De Síntoma a Saliva: un viaje a ras del agua.

A pesar del verano y el letargo endémico, seguimos insistiendo en hacerle fotos a los momentos. Obcecados como cabras, inmensos en nuestra ingenuidad, buscamos detener el instante pasajero, como si quisiéramos extender una membrana protectora sobre el mar, un cubrepileta traicionero. Después miramos llover sobre la tapa del agua y cruzamos los dedos para que el agua sobre el agua no hunda nuestra lona. Así, decía un amigo mío, nacen las teorías, las ideas y los proyectos. En el tiempo detenido, la captura del momento como tensión entre lo que hay debajo de la superficie y nuestra precaria membrana. Envolver lo inasible y sacarle una foto bonita en el momento en que, en fin, parece no hacer agua.

Así, a pesar del verano y las tardes largas y lánguidas, grabamos canciones, escribimos historias ínfimas, lanzamos fanzines y revistas, declamamos de cara a la pared. Y en una de esas llega un mensajero alado que quiere hacerle una foto a nuestra foto para que llegue a más gente.

Hace poco más de un año me autoedité una plaquette de poesía. Síntoma. Síntoma se movió rápido, gracias a mi amiga Andrea Beltramo y Ulls Sadolls, que la llevaron a la Feria del Llibre de Palma, gracias a Carlos Plusvalías, que me grabó declamando Confusa, de San Martín y Abejas.

En un año exacto, Abejas tuvo muchas reproducciones y buen feedback, y me dejó con ganas de más: declamar más, grabar más, probar diferentes maneras de trabajar con el aliento y la exhalación. Sigo buscando la forma, la membrana adecuada, en esa eterna parálisis, ese temblor detenido, puntuado por dudas y certezas, quebrado por sacudones y epifanías que es todo proceso creativo. El mío, al menos.

Y sin embargo, Síntoma llegó casi todo lo lejos que podía llegar. Porque llegó a transformarse en boomerang. Cuando yo fui, Síntoma fue y vino. Y el boomerang volvió en forma de uno de esos mails que una siempre quiso recibir.

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Saliva será mi próximo libro, editado por Contraescritura, una editorial con mucha garra, muchos proyectos y muchas ganas de hacer las cosas de manera diferente. Marta, directora de Contraescritura, cazó a Síntoma en pleno vuelo, lo siguió hasta La reina del burdel y luego hasta mi bandeja de entrada. Uno de esos mails.

Y eso quiere decir que, muy pronto, podrán tener en sus manos un artefacto en papel con poemas de Madame Chucá, que traga saliva, agradecida e ilusionada. Como hacemos siempre que soltamos al aire un boomerang en forma de canción, fanzine, texto. Capturar y después soltar. Y repetir.

No se pierdan el hermoso primer libro de Salva G. Barranco para Contraescritura, ni dejen pasar la oportunidad de hacerse socios y mecenas de todo este percal, que vale mucho la pena.

Gracias a todos los compañeros de este viaje a ras del agua.

 

 

 

Plumas

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Veo por ahí que es el aniversario de la muerte de Carver. Lo hemos leído mucho y hemos lamentado su larguísima sombra, las malas imitaciones, el canibalismo de la edición de Gordon Lish, las horribles traducciones al español. Se lo ha manoseado y denostado. Hasta en Birdman se burlan porque el protagonista ha querido elige llevar a escena, of all things, ese cuento de Carver. Hemos leído, ojipláticos, aquel artículo del New Yorker, la versión de What We Talk About When We Talk About Love con las tachaduras de Lish. Hemos aprendido de él (¿o de Lish?) el poder de las primeras palabras, la primera frase. Qué difícil separar al escritor del cuchillo limpiador, qué difícil ver en el fuego la llama que purifica o la temperatura a la que arden las bibliotecas, el fuego que despreció Max Brod, el fuego del que sí hay que salvar algunas cosas. Leímos Beginners y fue un clavo más en ese ataúd del despertar, como ese día de mi niñez en que me contaron que alguien había decidido editar el Padrenuestro, aggiornarlo, y empezamos a rezar diferentes los niños y los viejos. Quizás crecer sea eso, dejar de rezar, o rezar diferente, o elegir otras palabras. O suspirar y seguir cuando alguien viene y las tacha por ti.

Llegué tarde, con mi legendaria impuntualidad, a la poesía de Carver. Leí el libro de Tess Gallagher, deseando que me gustara tantos como los suyos. Pero solo se salvaba el relato que daba nombre al libro.

Y, a pesar de todo, en medio del agridulce descubrimiento de lo que puede hacer un editor con la obra de un escritor, en ese limbo de no saber si agradecerle a Lish o putearlo, todavía me dura el sacudón de haber leído Plumas. No recuerdo la hora ni el día ni la estación, tal vez fue en un colectivo, tal vez un almuerzo silencioso en alguno de los bares mal iluminados donde comía antes de volver a la oficina y a mi pequeña vida de ticket agent. Pero Plumas permanece.

Aquí: Plumas