Berta SS (Siempre Sexy)

Creo que soy de esas a las que le va a colgar el cuello, fláccido, como una tortuga de Galápagos. A menos que me decida hacer algo al respecto, pero ya. Me pregunto cuánto tiempo falta para que tenga que hacerme peinados hacia arriba, incorporando mucho aire. Mi poco pelo de repente adquiere las propiedades de unas claras a las que hay que dejar a punto de nieve. ¿Cuánto tiempo falta para que la mente funcione de tal modo que teñirse las canas de lila metalizado parezca una buena idea?

¿Cuánto para necesitar dientes postizos? ¿Y para empezar a despedir olor a apolillado, a encía enferma, a pis? Mirarse las sienes encanecidas en el espejo me hace lanzar estas preguntas al éter. Designio evolutivo que deja bien claro cuáles son los especímenes ya pasados de rosca, los que no deberían ser deseables en las rondas de apareamiento. Lamento decepcionarlos pero, a pesar del cuello y las dudas, Berta se encuentra ahora más a punto de caramelo que a los veinte. Pequeños milagros de la adultez.

-Te cambió el pecho.

-Sí, viste.

Yo, Berta, de costado en la cama, como una maja desnuda con las medias puestas, me miro. El brazo de arriba toma la forma de la cadera y ayuda, ya que estamos, a disimular algún que otro pliegue. El pelo cae en estudiada catarata sobre el hombro. Me abro un poco de piernas y Borisbecker, mi perro, viene y me huele el pubis. Lo dejo, pero de repente me da miedo que ataque esta pequeña maraña con los dientes. Desde aquí huelo su aliento fétido. Lo echo. Se me desarma la pose. El espejo capta una imagen desparramada que quiero olvidar. Me cago en el perro, y en la puta que lo parió. Me levanto, voy hasta la cocina, me abro una botella de vino. Hay dos sartenes con restos de cebolla; todavía no aprendí a saltearla y hago experimentos consecutivos pero algo falla. Al ver las sartenes grasientas, la cebolla quemada y cruda al mismo tiempo, algo se me clava en el pecho y me enrojece el campo de visión. Estrellaría las sartenes contra el suelo, pero después tendría que limpiar. Ay, Berta, Bertita. ¿Por qué no podés ser sexy a todas horas?

—¿Qué comerías?

—¿Si tuviera que ser sexy a todas horas? Sushi delivery. Palito, mojar el cosito, niguiri con los dedos, mojar otra vez. Después lo metés todo en la bolsa en la que vino y listo. Los japoneses la tienen re clara.

En la heladera, entre el queso de rallar y los restos de pollo al spiedo, en medio de las aguas saborizadas y el pan lactal, hay cuatro tarros de crema facial euforizante, de la marca japonesa que uso habitualmente. Dicen que si la guardás en la heladera los beneficios son mayores. La crema japonesa refrigerada no alcanza a borrar mi expresión de cansancio y tristeza, y me produce un escalofrío certero cada vez que me la echo, fría como dedos de muerto, en la cara.

—¿Por qué seguís haciéndolo?

Por qué sigo haciéndolo. Porque es japonesa. Porque hay que ser constante, por eso. Por que hay que insistir en los pequeños gestos de belleza diaria.  Porque a veces, en medio del ritual de la crema euforizante, cierro los ojos y aparezco en una planicie helada. Todo resplandece de nieve. Me congelaron como a Walt Disney, me mantendré siempre sexy, siempre apetecible como un Conogol recién desenvuelto. El futuro es tan blanco y brillante que debería usar anteojos de sol. Después pienso que si a los demás también los congelaron no habrá nadie para admirarme. Lloro un poco. Las lágrimas resbalan sobre la piel helada, falsamente euforizada. Borisbecker me lame los dedos fríos.

 

 

 

Imagen: Illustration from the series Femina Plantarum, by Elsita/Elsa Mora

 

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *