Cómo funciona (mi amor por) la música

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Hay canciones que he cantado tanto que ya no las reconozco. Hasta que entra una nota en el aire y entonces me doy cuenta de que seguimos siendo amigas aunque la vida nos haya separado hace rato. Me ha pasado dos veces esta semana.

Tiene que ver con haber cantado una canción muchas, muchas veces. Tiene que ver con una memoria muscular que se activa y que responde al gran encantador ventrílocuo, que te sienta en sus rodillas, mete la mano en tu espalda hueca y te impulsa a cantar.

Las dos veces fueron versiones: yo no conocía la versión pero sí la original, y las palabras volvían a mí enmascaradas dentro de otro ritmo, con otra voz.  Una vez fueron palabras que yo tenía perfectamente memorizadas, las de Train in Vain, de The Clash, pero en elcover de Annie Lennox. Con la mirada fija en un punto en el espacio canté una canción ligeramente distinta a la que estaba acostumbrada a cantar, pero la letra coincidía.

Cuando una abre la boca para cantar una canción que se canta sola, o sea, sin que una la haya reconocido previamente, la sensación es lo más parecido en el mundo a haberse transformado en un perro telepático.

La segunda vez que me ocurrió fue esta mañana. Es una canción que en principio creí no conocer, y de hecho no sabía la letra de memoria, ni con las palabras exactas. Pero inmediatamente supe que yo había cantado ese wachuwaru wachuwein muchas veces, y de muy joven. Era uno de esos horribles covers chill-bossa que tienen la particularidad de poder ser reproducidos en un sinfín de no-lugares, o más exactamente lugares anti-musicales, como comederos aptos para todo público, sin que ninguna abuelita se espante ante la distorsión y los platillos.

La segunda versión, la del wachuwein, era Shout, de Tears for Fears. Y claro que la había cantado de chiquita. Es curioso como el ánimo hace un pequeño clic y te sitúa en un espacio-tiempo especifico (hay una luz de verano, una cierta colcha liviana, un claroscuro de árboles y siesta) y las palabras vuelven intactas, o al menos vuelve ese balbuceo que empezaba a ser la música que uno no amaría tanto como para incorporar con alma y vida (léase, con letra y melodía completas), pero vuelve tal cual se aprendió aquella vez, durante un verano entero escuchando el American Top Forty.

El otro día, cenando con un amigo y volviendo, una y otra vez, al cine y la música, que son las dos cosas inexplicables que nos unen a los que supuestamente dominamos las letras o nos dejamos dominar por ellas, mi amigo se derritió por un tema de Beatles que ahora no recuerdo y exclamó algo así como: por eso son buenos los Beatles, porque sus canciones se pueden versionar y siguen funcionando, y por eso, musicalmente hablando, son una mierda los Stones, porque sus canciones no se dejan versionar.

Pausa dramática con espumarajos saliendo por la boca.

Tiene razón en lo de que las canciones de los Stones no se dejan versionar. No conozco un solo cover de los Stones que valga la pena (quizás la excepción sea Satisfaction, por Devo, y eso porque es una deformidad tan monstruosa que uno la acaba adoptando entre suspiros de ternura).

Pero el adverbio terminado en -mente oculta una de esas inexactitudes provocadas por un excesivo y excitado uso de la mente. Creo yo que en este caso ese adverbio,musicalmente, se coloco ahí con demasiada velocidad. ¿Es mayor virtud, musicalmente hablando, que una canción siga siendo buena en su versión MIDI para ascensores y aeropuertos? ¿En un sintetizador para politonos de telefonía móvil?

Yesterday, como aprendimos hace poco en este precioso artículo de Jot Down, se llamó «Scrambled eggs» hasta obtener su título y status definitivo como la melodía con más covers de la historia. La mayoría de ellos serán seguramente horribles y olvidables. A mí esos miles de covers me edulcoran sin remedio una melodía que es tan buena que McCartney no acababa de creer que fuera suya.

Y lo que la falta absoluta de covers decentes no podrán nunca anular es la magia de una canción como Shattered, o Bitch, o Faraway Eyes (y que alguien me detenga, por favor, gracias), o la sonoridad de una canción con afinación en sol abierto, que sonará más primitiva, pero cuándo fue una desventaja en Champawat ser primitivo. Y además ¿desde cuándo es la música una competición?

 

Una banda es un artefacto delicado, eso quiero decir. Una sutil combinación de engranajes irreproducibles. Cualquier banda que sea tan única que todavía no se haya inventado el software que pueda hacerla funcionar en modo pseudo-bossanova merece un apretón de manos, medalla, diploma y beso.

Tal vez la culpa la tiene un cantante que deforme tanto las palabras que no importa si aprendés o no la letra de memoria (me viene a la cabeza una furibunda Whoopi Goldberg en una película menor de cuyo nombre no quiero acordarme, rebobinando un cassette delante de una partitura de Jumpin’ Jack Flash, rogando: «For God’s sake, Mick, talk English”). Un guitarrista con el don de le mot juste (algo que también comparte Frusciante, el instrumentista que pone sólo dos notas, pero ay cómo te las pone), la economía de digitación que sin embargo le permite todo lo demás: sus gestos de orangután, buscar tanto el roll como para llevar la guitarra a la altura de la rodilla, supurar carisma. Una base rítmica como el cañón del Colorado, un baterista con los pases más simples y sin embargo dueño de ese hi-hat inconfundible. Y más química que Walter White.

La química, eso que hace que un puñado de personas corrientes, que llegan a un local de ensayo con la lista de la compra en la cabeza, sean capaces de abrir válvulas que traen al momento presente melodías y arreglos y vuelos interplanetarios que un minuto antes no existían.

