Mutación

Este fue mi primer cuento publicado, y apareció en el número 78 de la revista literaria La Bolsa de Pipas, en julio de 2010.

 

 

Un traguito para mojarme los labios, decía Madre en las fiestas, y mis hermanos me miraban aterrorizados. Yo siempre me encargaba de todo.

Tengo un mundo de sensaciones. Voy a visitar a mis hermanos, en tres visitas consecutivas, por orden de aparición. Llevo masas frescas para todos, menos para Rubén, que todavía no puede superar lo de los pañuelitos de crema. Para él, entonces, pequeñas facturas vienesas, muy almibaradas. A veces un par de revistas. Cantarock, Toco y Canto. Un as de la viola, el Rúben.

Después de varios traguitos y labios mojados sobre mojados, Madre se empezaba a acordar de Abuelo, de las polkas y del rebenque. Terminaba escondida abajo de la mesa y todo el mundo pensaba que se escondía de Padre. Es una complicación cuando las madres llaman por igual a sus maridos que a sus padres, ¿no creen? Papá. Asexuamiento sin dolor, en un solo paso. El marido para siempre exiliado. Helpless por tres. Después, cuando yo ya la había sacado de debajo de la mesa (mis hermanos aún mirando aterrorizados), había que volver en el 404 ruidoso y silencioso al mismo tiempo, con el flan o el budín de pan todavía en la garganta, pero ahora con un gusto agrio de tanto mezclarse con las lágrimas de mamá, el aullido lento que parecía venir del asiento mismo, ella acurrucada casi en el suelo del auto, los sollozos bañando el aire. Hasta que todos nos sentíamos como si estuviéramos metidos hasta el cuello en una laguna turbia. Mar Chiquita, el limo pegajoso en los pies. Papá manejaba apretando los dientes. Manejó apretando los dientes hasta el día en que se fue. No estaba ahí para verlo, pero me gusta pensar que se fue con la mandíbula relajada, silbando algo que no fuera una polka.

—Estaba casi ahí, en lo alto de las escaleras, con su grito en la lluvia.
—Rubén.
—¿Te despertó para decirte que era sólo un cambio de planes?
—No traduzcas, Rubén.

Rubén quería una chica canela. Todavía no se recuperó de haber escuchado Harvest, ni Cinammon Girl. Piensa y piensa. Barrunta. Cómo serán los besos de una chica canela. De azúcar quemada, seguro. Examina. Todos esos golpes de guitarra del final, que no tienen nada que ver con la canción, según él.

—No tienen otra razón de ser que inquietarme. Y hacer que me pregunte por qué Neil los habrá puesto ahí.

Neil es Neil Young, hablamos de él como si fuera un hermano más. Y tal vez lo sea. No sabe por qué Neil puso los golpes de guitarra ahí. Lo dice como si Neil hubiera puesto los zapatos sobre la mesa para que él los encontrara cuando entrara en casa. Pero Rubén ya no sale.

No podemos estar todos en la misma habitación. Ya no. Por eso las visitas por separado. Mis hermanos mayores lo superaron bastante bien. Rubén no. Es delicado, como cuando la cinta del cassette se queda enganchada. No se te ocurre hacer demasiada fuerza para evitar que se rompa, y entonces acabás por  dejar la cinta ahí y clausurar el pasacassette. O eso o perder la cinta para siempre. Entonces dejamos la cinta ahí, y ya no tenemos más cassette ni pasacassette. Ahora cantamos nuestras propias canciones. Eso es lo que decidió Rubén. Después de todo, ya no iba a ser lo mismo.

—La chica canela desmejorando por la tarde con probabilidades de crisis.

—Ya fue, Rubén. Cantá otro rato, dale, que me tengo que ir.

Neil grabado de la radio sobre un viejo cassette de los Parchís. El otro truco de la cinta scotch, sobre los agujeritos del cassette, para transformar un cassette grabado en un cassette virgen. Sabiendo todo el tiempo, sin embargo, que las canciones siguen ahí, debajo de las otras canciones. Trocitos de metal flotando en un río de plástico. La batalla de los planetas. Mutación.

 

Le pregunto a mi hermano mayor si se acuerda todavía de las canciones de los Parchís. Claro, no fue hace tanto, me contesta. Le pregunto a Tato, mi hermano del medio. Me las canta. Le pregunto cómo se acuerda de las letras. Se encoge de hombros. No me pasaron muchas cosas en estos años, me contesta, con un pañuelito de crema mordido en la mano. Tato se casó, se compró el coche, la casa y el perro. Hijos no. Tanto no.

A Rubén no se me ocurre preguntarle esas cosas. Tiene mucho tiempo libre.

La única vez que le llevé los pañuelitos de crema Rubén empezó a recordar. Él había ido a la panadería a comprar medio kilo de figazas. Esa noche habría sandwiches de lomo para todos. Rubén vio los pañuelitos de crema pero no le alcanzaba, Madre nunca le daba monedas de más. Volvió a casa enfurruñado y la vio, apoyada junto a la pileta de la cocina, la botella de ácido en alto, el gesto inútil de taparse una nariz que ya casi no estaba allí. La piel goteando como crema.

—La chica canela con lloviznas ligeras tendiendo a piel ampollada por la noche.

A veces Rubén imita, interpreta. Mutación. Tormenta volcánica. Pequeña mutilación nocturna.

—¿Cómo vas a tocar ahora, Rubén?

—No me dolió.

Lo miro. Me acuerdo de cuando era chiquito, tan orgulloso de sus ojos pardos. Se le volvieron color canela con el tiempo, de tanto mirar para atrás. De tanto mirar desde lo alto de la escalera. Son los genes, decía un novio mío. En su fanatismo coleccionan brotes como quien memoriza polkas cada vez más veloces. Más violentas. No es eso, pienso yo, pero nunca se lo dije. Ni a mi ex novio ni a Rubén. A los otros no hace falta decirles nada. Basta llevarles masas frescas. Pero a Rubén hay que decirle cosas. Cada tanto hay que recordarle los pequeños gestos. Hay que prometerle que la chica canela está bien. Hay que contarle historias con chicas canela. Las chicas canela salen descalzas al jardín, se tapan los ojos, enceguecidas por el sol. Después estiran las manos hacia el cielo para sentir el calor.

 

 

 

Imagen: “The disappearing boy”, by Kai Samuels-Davis.


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