Cómo escribir una canción de amor adolescente

 

 

Hace unos meses, en medio del verano, La Chica que Quería Irse sucumbió ante una canción de amor adolescente. Con hermosa puntería, fue demoliendo sus defensas, una a una. No la conocía. Hay tantas cosas que no escuchó aún. Y entonces, de repente, Thirteen.
En Thirteen piden permiso para irte a buscar al cole, y a la pileta. Después de todo tienen trece años.
En Thirteen piden también permiso para querer. Enternece porque hace tiempo que las cosas no se hacen así.
Se embanderan, el rock n’ roll está aquí para quedarse, dicen. Cuéntale a tu padre lo que dijimos sobre Paint it black.
Resplandece el final. Brillan esas preguntas que todavía no sabe si son adolescentes o no.
¿Me dirías en qué estás pensando?
¿Serías un fugitivo por mi amor?

Pedir el gran gesto, la escapada. Fly fly away. Y retirarse sin rechistar si la respuesta es no.
I won’t make you.
Enternece porque ya no se acaban así las canciones.
A La Chica Que Quería Irse le gustó Forrest Gump y lloró mientras Jenny apedreaba la casa de su padre y caía como la Christina de Wyeth.
Se reconoció en su plegaria.
Good Lord, make me a bird so I can fly fly away.
¿Qué diferencia hay entre una plegaria y una canción?
Las mejores canciones, dicen sus amigos, necesitan un solo estribillo que no se repita nunca.
Las mejores canciones, dicen sus amigos, empiezan con un estribillo que se repite muchas veces.
Sí, y sí.
¿Y una canción que empieza y no se sabe cómo termina? ¿Y un recurso que fuera como el fade-out pero que no fundiera a negro? ¿Un efecto que no te llevara de la manito hacia el silencio? Un shine-on. Un flash-out. Un reverb-it-all, second star to the right, and straight on till morning.

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