Lo que nos lleva a algo muy grande, aquello que nos tiene preparado David Byrne para dentro de diez días, cuando se lance su nuevo libro How Music Works: la oscura materia emocional de la creación sigue apareciendo de manera instintiva, pero lo hace para tomar una forma que encaje en un contexto previo. Sólo pude leer el primer capítulo, que es lo que McSweeney’s nos ofrece como adelanto, pero me dejó turulata. El planteo es que a través de las épocas y los estilos, el músico compone pensando inconscientemente en el entorno en el que sonará su música. No sólo el espacio físico, sino algo tan simple como que mejor que nuestra música se escuche si habrá gente bailando y bebiendo y batiendo palmas y gritándose guarradas de un extremo a otro del salón de baile. Y para alguien como yo, que durante trece años se preocupó de cantar lo más audiblemente posible dentro de una banda en la que hay que luchar con la distorsión y los platillos, tiene mucho sentido.

¿Qué tienen que ver los Stones con cómo funciona la música? Sólo sé cómo funciona mi amor por la música, que es lo que dije hace unos meses en esta entrevista de 40 putes, cuando me preguntaban sobre músicos, poetas y florituras. Yo diré que la música no es nunca sólo la melodía más o menos elaborada, más o menos pegadiza, la letra lacerante o con gancho, el soplo creativo de cada integrante de la banda escapándose de pulmones y otros espacios vitales para tejer tempestades en tiempo real. Es la suma de todo eso más el ingrediente secreto (¿el feeling? ¿la emoción? ¿that which cannot be named?). Y ningún virtuosismo aislado puede superar a la gente dejándose la piel en el escenario, a Patti Smith rompiéndose el cuello por poner el pie dentro de las llamas (visito esta idea una y otra vez, y podrán encontrar un texto mío al respecto en el próximo numero de Agitadoras). Pero básicamente, y mi amigo lo sabe, sólo que le gusta provocar, todos agradecemos que Macca haya compuesto sus huevos revueltos y haya jugado con esas séptimas, sin las cuales ciertos melómanos no pueden acercarse a las canciones ni con un palo. Y también sabemos que considerar esas canciones mejores que otras sólo porque se traduzcan bien al aséptico idioma cafédelmar-chillout-yamahadejuguete para ascensor es dejar todo el feeling fuera de la ecuación, lo cual es un error imperdonable.

El plan B de Berta

Aceituna me mira con cara de hiena enjaulada. De hecho estamos encerrados en el baño mientras, en el living, Borisbecker ladra como un poseso durante los breves instantes en que suelta la pantorrilla de Sambayón, que aúlla a su vez de dolor.

Al final, acá el único que muerde es Borisbecker, entre tanto perro quilombero.

-¿Por qué me hacés venir si va a estar el rusito forro este?

Me hago la compungida. Pongo trompita mientras le acaricio la mandíbula. Pone cara de dolor, pero es la rabia lo que le quema el maxilar.

Sambayón grita desde el living:

-¡La puta que te parió, perro puto!

Es así, esa es la opinión que tenemos todos acerca de Borisbecker. No hay nada que hacer.

– ¡A ver señora, dígale que me deje en paz!

Qué tierno, me dice señora. Señora, me dice, el muy enfermo. Merece que Borisbecker le deje la pantorrilla hecha puré. Aprieto los dientes y, cual un control remoto peludo, percibo telepáticamente que Borisbecker aprieta a su vez el gemelo de Sambayón. También percibo que Sambayón grita.

-¡Perro de mierda! Y vos, turra, nos podríamos dejar de joder ya con la jodita, ¿eh?

Vamos mejorando. Por lo menos nos vamos tuteando y ya no me dice señora. A este pendejo bien que le gustó mientras jugábamos al histeriqueo delivery todos los lunes y miércoles, que hay poco laburo. Pero ahora de repente no le divierte tanto el tema y se pone nerviosito y redundante y me pide que no jodamos con la jodita. Es lo que pasa: se les atasca la gramática en cuanto tienen a un perro a escasos centímetros de los genitales. Aunque sospecho que para los hombres como Sambayón todo está peligrosamente cerca de sus genitales. La vida entera gira alrededor de su tiki-taka. Misterios de cierto cableado masculino.

-Por qué me hacés esto- me dice Aceituna, sentado en el bidet, con el envase de telgopor del helado apoyado en la mandíbula. No me lo pregunta, me lo dice, con un siseo casi de tísico. El dulce de leche granizado asoma por debajo del celofán que separa el hielo seco de mis dos sabores de helado, y pronto amenaza con chorrearle cuello abajo. No se imaginan las chanchadas que se me ocurren en este momento. ¿A ustedes también? Puercos malpensados.

Suspiro un poco para mantener esta tensa atmósfera de telenovela. Me encanta Aceituna. Le tiembla la boca cuando me habla, de rabia y humillación, pero también de calentura. Este chico siente todo en sus carnes, como si fuera huérfano y yo le estuviera negando un vaso de agua. Pongo cara de ofendida:

-¡A mí, que sabés cómo pienso! A Bertita no le podés hablar así, lindo. Cuándo te traté mal yo a vos, decime cuándo.

El pibe se pierde por un instante, dirige los ojos a un río imaginario que crece trayéndole un camalotal de ira y frustración y después vuelve en sí.

-Te parece poco tener que ver cómo este pelotudo te transa en mi cara. En mi cara.

