una embolia la acaba de sorprender en la bañera, que se desnucó contra la mesita ratona, que se intoxicó a base de proteína lactosérica. Que las cantidades industriales de sustitutos de comida que se mete en el cuerpo acaban de tomar de rehén a sus vísceras. En sus horas bajas, la Micropunto cree en el poder redentor de los absorbe grasas, en lugar de clavarse media docena de empanadas como una persona normal. Pero mi amiga la Micropunto no es una persona normal.

Por eso lo primero que se me ocurre es que la nueva gelatina, la nueva alga absorbe-grasas, el nuevo moho acelerador del metabolismo ha mutado y se ha reproducido hasta colonizar toda su vida interior. El moho adquiere dimensiones siderales, se sienta en el sofá y en este momento está preguntándose si debe o no contestar el teléfono.

A la decimoséptima vez que llamo atiende una voz desgarrada, que parece haberse arrastrado hasta el inalámbrico (que, por otra parte, está diseñado para ser llevado con una a todos los sitios, incluso al baño; esta chica no aprende más).

 

—Hhhhhmmmolaaargh.

—¿Quién sos y qué hiciste con mi amiga?

La voz duda un instante. Warning. Warning.  Después escupe:

—Perdone, usted acaba de llamar a mi casa, por lo tanto primero tiene que saludar y después identificarse.

Y cuelga.

Como ahora no me cabe ninguna duda de que la Micropunto está en plena posesión de sus facultades mentales y los batidos proteicos no pudieron con su habitual corrección, llamo otra vez.

—Hola—ruge una voz, ahora sí plenamente reconocible.

—Punto, Puntito, soy yo, Berta

—Berta, la puta que te parió. ¿Eras vos recién?

—Claro, ¿quién va a ser?

—Yo qué sé, atiendo el teléfono y alguien me grita incoherencias. ¿Por qué me gritás, Berta?

—¡Porque no me atendías! Porque tardaste mucho en atenderme. ¿Por qué no me atendías?

—Porque estaba durmiendo, loco. Tanto lío. Una no puede dormir tranquila.

—Es que me asusto cuando dormís tanto, Puntito. Tomás cada porquería.

—No seas vigilante, Berta, te lo pido por favor. No empecés.

— Bueno. Está bien. ¿Estás bien?

—Sí. Dormía y estaba contenta porque dormía. ¿Qué querés?

 

 

¿Ven? Una no puede llamar a la asquerosa de su amiga sin que la traten como a un trapo. Y yo ya vengo bastante trapo como para que me contesten así. Encima que me preocupo.

En esos casos es mejor colgar y dejarla dormir para que se le pase el humor de perros y eso es lo que hago. Lo que me deja a solas con mi propio malhumor. No saben lo que me angustia mi malhumor. Casi tanto como Borisbecker, que ahora está ladrando como endemoniado para recordarme que no estoy sola. Pobre perro. Yo no lo odio. Tengo esta relación rara con él porque lo heredé y no tuvimos el mejor comienzo en nuestra convivencia. Pero ahora ya nos acostumbramos el uno al otro. Y desde luego, hay días que no sabría qué hacer sin sus dotes telepáticas. Aunque es una cuestión muy delicada.

Abro la heladera. Los estantes desolados podrían jugar al mejor de tres sets, durante horas, con el vacío de mi existencia. Hay muchas cajitas de papel de aluminio que otrora albergaron suculentas cenas pre-cocinadas, pero que ahora me devuelven un reflejo aceitoso y nada más. Las apilo y estrujo y tiro a la basura con mucho ímpetu y ademanes contra un inquilino imaginario que no se ocupa de estos quehaceres. Encuentro una salchicha recubierta por una capa blanquecina, la enjuago debajo de la canilla y la caliento en el microondas.

Después me siento en ese lugar incómodo entre el parquet y el balcón, sobre el riel de la ventana. Borisbecker me trae un almohadoncito. Bueno. Pienso que debería haberle dejado que lamiera las cajitas antes de tirarlas. Le doy la mitad de mi salchicha. Masticamos juntos mirando los techos, las ventanas que empiezan a iluminarse. Nos quedamos así, yo en el almohadón y Borisbecker con el hocico apoyado sobre mis piernas, hasta que nos damos cuenta de que oscureció hace rato y ya es la hora de cenar.

Cuando me levanto para prender las luces me tropiezo con la bolsa de la boutique junto al sofá, el vestido que todavía no guardé. Todavía falta para el fin de semana, que es cuando pensaba estrenarlo. Pero de pronto tengo una idea brutal. Borisbecker lo capta al vuelo y se pone tan absolutamente feliz que durante un rato parece que hay dos perros. Dos perros compitiendo en acrobacia aérea. Con banda de sonido propia. Me hace falta mucho esfuerzo mental para acallar sus ladridos agónicos y encima no tengo ni un chikenito, ni una papa frita, ningún bocado grasoso para calmarlo.

Pero eso lo solucionamos enseguida.

 

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