El Jesús personal de Berta SS

Antes de que me presentaran al hombre que más me quiso, yo ya lo tenía junado. Flaco, pelo largo, canchero. En mi mente, él fue siempre mi Jesús particular. Un Jesús comprensivo, que se reía más que cualquier Buda. Lo veía moverse en la plaza. Era el que defendía a sus amigos, el que los recibía con una sonrisa, y un abrazo cuando más lo necesitaban.

—El típico toqueteiro, ¿no?

—No, nada que ver. El que te abraza cuando sabe que te va a hacer sentir mejor, cuando sabe que lo necesitás.

—Perceptivo, sensible.

—Sí.

Mi Jesús particular solía saludar con un abrazo, pero era un abrazo fraterno, como dicen en los programas folklóricos cuando mandan saludos al Uruguay. Yo, que tengo el olfato más desarrollado que Borisbecker, ya sabía que sus abrazos seguramente olerían un poco a sudor y otro poco a porro. Pero un abrazo fraterno, viniendo de un chico como él, tenía forzosamente que ser mejor que muchos de mis polvos de discoteca.

Un día, mientras paseaba a Borisbecker por la plaza y trataba infructuosamente de que no cagara en el arenero, vi a Jesús sentado en las hamacas. La chica que estaba con él lloraba, y no parecía ser de las que toleran bien el sudor y el porro. Era una chica peinadísima, muy arreglada a la última moda. Una chica linda. Una chica espectacular, digamos, de esas a las que nos gusta odiar porque quieren ser siempre sexies. Una chica así, con Jesús.

Y ahí, al verlos en las hamacas, ella y sus tacos, el peinado con spray flexible preparado para resistir el zonda y el pampero, los ojos hinchados, se me quedó el corazón como repollo hervido. El problema era él. Su cara. El ceño fruncido de Jesús. Esta nena cotizaba en bolsa, y él perdía la paciencia. Ella lloraba retorciéndose las manos y él parecía a punto de escribir mensajes secretos en la arena. La versión 1999 del berrinche con los mercaderes del templo.

Jesus failure.

Me escondí detrás de un árbol, le mandé una orden telepática a Borisbecker para que se quedara en el molde, y juntos aguzamos el oído. Lo que sigue es una transcripción del diálogo que desgrabamos mi perro y yo.

—Porque yo no tenía ganas de estar ahí, cuatro horas viendo a gente transpirada cayéndose de la patineta.

—Jodete. Te hubieras quedado en tu casa con un video de Sex and the City y un whisky con pastillas.

—Yo no mezclo.

—…

—Hoy no mezclé.

Odié profundamente el chal translúcido de la chica, odié los bolsillos de su jean bordadísimos de abalorios, los odié con la misma intensidad con que me brotan espontáneamente unos odios last minute cuando me miro en el espejo de cuerpo entero algunas noches, antes de salir. Odié sus taquitos enterrándose en la arena, los dedos, demasiado gruesos para una verdadera belleza marieclaire, agarrando a mi Jesús de sus muñecas peludas. Recé para mis adentros, mi cerebro arrodillado: Jesús, no me falles ahora. Sonreíle un poco. Es carne de boludódromo, destinada a pasearse arrastrando carteras cada vez más grandes, destinada al metatarso deformado y al bótox. No tiene nada en la cabeza, pero acariciásela, una vez, para que yo te vea.

Jesús no le hizo una caricia, no la miró a la cara. No le besó las mejillas mojadas de lágrimas. Se quedó ahí, enfurruñado y distante, mientras una chica linda lloraba una pérdida que aún no alcanzaba a cuantificar.

Por supuesto ese fue el momento que Borisbecker eligió para localizar a Namasté, la caniche de la pelotuda del séptimo A. Borisbecker, con intenciones de empomar, tiene fuerza suficiente para arrastrarme a mí y a un ejército de modelos de Eyelit hasta la plaza más cercana. Ni hablar si la montaña viene a Borisbecker. En un momento se desbarató la escucha y todo se transformó en carreras, ladridos agónicos, entrecruce de correas, gritos de horror. Borisbecker con el pito afuera, Namasté y sus chillidos y los chillidos de la del séptimo A y su bambula y la puta que los parió a todos.

La última vez que pude mirar, la cabeza de la chica colgaba, junto a su pelo espléndido, en un llanto inmóvil. Jesús miraba lejos. Entre ellos, parecía que hubiera surgido de la arena algo alto e infranqueable, como el paredón de un cementerio.

Ese fue el día en que comprendí que Jesús podía enamorarse de alguien como yo, y que yo no iba a quedarme tranquila hasta lograr oler de cerca ese abrazo fraterno, esa desilusión, ese muro.

Image by Print Mafia.

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