Lloraría, pero no me quiere tanto. En el fondo la rabia es porque Sambayón le pegó antes de que él pudiera reaccionar, cuando ni se le había ocurrido el recurso de la trompada, cuando todavía no se había dado cuenta de que la idea era que se pelearan por mí. Un poco de lucha libre de entresemana, para ponerle emoción a la cosa. Yo con mi vestido nuevo alentando desde el sofá. No salió exactamente según lo planeado: a Sambayón lo poseyó el espíritu de Bonavena y me lo noqueó al morocho a la primera de cambio. Borisbecker se asustó y se prendió a la pierna de Sambayón como abrazado a un rencor. Así no hay fantasía que se sostenga.

 

En honor a la verdad, el derecho de pernada lo tenía Sambayón, que como he dicho ya venía efectuando visitas sanitarias los lunes y miércoles, que son días tranquilos en la rotisería. Y como inauguró la liza con ese derechazo tan bestia él debería haber sido el vencedor. Pero yo no tengo estómago para negarle nada a Aceituna. Al morocho lo que es del morocho, porque el morocho se lo ganó. Ay, y de qué manera se lo ganó el morocho. Por eso lo encerré en el baño, para despertarlo con una ducha fría, y después le puse el cuarto de helado pegado a la cara, para calmarle el dolor y que se le pasara el revire. Por eso Borisbecker quedó encargado del rubio y gruñe mentalmente para que no me olvide de él y de que no va a poder aguantar mucho en su pose de perro guardián en el living.

-Ahora vuelvo.
-No, ya fue, yo me voy también.
-No, vos te quedás acá, yo le digo que se vaya y después vos y yo hablamos tranquilamente.
-No hay nada mas que hablar. Ya fue.

Oia. ¿A este qué le pasa? Paremos un cachito. ¡Como si yo le hubiera jurado amor eterno! ¿Qué parte de «cogemos después de pagarte las empanadas» no entendió? Sí, me gusta el morocho y sí, me inquieta su pose de galán de la barranca del río, y sí, esa inquietud hace que me caliente más todavía, pero no nos vayamos de mambo. Las cosas como son. Hay momentos en que quiero empanada de carne picante y momentos en que quiero chamuyo-Arnaldo-André, y a veces quiero las dos cosas al mismo tiempo. Pero el ingrediente fundamental de esta historia es el polvo después de la empanada de carne picante y el chamuyo, y eso no está ocurriendo.
Creo que tendremos que echar al guionista de esta telenovela.

Por lo pronto voy a echar a estos dos, uno después del otro. Vamos a ver cuán ofendido está Sambayón, y si todavía se puede salvar la ensalada rusa que se nos cayó en la refriega. De hecho, pienso que Borisbecker está dando sorprendentes muestras de autodisciplina, al mantener inmovilizado al rubio, habiendo tanta empanada y tanto pollo a su alcance.

deniro

Encuentro de Escritores por Ciudad Juárez, 1 de septiembre, en Palma

“Que cese ya el grito alrededor de todo
detrás de las sillas llamándonos.
Que cese la espera de la eternidad
cansada de esperarnos,
que el silencio se vuelva transparente
para que el verdadero sonido
filtre por fin su alma.
Que “el círculo perfecto” se vuelva luz encendida
en alguien que abre una puerta.

Que el golpe de mar quede en la memoria,
penetrante.
Que se acaben los hábitos de la incertidumbre,
que caiga la lluvia donde la ceniza se moje,
que la nostalgia siempre trabaje en la nieve,
que me dejen interrumpir el juego
de guardar silencio,
que Dios bendiga los zapatos rotos
y nos quite la costumbre tan socorrida del dolor”.
Pliego petitorio, Susana Chávez

 

Escritores por Ciudad Juárez surgió tras el asesinato de la poeta Susana Chávez en enero de 2011. Siguiendo su iniciativa, el día 1 de septiembre se hará una lectura simultánea de textos de poetas y escritores, que alzarán la voz en más de 130 ciudades de todo el planeta.

Sabemos hace rato que el arte no tiene ninguna función. Pero el sábado 1 las palabras se arremolinarán en el aire. Tanta poesía al mismo tiempo, tanta energía concentrada en el recuerdo de las muchas mujeres muertas y en el deseo de una vida tranquila, tantos textos cruzando la tierra tienen que dejar, forzosamente, una marca.

Seguramente no seremos los mismos después de leernos y escucharnos por las mujeres de Ciudad Juárez.

Nos gustaría que vinieras a hacernos compañía.

 

 

Copio y pego el texto de la convocatoria:

“El día 1 de Septiembre del 2012, en la emblemática cafetería Ses Voltes se llevará a cabo una lectura poética multitudinaria, no seremos muchos, SEREMOS TODOS. La razón es apoyar literariamente a los autores de México que luchan en contra de los asesinatos en Ciudad Juárez, para que sepan que no están solos.

Esta lectura se hará a nivel mundial.

