Leona

lioness
Este texto apareció en la revista Agitadoras de abril de 2013.

It is for me the eventual truth
Of that look of the lioness to her man across the Nile

“Lioness”, Songs:Ohia  

Nunca se había sentido leona. Siempre eran de otros los rugidos vistosos antes de la película. De cualquier película doméstica o incluso pública, de esas pantallas plateadas a la fresca, donde todos podían ver el vapor saliendo de las fauces y huían por su vida. Ahí había rugidos y nunca eran suyos.

Nunca fue leona porque las coronas se las ponían otras. Y ella nunca fue de las que se sentían especiales, aunque escuchó tanto esa frase: “¿Qué tenés, coronita?” Ella no tenía coronita ni corona, y una leona debe tener al menos una corona imaginaria, ya que la naturaleza no le ha otorgado la melena regia del macho.

Nunca se había sentido leona aunque sí tenía una buena mandíbula, eso sí. Muchas veces se le escuchó decir: “con esta mandíbula de tiburón blanco que el buen Señor me ha dado no pretenderán que coma plancton.” Nadie sabía muy bien a qué se refería con esa bravuconada. Ni siquiera ella. Lo decía por decir, como habrá dicho tantas cosas en su vida. Ahora sabe que lo de la mandíbula tenía que ver con la promesa de una leonez, una leonitud. Lo sabe porque un día apretó, y algo crujió entre sus dientes.

Nunca se había sentido leona porque leonas siempre fueron las otra s, las hermosas y ordenadas, las que se subían confiadas al escalafón para preñarse y parir y después mostrar al cachorro, primero ensangrentado de la propia sangre, después limpio a lengüetazos y después seguro entre los brazos fuertes, defendido de vientos, mareas y tiburones blancos por ellas, las que de pronto adquirían ojos de leona. Esas eran las buenas. Las importantes. Las que tenían ganada para siempre la cucarda que ella nunca tendría. Después de todo, qué hay más definitivo que mostrar la cicatriz del hijo, la risa del hijo, la estatura siempre creciente del hijo, el amor inconmensurable que ella nunca sentirá. La marca máxima de leonitud. Ahí las tienen. Las leonas son sus amigas. Ella ama a las leonas. Ella ama saberlas así de completas. Cierra los ojos e intenta ver detrás de los párpados la leve luz rosada de esa completud.

Sabe, de todos modos, que una vez que el cachorro abandona el vientre las leonas acarician el vacío para siempre. Que eso también es definitivo. Y que eso se traduce en gestos heroicos que ella puede entender con la cabeza pero no con el cuerpo.

Pero un día apretó los dientes y algo crujió. Las encías le sangraron también, poco habituadas a ese tipo de visitas. Era algo que había cazado después de correr mucho, con la lengua afuera y los huesos doloridos, polvorientos. Jugó con la presa entre las patas delanteras, como hacen las gatas. Todavía no se animaba con según qué sensación felina y empezó por la película doméstica. Cuando el juego se volvió más bravo, cuando la presa empezó a oponer resistencia supo que se había confiado. Tuvo que esforzarse mucho para seguir jugando sin romper, sin matar.

Al final abrió los dedos hasta que aparecieron las garras, y después soltó las fauces, hundió la cabeza y apretó.

Lo que tenía entre las patas delanteras era perfecto como una perla e igual de valioso. Lo había matado ella solita y sólo por eso merecía ser coronada. Había sido algo bueno, algo que parecía gigante e inmutable, y ella lo había pintado de sangre y saliva. Amasar una pérdida entre las patas de pronto le pareció la hazaña definitiva. Ahora acariciaba el vacío ella también. Acaso en ese gesto podría aspirar a entender.

Se quedó largo rato husmeando el aire, fétido de río y de sangre mezclada, la boca abierta, los ojos fijos en la primera estrella en el cielo, las patas sujetando aquello que primero dejó de moverse y mucho después se enfrió hasta que ya no tuvo buen sabor.

Image: Portrait of a lioness, by Kim Stevens