Lo que sabemos las chicas

 

 

Lo confieso: yo leí a Poldy Bird. La leí cuando era una nena, ahora me parece una señora almibarada insoportable. Pero está todo bien, yo a veces también soy una señora almibarada insoportable. A la distancia, recuerdo que me fascinaba un cuento en el que hablaba sobre la casa de su abuela. Sé que mi preferencia por ese cuento venía de haber vivido media vida en casa de mi abuela, y esas descripciones del jardín y la reja y las plantas podía perfectamente comprarlas como propias. Bird hablaba de las primeras rosas, que ya mareaban en octubre, y de los jazmines del verano (aunque para mí el verano empieza con el primer mordisco a un durazno).
En algún momento de ese cuento, Bird le agradece a su abuela todo lo que le enseñó, lo que la hizo ser la mujer que es. Y enumera: usar pañuelo, saludar, decir gracias, freír un huevo, coser un botón.
Las chicas tenemos que saber muchas cosas para convertirnos en mujeres. Una de las primeras canciones que aprendemos, las manitos agarradas bien fuerte para no caernos cuando la ronda toma velocidad crucero, habla de saber coser, bordar y abrir la puerta para ir a jugar. Las chicas tenemos que saber usar nuestras puertas para salir a jugar y, eventualmente, casarnos con el príncipe. O con la viudita del barrio del rey. (Para mí el “Arroz con leche” siempre tuvo una connotación lésbica; ese cambio de POV en medio de la canción es desconcertante cuando tenés edad de jugar a rondas con las nenas. Primero se quiere casar con la señorita de San Nicolás y después resulta que era una viudita que no sabe con quién. Piensenlón.)
Las chicas tenemos que saber muchas cosas y por eso un día abrimos la revista Anteojito, nos abduce la columna de Blanca Cotta, aprendemos que a las frutillas hay que lavarlas antes de cortarles el cabito (porque sino se llenan de agua y pierden sabor) y a partir de ese momento todo se va al mismísimo carajo.
A partir de ahí los descubrimientos, los saberes, se atropellan. La esencia de vainilla nacional es siempre artificial, e intentar bebérsela del pico, cual botellita-Bébeme de Alicia en la madriguera, es la experiencia de amargor más intensa de la infancia. No hay que abrir la puerta del horno en la primera media hora de cocción, o la torta no levantará. Las salchichas se revientan después de mucho rato en la olla. El merthiolate primero pica, pero después cura. Las babosas se matan con sal. Si hay alguaciles va a llover. Se puede planchar un pañuelo extendiéndolo, bien mojado, sobre los azulejos de detrás de la pileta del lavadero, y dejándolo secar ahí mismo; después se despega lentamente, se dobla y ya está.
Más tarde aprendemos a cuánto abrir la boca durante los primeros besos de lengua, a cómo permanecer indiferente frente a un piropo o un silbido en la calle, a cómo respirar hondo para no llorar. Incluso sabemos cuánto deben durar los abrazos con los amigos: los gringos usan el método de murmurar mentalmente “Mississippi” para monitorear la duración políticamente correcta de un abrazo no sexual.
Hay un cuento hermoso de Isidoro Blaisten, Príncipe de los Vikingos, al que le tengo mucho cariño por varias razones. Primero porque es el recuento de los saberes que apabullan a un nene, y la versión masculina del crecer y transformarse en semihumano siempre me interesa y me enternece. Después porque los protagonistas trabajan en Vialidad, trazando la ruta a Pigüé. Y me imagino entonces a toda mi gente querida de Bahía, Pigüé y Saavedra, y que los almacenes antiguos que nombra tal vez sean los que visitaban sus madres y abuelas, y es otro caso de ficciones que tocan aristas de realidad.
En el cuento de Blaisten, el nene, probablemente huérfano, aunque esto no se menciona de manera explícita, vive con su hermana y el marido de ésta. El marido/cuñado es agrimensor, y pasa temporadas en la “campaña”, trabajando y mandando telegramas (siempre el mismo: “Arribé satisfactoriamente”, que ella colecciona en una lata de galletitas Bagley). Ella es ama de casa, chiquitita y perfeccionista, con la neurosis-bomba-de-tiempo de las mujeres que pasan demasiado tiempo solas en casa. El cuñado es un pedante, con un trastorno obsesivo-compulsivo refulgente como el cielo estrellado de la pampa. Hace listas de la compra con vectores, estructura, esquematiza, traza diagramas, baja línea acerca de cómo se hacen las cosas. El nene mira y aprende, un nene lindo que juega a ser vikingo en un baldío y hace juramentos sagrados con plumas de faisán o perdiz.
El gran acontecimiento en la vida de esta familia es que un día viene a cenar el Ingeniero, director del proyecto de Vialidad, junto a otros agrimensores y contratistas. Al Ingeniero lo precede su fama: es una persona brillante, un sabio, que traducido al idioma de esta buena gente no es ni más ni menos que ser un depositario de saberes, un compendio de nociones prácticas. Están todos emocionadísimos y pasan semanas trazando listas de la compra con vectores y haciendo acopio de víveres perecederos y no perecederos.
El Ingeniero llega, en medio de la ansiedad y el clamor general, se lo homenajea con vermut y morrones fritos, se brinda y se bebe. Y, efectivamente, el Ingeniero es un sabio. El nene mira todo, alelado, como en cuclillas ante el Buda. El Ingeniero sabe cómo hacer para que no salgan bichos en el empapelado, cómo se limpia la porcelana, cómo vaciar una lata de kerosén sin derramar una gota. Los comensales beben de sus palabras. El Ingeniero se embala, se encurda con las botellas de vino que trajo como obsequio a la anfitriona y empieza a soltar sus saberes uno tras otro, sin mediar inhalación de oxígeno: cómo limpiar el pegamento con vinagre, cómo destripar una gallina, cómo desempastar una bujía, cómo usar el ácido muriático con fines domésticos. Finalmente entra en un paroxismo de instrucciones, consejos, espumarajos, pero no alcanza la iluminación, no: se desploma sobre la alfombra, se ríe solo, llora, hay que subirlo a la cama, vomita la colcha. Ingenieri failure.
Es un gran cuento.
Y que las chicas sabemos muchas cosas hoy también me parece un cuento.
Amanece, y me pregunto dónde están mis saberes, mis nociones. Como esa nena de ojos azules que de repente se da cuenta de que no sirve para nada saber leer, y saber que a la gente de ojos azules a veces se la descuartiza y a veces se descubre al malhechor a través de los latidos de un corazón escondido debajo de las tablas del suelo.
Amanece, y me gustaría que mis latidos me contaran algo que no sepa, algo nuevo. Que esta taquicardia sirviera para algo.
Pero todavía no sé qué se hace bajo la ducha con un cuerpo que hasta ayer era artefacto de placer, y hoy duele en cada articulación. No sé qué diferencia hay entre ponerse un perfume u otro, ni si sirven de algo las muñecas o las ingles fragantes. No sé qué valor tiene saber que los párpados hinchados de llorar se desinflaman con té de manzanilla helado, ni que el aliento a cóndor mejora masticando tallitos de perejil.
Hoy me doy cuenta de que no sé cuántas calorías hacen falta para mantener un esqueleto en movimiento, ni por qué hay que cortarse bien las uñas. Que ni mi abuela ni la abuela de Poldy Bird me enseñaron cómo se pasa de enmielada a almibarada, ni de insoportable a funcional. Hoy me doy cuenta que no sabía hasta qué punto la piel grita, hasta qué punto aúlla el pecho, y los ingenieros de este mundo al final se encurdan y se babean y nadie te dice qué hacer.
Hoy no sé cómo se da el próximo paso, ni conozco la manera elegante de sentarse a esperar, de darle cuerda al reloj. Hoy no sé dónde conseguir una máquina del tiempo, y no estoy segura, no sé si debería adelantar o atrasar. Hoy no sé dónde está el botón de rewind ni el de fastforward. Hoy no sé qué música poner, porque todas las playlists me quedaron súbitamente viejas. Hoy no me acuerdo de cómo cantar.
Hoy amanece y no sé.