Se llevará a cabo a partir de las 20 horas (se ruega puntualidad). Un poema o texto de unos 2 minutos y medio cada uno. No es ninguna recolecta ni nada por el estilo. La asistencia como participante y como público es absolutamente gratuita, aunque si alguien quiere beber algo, la cafetería estará disponible.

pd: Más información en:

http://contratiempo.net/2012/04/escritores-por-ciudad-juarez/

PARTICIPANTES:

Annalisa Marí Pegrum
Àngel Terrón
Anthel Blau
Antonia Tur
Antonio Gómez Movellán
Antonio Rigo
Arantxa Oteo
Biel Vila
Delfín Motos
Emili Sánchez
Eusebio Priego
F.J. Barrera
Guillermo Hernández
Isabel Calafat
Ivis Acosta
Jaume Gaviño
Jorge Espina
Jorge Merino
Luis González Ansorena
Lluís Servera
Macky Chuca
Magdalena Ferragut
María Frisuelos Jiménez
Máximo Fernández
Mayte Albores
Rafel Llobet
Requiem Tony Prayers
Rocío Taberner
Román Piña
Silvia Ogayar
Sonia Plaza
Tomeu Ripoll Moyá
Toni Bauzá
Victoria Marín
Xisca Tarongí i Valls

 

 

 

 

 

El día que Jillsy entró en el burdel

Hace un año, día más, día menos, yo estaba en una playa paradisíaca de esas que hay en mi isla, (ver fotos), acompañada de gente hermosa.

Era viernes. En la bahía de Palma soplaba el viento, como me recordaría luego mi pájaro surfeador, pero allí al norte el mar era un espejo y los turistas habían decidido dejarnos prácticamente solos con nuestra toldería, la pizza casera de Costa y varias heladeritas llenas de bebida fría. Un picnic de esos perfectos, organizados por el ojo atento de Nat. Amigos queridos. Un perro negro pastoreándonos, contándonos uno por uno, esperando  en la orilla a que volviéramos todos de explorar los siete mares a bordo de una colchoneta inflable.

 

Después de comer y nadar y revolcarnos en la arena y dormir varias siestas consecutivas caía la tarde y pensé en darme un último baño. Me hundí como siempre, y después emergí como el capitán Willard en Apocalypse Now, sólo los ojos fuera del agua. Más exactamente como Simon en el video de Hungry like The Wolf. Hacía mucho calor y me gusta el silencio-escafandra cuando los oídos se te llenan de agua.

Sonó mi teléfono y me gritaron e hicieron ademanes desde la playa.

Yo tenía una buena razón para querer atender. Estaba des-esperando una señal con la incredulidad que una espera, yo qué sé, que los Reyes Magos le traigan a John Taylor y una de esas camisas que usaba en los 80s.

Cuando salí del agua ya habían colgado. Pero habían dejado un mensaje. Unos de esos mensajes involuntarios que se dejan en los móviles cuando uno piensa que ya cortó pero no, la maquinita está grabando.

El no-mensaje era confuso; Mercurio estaba sin duda retrógrado. Pero alcancé a escuchar voces que hablaban de cuentos. Hablaban de libros y de fechas.

Yo en ese entonces no recibía llamadas telefónicas sobre libros y cuentos y fechas.

Varios intentos de comunicación más tarde (yo llamaba al número, el número me llamaba a mí pero daba ocupado, esos tropezones que parecen pasos de baile), alguien me dio la enhorabuena y me dijo que mi libro tenía editor.

 

Yo estaba de pie en la playa con el pelo chorreando agua y el corazón golpeándome tan fuerte que no escuchaba nada. Puede ser que todavía tuviera agua en los oídos. Puede ser que fueran los tambores de los invitados de Kurtz.

Pero desde luego era mejor que los Reyes Magos.

Sé que dije gracias muchas veces antes de cortar. Creo que festejé dando saltos en la arena y fue la mejor celebración que pude haber tenido, porque mis amigos se pusieron más contentos que yo (aunque nadie sabía que yo escribía, lo cual fue un golpe de dramatismo excelente) y matamos las cervezas que quedaban con un último brindis en medio del jolgorio general.

Después me subí a la furgoneta, sola, y conduje 60 km riéndome a gritos hasta casa.

Yo soy muy amiga de las efemérides y podría pasarme el resto de 2012 marcando cada hito de La Reina del Burdel, que viene a ser mi primer libro publicado. But fear not: sólo voy a decir que el viaje que empezó ese día sigue siendo uno de esos en los que dan ganas de gritar de contenta todo el tiempo. Y lo mejor, como siempre, es la gente que fui encontrándome por el camino hasta hoy.

Gracias a todos los personajes reales de esta historia. Ustedes saben quiénes son.

Y desde ya un abrazo emocionado a quien esté des-esperando esa llamada este año.

 

 

playa 2 playa de muro

 

 

 

 

Fotos por Nat y Stell

Huida en sandalias con polvo y monjas

Este texto apareció por primera vez en la revista Agitadoras, en diciembre de 2011. 

 

 

 

Se trata de vivir un día más. Con lo fácil que es caerse por el hueco de las escaleras, por la ventana abierta. Con lo fácil que es derretir más mantequilla de la necesaria, y hundir la cara en la sartén.

Estoy buscando una excusa, una explicación a lo que me está pasando.

Estoy buscando tal vez una mañanita desde donde mirarte un poco, mirarte a vos y a las alejandrinas cuestas de tu alma y tu malhumor. Encerrada en la espiral de las cuatro veces que me dirigiste la palabra, sufriendo como sólo se puede sufrir después de un rato de aguantar las sonrisas de los largos caballeros que sí quieren verme, encerrada en los balcones desde los que me asomo para buscarte.

Lo que me está pasando es una pequeña pesadilla envasada en media tarde de verano, es la decisión súbita de salir a caminar por un sendero polvoriento que no conduce a ninguna parte. El cielo está gris de bochorno, mis pies están grises de polvo y vergüenza, unas sandalias con taco y sin talón que no sirven para huir. Pienso demasiado en el glamour como para ser una verdadera runaway.

