Plumas

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Veo por ahí que es el aniversario de la muerte de Carver. Lo hemos leído mucho y hemos lamentado su larguísima sombra, las malas imitaciones, el canibalismo de la edición de Gordon Lish, las horribles traducciones al español. Se lo ha manoseado y denostado. Hasta en Birdman se burlan porque el protagonista ha querido elige llevar a escena, of all things, ese cuento de Carver. Hemos leído, ojipláticos, aquel artículo del New Yorker, la versión de What We Talk About When We Talk About Love con las tachaduras de Lish. Hemos aprendido de él (¿o de Lish?) el poder de las primeras palabras, la primera frase. Qué difícil separar al escritor del cuchillo limpiador, qué difícil ver en el fuego la llama que purifica o la temperatura a la que arden las bibliotecas, el fuego que despreció Max Brod, el fuego del que sí hay que salvar algunas cosas. Leímos Beginners y fue un clavo más en ese ataúd del despertar, como ese día de mi niñez en que me contaron que alguien había decidido editar el Padrenuestro, aggiornarlo, y empezamos a rezar diferentes los niños y los viejos. Quizás crecer sea eso, dejar de rezar, o rezar diferente, o elegir otras palabras. O suspirar y seguir cuando alguien viene y las tacha por ti.

Llegué tarde, con mi legendaria impuntualidad, a la poesía de Carver. Leí el libro de Tess Gallagher, deseando que me gustara tantos como los suyos. Pero solo se salvaba el relato que daba nombre al libro.

Y, a pesar de todo, en medio del agridulce descubrimiento de lo que puede hacer un editor con la obra de un escritor, en ese limbo de no saber si agradecerle a Lish o putearlo, todavía me dura el sacudón de haber leído Plumas. No recuerdo la hora ni el día ni la estación, tal vez fue en un colectivo, tal vez un almuerzo silencioso en alguno de los bares mal iluminados donde comía antes de volver a la oficina y a mi pequeña vida de ticket agent. Pero Plumas permanece.

Aquí: Plumas

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