Berta llama a la Residencia Bogdanovich

 
Yo ahora les voy a contar algo que es secreto. Pero estoy segura de que no habrá problema, total, esto no lo lee nadie.
Intentando por una vez priorizar las decisiones en mi vida, marco un número clave.
Suena varias veces y nadie atiende. Me olvidé del código. Reviso mis apuntes, siempre junto al teléfono, igual que la carpeta con las copias de las dietas de mi amiga la Micropunto. Encuentro la tarjeta con esquinas doradas y letras en relieve. Marco, dejo sonar dos veces, corto. Marco, atiende la máquina, tecleo el código y me pasan con la otra máquina. Tecleo el segundo código y corto. Suena mi teléfono y otra máquina me dice que mi comunicación está en proceso. Suena un buen rato hasta que atienden.
—Residencia Bogdanovich, buenos días. —Se escucha de fondo un tintineo angelical.
—Seba, querido, son las once y veinte de la noche. No digas buenos días.
—¡Bertita! Vos sabés que nuestro día empieza a las cinco con el té de las cinco. Qué hacés llamando hoy. Hoy no podés llamar, mi amor, hoy no puedo, sabés que los martes es el día de…
—No sé en que día vivo, Seba, no me retes.
—Bertita, imposible, corazón, no.
Se escucha una voz de fondo:
—¿Quién es? —Sebastien tapa el auricular pero oigo todo.
— Es Berta, ¿podés creer? Que me llame hoy, justamente hoy.
La voz grita desde lejos:
—No te llama a vos, nos llama a los dos, tratala bien y preguntale qué le pasa.
Yo escucho muda. Sebastien vuelve con un gruñido.
—Qué te pasa, Berta. Te tengo que preguntar, viste, porque ahora me dan órdenes en mi propia casa.
—Pero no, Seba, ya lo conocés, no te da órdenes. No te pongas así.
—¿Y vos qué sabes? ¿Y vos qué sabes por lo que estoy pasando yo? — la voz de Seba se agrava con un tremolo de pecho que me recuerda a Elvis, pero más a Sandro. Lo quiero con locura cuando me lloriquea así. Tiene voz grave, de telenovela, como Aceituna.
—Seba, seguro que está todo bien. Si me dejás que vaya me podés contar todo lo que te pasa.
—No. No porque la última vez que te empecé a contar te fuiste y me dejaste con la palabra en la boca.
—¡Sebas, eran las cinco de la mañana! ¡Se estaba haciendo de día!
—Y qué problema hay, si no hacés un carajo.
Trago saliva y me arrepiento de haber llamado. Se escucha de inmediato el respingo y el grito de Massimo.
—¡Sebastien! No le hablés así a las chicas!
—Pero ella me llama y después me miente y me hace sufrir.
—¡Pero es Berta!
—Sebastien, dejá, si realmente es un mal momento yo llamo otro día.
—¡Me ofendés! Me llamás de la nada, me provocás y ahora me ofendés. ¿Cuándo te dejé en banda yo? Decime cuándo.
—Nunca. Es verdad —Es verdad que cada vez que llamo hay que dar este rodeo absurdo. Él se entretiene, es lo que lo alimenta a su retorcimiento de huevos, de alguna manera, este tira y afloja.
—Decime qué te pasa, así me voy preparando.
—Te vas a enojar.
—Yo nunca me enojo, Berta, amor. Vos no podés hacer nada para que me enoje. Nadie tiene ese poder sobre mí— recita Sebastien. Es verdad. Nunca se enoja: siempre parte de un escarpadísimo umbral de ira permanente, que a otras personas les costaría mucho alcanzar, pero que él se viene labrando a fuerza de años macerándose en sentimientos de inferioridad, inseguridad y orgullo brutal.
—Bueno, menos mal, Seba. Sos un divino.
—Ahora contame que te pasa. —Susurra con su voz de Barry White.
—Me mojé.
—No. Jodeme. No. ¡No! ¡No! No, hija de puta, no.
—¡Sebastián! —cuando le dice Sebastián con a y acento en la a es porque se está por ir todo al carajo. —Dejá de insultar.
—¡Se mojó! ¡Se mojó! — Seba aleja el teléfono y grita con la boca cerrada. Es un truco que le enseñaron en Brasil. Lo usa mucho. Es aterrador.
Photo by Robin Maddock, L.A.Pong series
 
 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
—Ay no, Berta. Berta. Berrrrrrrrrrta. —se escucha un estruendo y los pasos nerviosos de Massimo. —Dame. — le arranca el auricular —Hola tarada. Te lo tengo dicho. Te lo dije mil veces. Te digo tarada porque te quiero, pero es que no lo puedo creer. No te podés mojar un martes. Por qué nos hacés esto— Massimo también tiene una voz profunda y acaramelada, pero no tan grave como la de Seba. Creo que es barítono. Se conocieron en el coro de la Iglesia de la Santa Emanación. Es una larga historia. Por detrás, Seba llora con un rumor de oso herido.
—Ya sé, Massimo. Ya sabía que me ibas a retar. Pero bueno, no es urgente. Puedo ir mañana.
—Mañana, dice— se escucha a Seba sollozar de desesperación. —Oíme, vos sabés que no podemos dejarte así sin tratar. Vos sabés que mañana será peor. ¿Lo sabés o no?
Suspiro. Los llantos y admoniciones de Massimo y Seba siempre logran hacerme sentir como un gremlin que opta por comer chucrut después de medianoche.
—Sí, ya sé. Decime que hago,
—Tomate un taxi y vení ya. Pero ya. —Baja la voz y habla con total seriedad —Yo no tengo tiempo de salir y avisarle a Severino. Vas a tener que conversar vos con él.
—Cómo.
—Lo que oís. Hoy, martes, no puedo. Si venís a comer, vas a tener que hablar con él.
Esto es lo peor que me podría haber dicho. Súbitamente todo el plan se vuelve demasiado complicado. Pero ya estamos bailando, pienso, así que, Bertita, bailemos. Le pregunto:
—¿Algún cambio en la puerta?
—No me comprometas Berta no digas esas cosas no digas nada por favor— dice todo esto con la velocidad de un relator de fútbol en medio de un gol con siete gambetas, y después levanta la voz. —No sé de qué me hablás, no tengo idea qué estás diciendo, vení a comer cuando quieras.—Y me corta.
Lo miro a Borisbecker, que tiembla en un rincón y me ruega que no lo lleve con él. La herida de la última velada en la Residencia Bogdanovich todavía es reciente, y sé que no hay croqueta en este mundo que pueda convencerlo. La Residencia Bogdanovich es la kriptonita de Borisbecker.
Muy bien, entonces. Voy sola. Miro alrededor como si Borisbecker no existiera, agarro el bolso, me miro en el espejo. Estoy intentando insuflarle un sentimiento de culpa certero y mortal, pero el perro suelta un llantito que dice ni loco, Berta. Dice no me hagas ir, Berta. Dice, tené cuidado, Bertita, tené mucho cuidado.
 
 
 
 
Photo by Robin Maddock, L.A.Pong series

 

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