Por un momento pienso que está bien esto de deshacerse en lágrimas y salir corriendo. Inmediatamente, el cielo, el calor, el polvo, caen sobre mí y mis escasas certezas. Levanto los brazos y miro las nubes. Las pestañas me gotean lágrimas oscuras de rimmel, todo huele a miniserie barata. Sin embargo, esta miniserie barata es mi vida.

Yo salgo corriendo del capítulo de hoy de mi vida porque no sé hacerlo mejor.

El camino que he elegido para huir es tan ridículo que sólo hay una esquina donde doblar, y luego la calcinada curva de asfalto de la autopista, puentes difíciles de cruzar con estas sandalias top glam. No hay árboles. A quién se le ocurre un paisaje sin árboles. Los árboles son imprescindibles si una quiere recostarse y llorar.

Hay estiércol en el suelo, pisoteado y confundido con la hierba seca. Hay moscas que se pasean por mi vestido. Esto me pasa porque nunca hubo nada entre vos y yo.

Estuve buscando un símbolo, una palabra al pasar, un parpadeo en el pasillo mal iluminado por los fluorescentes. Pero nunca me dijiste una palabra al pasar. Creo que no ocupo ni siquiera una sinapsis en esa cordillera cerebral tuya. Ninguna imagen mía se quedó pegada a tu retina, ni siquiera fugazmente. No hay recoveco de tu inconsciente que me lleve a caballito. ¿Te das cuenta de lo poco que tengo? Vos no me registrás. Y yo sólo tengo esta hilacha, como el perfume que olemos en un sueño, y que nos hace gritar de sorpresa y despertarnos. Un grito que dimos que todavía escuchamos, que salió de nuestra boca y sin embargo, no es nuestro. No tenemos nada nuestro, vos y yo. Así te veo, distante, fueguino, indiferente.

Fuiste un relámpago en el pasillo. Y te llevo cosido en el bolsillo de adentro de la chaqueta como un San Cristóbal.

 

Los pasos en el polvo me llevan a un convento. En el calor de la tarde, la puerta de las monjas está entreabierta. Con lo fácil que es caerse a través de la puerta entreabierta. Una puerta, cualquier puerta. La tuya, por ejemplo.

Me detengo frente a la puerta (¿te lo podés creer, yo a las puertas de un convento?) no porque necesite caer más bajo, sino porque aparece un gato, y un gato siempre me ayuda a conectar.

El gato no me teme, a pesar de vivir en la calle. Tiene el cuerpo de otro animal, tal vez un zorro rojizo de pelo largo y espeso. Es como si al zorro le hubieran transplantado el busto de un gato gris de nariz mocosa para hacer una esfinge suburbana no demasiado convincente.

Pero a mí los gatos me convencen de cualquier cosa.

Sentarse junto a un gato es no llorar más.

Te encontré una vez en sueños y no supe abrir mi corazón al hecho de que no teníamos nada que ver. Te busco todavía, en ventanas ajenas. En los reflejos de las vidrieras. En el interior del envoltorio de los bombones. En los horóscopos escuetos. En el diario mugriento de ayer, esperando tal vez una solicitada, un anuncio clasificado que diga “¡Por favor! Volvé a mi vida.”

Y yo iría. Iría volando. Buscaría la forma, la manera. Buscaría el mapa, el agujero debajo del árbol, la madriguera. La mancha de tinta en la contratapa del cuaderno que me lleve hasta vos. Así como estoy ahora, medio pocha.

Como una flor arrancada.

Como una muela dolorida.

Mirando al gato, su nariz mocosa rozándome la mano, me doy cuenta de que, en el capítulo de hoy de esta miniserie absurda que es mi vida, todo me lleva a tener que plantarme delante de la frase que quiero escribir. Tal vez toda mi vida hasta ahora no sea nada más que una excusa para poder escribir la frase que quiero escribir.

Que esta vida merece ser vivida porque una ha conocido la sensación de que un animal apoye la cabeza en su mano.

Que otras personas apoyen partes diversas de su anatomía en partes de tu cuerpo señaladas al azar, no es, ni de lejos, tan importante. Que nunca vayas a apoyarlas vos, tampoco.

Sentarse junto a un gato es dejar de llorar.

Los abrazos que vendrán después, las llamadas perdidas de otra gente, los ademanes desesperados de rescate, las lágrimas, las promesas, los agobios varios no pueden compararse al calor de un gato que viene y frota su nariz en tu cabeza para decirte que te entiende.

Pensar que me quedé mirando la puerta de las monjas, su verja cercenada en el medio para aceptar las limosnas. La puerta entreabierta de donde nadie saldría, monjas mudas y sordas, con votos de intolerancia perpetua.

Un gato cualquiera es caricia acaracolada. Un gato como el mío es amor. Me despido del gato callejero.

Las opciones son cruzar el puente, huir, o volver a mi cama fría, donde hay un gato esperándome.

Vuelvo, porque no sé hacer otra cosa. Aunque lo demás falle, aunque no sé cómo se hace para vivir un día más, hay un animal esperándome, un animal que lo entendería todo, menos mi ausencia.

 

 

 

 

 

 

 

 

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Imagen: Runaway (1), collage by Blaise Allysen Kearsley.

 

Aceituna y sambayón

Las instrucciones fueron claras: medio pollo al spiedo, papas rejilla, ensalada rusa, media docena de empanadas. Y dos porciones de pascualina, que siempre congelo inmediatamente.  Me gusta tener comida sana a mano para cuando viene mi amiga la Micropunto. La tranquiliza ver algo verde en el plato, aunque esté asanguchado entre numerosas capas de hojaldre y lleno de salsa blanca, espesa como para empapelar una habitación.

Antes de colgar, puedo oír el grito del rotisero, que destila amor:

—¡Berta, muchachos!

