Fuera

Pasé unas ciento sesenta y ocho horas en encierro voluntario en cabaña alejada de la civilización con la intención de escribirme entera.

Durante mi estancia en las profundidades seguí una dieta a base de jugo de naranja natural, jugo de mandarina y uva embotellado, frambuesas, manzanas verdes, ensalada Waldorf, mi special chicken salad sólo para elegidos, pancito para mojar, vino blanco, pseudo ravioles industriales, ravioles caseros de espárragos, queso mallorquín, mongetes con butifarra, fideos ramen, alfajores BonOBon, agua, innumerables tazas de té negro sin azúcar y dos chicles de menta.

También comí aceitunas en total soledad.

Escuché música sin parar. Instrumental durante la escritura, de la otra durante los descansos. Descubrí un total de siete canciones nuevas. Algunas de ellas fueron bailadas con lentitud, otras con furor sincero.

En estos días aprendí cosas que nunca olvidaré. Tienen que ver con viñas e hinojos, con olivos y cipreses, con la luz filtrándose a través de una parra, con la luna llena entrando por un tragaluz. También tienen que ver conmigo.

Me levanté muy temprano la mayoría de las veces. Algunas noches escribí sentada en el suelo junto a la chimenea y el fuego me acunó hasta que se me perdieron los párpados. Otras veces escribí en una pequeña mesa de cara a la pared, rodeada de bosques pintados por las manos de otros. También escribí al sol, en el porche, envuelta en una manta, mientras una gata jugaba con hojas secas a mis pies.

Una mañana me despertaron los disparos de los cazadores. Volví a dormirme. Más tarde un pájaro golpeó en mi ventana y no supe qué decirle. El último día, mientras empacaba, el mismo pájaro volvió a golpear en la ventana para despedirse. He oído que hay aves que sobrevuelan y miran hasta que deciden bajar.

Caminé mucho por el bosque y rodé en la hierba para adquirir cicatrices variadas con mi torpeza habitual. En un rincón bajo los árboles me senté a mirar cómo la naturaleza me ponía en la mano cosas vivas que no puedo nombrar.

Una noche salí a conducir bajo la lluvia. Los aviones cruzaban la carretera e iluminaban la niebla sobre mi cabeza. Vi aviones llegar y partir con el desapego de aquellos que ya han volado en alfombra mágica. Un puñado de brujas me mantenía en sus oraciones en la distancia.

Cuando volví a casa el cable de los auriculares se había enredado para siempre con mis llaves. Fue un momento penoso y tuve que recurrir al timbre.

Me sobró comida. Bajé unos kilos. No calculé los víveres tan bien como Kerouac en Big Sur, pero tampoco tuve que boxear con el delirium tremens.

MIs gatos están felices de tenerme de vuelta. Uno de ellos me abraza ahora, indefinidamente.

El número de páginas nuevas escritas es aún indeterminado. Quedan mesas por escrutar.

Mis besos hoy saben a gasoil.

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