Cambio y fuera, o lo bien que sonó siempre ese ch ch ch ch

Yo les hablo del miedo al cambio y ustedes siempre piensan en cosas que me dan sopor, como cambiar de empleo, irse de casa, que los sienten al lado de esa compañera olorosa y hostil. Yo me refiero a una pequeña pieza del rompecabezas que se mueve y que nos deja a todos con el culo al aire. Dondequiera que voy, lo que veo es la fragilidad de aquello que llamamos estable, de aquello que parece armónico.

Ayer mismo, en el Liceo. Me faltó esto para ponerme a gritar en medio del solo de violín. Era un solo precioso. La violinista se hacía la reventada y se había puesto tacos aguja, pantalón ajustado, como invitando a que nos animáramos a comparar la música que interpretaba con su gallarda forma de vestir. El grito que estuve a punto de pegar también era precioso. Lo sé porque llegué a oírlo dentro del cráneo, vislumbré su potencia en el sabor de la bilis que me subía por la garganta.

Mis ojos, dotados de un dispositivo de rayos x, ven lo muy maduro que está todo, ven cómo todas las cosas se rinden ante la impermanencia.

 

El sábado en el bar, Espinosa y yo dejamos a nuestros novios en la mesa y fuimos al baño. Hicimos pis. Después, Espinosa parloteó sobre su examen de solfeo mientras se hacía una raya en la tapa del inodoro. La felicité por sus logros y vi la cara que habría puesto si me hubiera pegado a su espalda para acariciarle las tetas por debajo de la blusa. Estiré la mano para hacerlo, pero no lo hice. Nuestra amistad, nuestras salidas de a cuatro, ¿hubieran sido lo mismo después de esa caricia?

El cambio es una válvula que se bambolea, floja. Ni ajusta como debe ni tiene que ver siempre con inhibiciones.

Cada verano pasamos las vacaciones en Nono. Me conmueve, cada verano, manejar por la ruta de Traslasierra. Es tan fácil enloquecer, volantear, despeñarme, arrastrarlos a todos en mi caída.

Enloquecer, dije. Esta agitación que siento no es locura. El precipicio, el abismo del cambio me llama, me atrae con su voz meliflua, me dice cositas al oído.

No quiero que mis amigas dejen en casa a sus niños. Los miro jugar con cuchillos de palo. Y si yo…

—Cómo se nota que le gustan los chicos, mirala, embobada—dice una amiga madre, y otra, y otra. Yo levanto la vista de los brazos tiernos de sus niños, y sonrío. Miro la carnecita, los ojos limpios. Hay un cambio gigante leudando dentro mío, sólo sujeto por las cuerdas de la volición, por los cables de la ejecución y del impulso. No saben qué gastadas están esas cuerdas, cómo fallan estos cables.

Imagen por Connie K Sales.

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