No llego a escuchar la respuesta. Pero me imagino la trastienda de la rotisería como una vasta sala de calderas donde jóvenes sudorosos, con la parte superior del mameluco azul caída, se levantan la máscara de soldar para mostrar los dientes en una sonrisa que hace salir el sol en sus caras manchadas de grasa.

Eso en primer plano. Detrás, y al mismo tiempo (para qué sirven los ensueños, si no es para que una pueda dirigir sus propias películas), detrás, al escuchar mi nombre, una multitud de empleados de la rotisería, con camisetas rayadas, dan vivas y echan sus sombreros al aire. Como en el momento crucial de una película de submarinos, cuando la aguja del barómetro se aleja por fin del sector rojo y el cacharro deja de sonar a abolladura perpetua.

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Sí. En el breve instante en que cuelgo el inalámbrico puedo distinguir todos estos detalles del daydream. Y sí: todos los empleados, enamorados de la manivela del spiedo, llevan sombrero de marinero, tienen cara de rusito, ojos verdes abotagados por el vodka, o tal vez entrecerrados por media vida soportando el viento de la tundra, y una nariz como la del baterista de Iron Maiden.

Me muerdo una cutícula mientras marco el siguiente número. Ahora toca la heladería de la plaza. Me atiende la misma víbora de siempre, con su voz frustrada y nasal. Siempre pido lo mismo: dos cuartos de dulce de leche granizado y sambayón. Siempre implota su cerebro por un instante antes de preguntar:

—¿Dos cuartos? ¿Del mismo gusto? Te mando medio kilo, entonces.

Y murmura algo, la muy perra. Puedo ver sus raíces crecidas, las pulseras que le llegan hasta el codo.

—No. No me mandes medio kilo. Quiero los dos cuartos por separado.

—Del mismo gusto.

—De los mismos dos gustos, sí, dulce de leche granizado y sambayón.

No tengo por qué explicarle que para mí es importante tener siempre un cuarto kilo tapadito y prístino en el freezer. Es importante como para ella debe ser importante, qué sé yo, su telenovela de las cuatro.

Una vez superado el escollo de la telefonista de la heladería, sólo queda esperar que lleguen mis pedidos, y calmar a Borisbecker, que ya saliva como yo. Voy corriendo a la cocina y le prendo una vela a la Desatanudos para que esta vez no se equivoque y me mande al repartidor morocho de la heladería, y al rubio de la rotisería, con sus ojos aguachentos y la barba siempre crecida.

Deben estar pensando que soy así de previsible. No les basta mi ensueño de acorazado Potemkin para convencerlos. Ahora esperan una escena de Traci Lords, algo salido de una secuela de Debbie Does Dallas.

Se piensan que me puse este vestido, que hice todo mi ritual secreto de hidratación y exfoliación con la intención de comerme a los repartidores, como quien mastica una empanada mendocina seguida de una chupadita al helado de dulce de leche. De hecho me imaginan alternando un bocado de empanada con un mordisco de cucurucho. Una aceituna y una cucharada de sambayón.

Me ahorro el comentario telepático de Borisbecker al respecto. Son todos unos malpensados. Puercos malpensados.

Mi vida es ligeramente más compleja.

 

Incontinencia o lubricación

Mi hermana melliza, tan indisciplinada, y sobre todo tan muertita ella, se había negado siempre a estos maratones de escritura con vehemencia. Ponía un sinfín de peros. Los enhebraba con delicadeza y floridos argumentos, y luego colgaba la guirnalda resultante en el estante de arriba de la pantalla, para que tuviera bien a la vista que a ella no le gustaba ni un poquito esto de pasarse días y días atornillada al escritorio. Cuando, en aras de la muy mentada verosimilitud, alguien sugería la posibilidad de investigar para enriquecer esa pieza de narrativa larga (miren cómo nos resistimos a pronunciar the N word), mi hermana melliza muerta directamente se brotaba. Estallaba en urticarias delante de mí, florecía en erupciones fosforescentes dignas de golosinas embebidas en manteca de cacao, de snacks con demasiados derivados del cerdo.

—¿Investigar? —preguntaba. Y castañeteaba los dientes de impresión hasta que todo el escritorio se desmoronaba con la fuerza de su sismo.

Debo admitir que me contagió su disgusto. Que me convenció de que nosotras estábamos más allá de esa manía de encerrarse en bibliotecas calurosas manoseando páginas antiguas. Para qué inventaron la Wikipedia, sugería. Eso, repetía yo, para qué inventaron la Wikipedia. Y las dos chocábamos los cinco, dábamos un salto en el aire y luego nos frotábamos los culos como Ren y Stimpy. Happy happy joy joy. Quién necesita investigar. Investigar es de débiles. Es de blandos. Los que investigan, todos putos.

Todos putos es la frase que despierta a los demonios residentes. Esos que son aún más vehementes que mi melliza. Pero por algún extraño juego de espejos desfigurantes, a mi hermana melliza muerta le molestan los demonios. Les tiene miedo. Al revés que los personajes de El fin de la Infancia, ella aún no está preparada para abrazarse a esas altas criaturas oscuras y aladas.

Entonces un buen día contraataca, como el Imperio.

Melliza elige esos momentos en que yo tengo la vista fija en la guirnalda de peros que cuelga encima de la pantalla, a la altura de la segunda estrella a la derecha, hacia el mediodía. Son esos ratos blandos en que miro mucho el cielo veraniego, esperando que pase un avión publicitario con cartel volador y megáfono distorsionado. El piloto me traerá la primera frase, esa que necesito para acallar a este hámster que rueda y rueda hacia la nada. Mi hermana melliza muerta, con antiparras de piloto, me grita desde el avión:

—Algo que te guste.