 

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Imagen: Anarchy covers by Rufus Segar.

 

 

Azúcar

 

 

Rellenar con azúcar de un frasco un azucarero. Cucharada a cucharada soy la dueña del azúcar. Blanca, aunque dice blanco en el paquete. Cucharada tras cucharada me tiembla la mano y derramo y cae y caigo. Parecen estrellas los puntos de azúcar sobre la madera oscura. Igual de incontables. Claro que podría ser Rainman, y descifrar de un golpe de vista la ecuación del azúcar, el secreto del universo, la cantidad de instantes dulces que hacen la vida potable. Cucharada tras cucharada me tiembla el contenedor y me derramo. Es plateada la cuchara y después se tira a la basura porque es de plástico. Metal de mentira. Cucharada a cucharada de mentira me tiembla el pulso y me derramo. Tengo anillos de plata ante los que nadie responde. Metal de verdad en dedos que, cucharada a cucharada, tiemblan y me vierten dentro de mí misma. ¿Cuántas horas me quedan de estas? ¿Cuántas horas buenas, cuántas edulcoradas por las cucharadas de verdad que cada tanto me digo al oído? Algunos temblores más tarde el azucarero está lleno de estrellas. Llamen a Dave Bowman. Díganle que sí, que acá también.

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Imagen: Escultura de azúcar por The Sugar Lab.