La altitud y la velocidad deforman el mensaje, que suena como Bart a través de los ojos de Ayudante de Santa Claus.

Mangalga.

Le hago señas desesperada, agitando la guirnalda. Le grito que no se vaya, que no entiendo. El avión se aleja, va a cargar combustible, a apagar otro incendio y vuelve una hora más tarde.

—Investigá sobre algo que te guste, man.

Melliza muerta habla estón. Está bien que así sea. Por un momento la forma me enmascara el contenido. El mensaje, man. El mensaje es que investigue sobre algo que me guste. Eureka.

Lamento haberlos entretenido hasta aquí. Tal vez esperaban algún descubrimiento brillante, algo que pudiéramos llevar derechito hasta la oficina de patentes.

Lo siento mucho. Champawat es el hogar del cliché. Ya deberían haberse dado cuenta. Hace rato que estamos intentando limpiarnos de la adicción a lo cool que nos intentan instilar los criados en los noventas.

En Champawat, en los escritorios que juntan polvo tras las ventanas cerradas, se revisa una y otra vez el mismo concepto, el de no saber jamás si el trabajo diario está bueno o si apesta. Se revisa el concepto de que no está en manos del escriba preguntárselo. Se insiste en la necesidad de simplemente hacer el trabajo un día tras otro. Como las Danaides, condenadas a llevar agua en vasijas agujereadas por toda la eternidad, el escriba aprende algo durante la mañana y lo olvida durante el sueño. Con la llegada de la aurora mira el charco a sus pies e intenta recordar de dónde viene tanto líquido. Vuelven las dudas. Se pregunta si el líquido es incontinencia o lubricación. No lo sabe. Después de un rato Zeus envía un rayo y el escriba recuerda, o deberíamos decir que vuelve a aprender, que él no es el encargado de dar las respuestas.

Cuando ocurre esa descarga, el escriba, a mitad de camino de electrocutarse como un cachorro mojado, o de una señora con croquiñol en un bad hair day, se aferra a esa estática mientras dura y pregunta, pregunta, pregunta, y corre ese maratón hacia un horizonte que tiembla como una guirnalda en una fiesta de verano. Y cuando se queda sin preguntas le hace caso a melliza, piloto de tormenta, que saluda emocionada desde un avión que ya va camino a Tombuctú, a Katmandú, a Xanadú.

Algo que me guste. Salivo de emoción. Saco mi mapa de cosas que me gustan, cartografiado a través de años de ñandutí mental. Leo: tinta. Leo: palabras descompuestas en letras. Leo: caligrafía.

Y de repente, un personaje se anota en un curso Pitman, la ventana se abre e inunda la estancia una luz cegadora.

 

amateur

Amantes con cabeza de cocodrilo

 

 

Nefertiti me mira con el ojo que le queda. En la cuenca vacía alguien ha puesto un chicle masticado, ya sin sabor. Y yo le digo que debieron haberla amado mucho para esculpirla tan bella y tan potente. Se encoge de los hombros que no tiene y sigue así, con su sonrisa enigmática. Verdaderamente enigmática, de reina acostumbrada a pasearse por cámaras subterráneas llenas de amantes con cabeza de cocodrilo y látigos floridos. No como la sonrisa de la otra, la que vemos en la tapa de las latas del dulce de membrillo. Resulta que con lo mucho que quiero a Leonardo, me chupa un huevo su Mona Lisa. Te la regalo a la Mona Lisa. Me quedo con todas las cabezas de Santa Ana, con los trazos del carboncillo rojo, con el esplendor entreviéndose en el gesto rápido y espontáneo, todavía no disuelto en trementinas. Hay tanta pirueta certera en esas líneas de polvo de ladrillo.

Me las llevo a las dos, a Santa Ana y a Nefertiti, adheridas en la retina. Cuando llego a casa las despego lentamente y las apoyo con cuidadito sobre mi álbum de sonrisas. Santa Ana mira con benevolencia, no sabe hacer otra cosa, mientras la reina intenta establecer contacto con alguna de sus momias, para que le envíen un eunuco que le delinee al menos el ojo que le falta.

En mi álbum de sonrisas tengo también a la gitana dormida de Rousseau y a la Victoria de Samotracia. Sé que algún iluminado querrá acotar que la gitana no tiene sonrisa y que la Victoria no tiene cabeza. Pero qué cosa, hay que explicarlo todo, habráse visto.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Imagen: Busto de Nefertiti, Neues Museum, Berlín.

Berta llama a la rotisería

Las rotiserías y yo somos grandes amigas. Cuando lo que único que quede sobre la faz de la tierra sean las cucarachas, Keith Richards y los cadáveres incorruptos de Borisbecker y su dueña, los arqueólogos extraterrestres descubrirán una huella profunda en el asfalto de esta ciudad desolada. La huella será la que dejen en el asfalto todos los repartidores de todas las casas de comida con servicio a domicilio, urdiendo su incalculable laberinto (atenti que pongo cursivas, no sea que venga Kodama y me baje la persiana). Su laberinto, decía, hasta la puerta de mi casa. Las ruedas de motos y más motos troquelarán el pavimento de los cien barrios porteños en una línea de puntos que llegue hasta mí. En la atmósfera reverberará todavía el eco de la última conversación telefónica de la humanidad que, estadísticamente, sólo podrá ser mi segunda llamada a la rotisería para pedirles que, por favor, no se olviden que mi porción de budín de pan no lleva jamás azúcar quemada.

Me gusta pensar en lo que quedará de Berta cuando todo haya estallado. Me conformo con pequeñas cosas, la marca de la moto en la ciudad, la emoción del rotisero pensando en mí un segundo antes de la bomba. El rotisero con la mirada perdida en la puerta del horno, pensando, qué grande esta chica Berta, eh, nuestra mejor clienta, que lo tiró. El anhelo de provocar en la mente de ese último rotisero algo muy similar a la felicidad.

También me desvela la posibilidad de que la bomba caiga antes de que me haya comido el budín de pan, pero ese es un riesgo que debo correr.

Pero no se crean que siempre llamo al repartidor, no. Muchas veces me gusta también deambular un poco con Borisbecker, alargar el paseo nocturno, y dejar que me seduzca la vidriera de un local de empanadas al azar, o una panadería con pilas de sanguchitos de miga tapados por un repasador limpio y húmedo, una señal clara de que en ese establecimiento laten corazones puros, con deseo de hacer el bien.

¿Un repasador blanco y limpio, que alguien se ocupa de cambiar cada día para que no agarre olor a moho, con los costados doblados y bien metidos debajo de la bandeja de sanguchitos? ¿Un repasador humedecido ligeramente, con un pulverizador de plantas, tal vez? Un repasador así es amor. Una panadería que cuida esos detalles provoca en mí un arrobamiento que se traduce en un reflejo pavloviano instantáneo. Mientras digo esto, Borisbecker ladra de placer y por un momento estoy tentada de sacarlo a pasear y correr derechito a la panadería de al lado de la vía, pero le recuerdo que hoy no toca ese plan. Y además, no debemos olvidar que tendríamos que pasar sí o sí por la rotisería fashion y que la última vez nos encontramos con el boludazo del perro afgano. No, mejor no, Borisbecker. Dejemos pasar unos días antes de volver a buscar un pollo.

Además, ya me había decidido a este plan de entresemana y cuando a mí se me mete algo en la cabeza no hay perro o sánguche en este mundo que pueda disuadirme.

Por lo tanto, seguimos según lo programado. Primero, una ducha. Mientras espero que haga vapor, que abre los poros y me limpia los pulmones de tanto cigarrillo de fin de semana, exploro el armario del baño. Dudo entre gel de ducha energizante, o exfoliante sensual. Estaría necesitando ambos, por ende uso el exfoliante en las piernas y el gel en el resto del cuerpo. Que el perfume cambie a partir del ecuador es un excelente factor sorpresa. Anoten, chicas.

Gracias a mis continuas muestras de devoción a Santa Hildegarda y Santa Fausta Mártir, santas patronas del cabello, mi pelo crece sano, fuerte y, sobre todo, seco, lo cual me permite lavarlo sólo un par de veces a la semana, siempre en la peluquería. Ni se imaginan la cantidad de dinero que me ahorro en productos capilares y que puedo destinar, sin escrúpulo alguno, a las cremas euforizantes japonesas refrigeradas.

Borisbecker opina que les di demasiados consejos de belleza por hoy, entonces no voy a decir nada acerca de mi ritual hidratante corporal, que considero clave para la vida de la mujer moderna. Pero es así, hay secretos que sólo pueden ser revelados en determinados círculos. Lo siento. Lo siento de verdad.

Es inútil. No insistan.

Cuando estoy a punto me pongo el vestido que me compré el otro día. Una divinura. Estoy tan decidida a pasarla bomba que se me despierta la arritmia mientras me pongo rímel frente al espejo, y eso que el espejo generalmente es como un hermano mayor detestable, que te obliga a escuchar a Judas Priest y te escupe dentro del yogur. O eso dice. Y les aseguro que es muy difícil distinguir si hay o no una escupida dentro del yogur. Si no me creen hagan la prueba.

Qué increíble cómo nos cambia el ánimo en un minuto a veces, ¿no? Con un poco de exfoliante, un vestido nuevo, un buen plan.

Le hago una seña a Borisbecker, que se retira a su rincón de la cocina, convencido de que lo que está a punto de ocurrir tiene que ver con la grandeza de espíritu y con el bien común. Mientras, agarro el teléfono y marco el número de la rotisería.

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Image by André Kertész

Lunes animal

Ocurre que miro hacia afuera y seis ojos me preguntan si los llamo.

A veces no quiero tantos animales en mi corazón.

Entonces me encierro nuevamente en juegos fáciles, en rituales de comida y cobijo. Miro las orquídeas, quito las flores marchitas. Las flores viejas parecen de papel. Se quedan colgando de la planta hasta que alguien viene y se las lleva. Como mis animales y yo, que colgamos unos de otros hasta que alguno de nosotros sea tan frágil como el papel y ahí se quede, en las palabras.

¿Seré yo la encargada de las palabras?

En una librería alargada, en la vecindad de la feria de Tristán Navaja, en Montevideo, hay un libro de Bradbury que ya tengo y que volví a dejar en el estante.

Alguien se tomó el trabajo de subrayar cada animal nombrado por el autor. Luego los clasificó y cuantificó, con letra diminuta y parejita, en las primeras páginas. Creo que ganaban los leones.

Ahí están todos los animales de los que se valió Bradbury para enhebrar su fábula y yo lo dejé en el estante.

Que alguien vaya, por favor, a la feria. Que compre dos o tres latas antiguas de galletitas, de esas de metal, con la ventana redonda en el medio, y que después consiga ese libro y me lo traiga, con sus leones subrayados que resisten el paso del tiempo.

 

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