Punk-maru

Este texto apareció en marzo de 2012 en la revista Agitadoras.

Punk rock, dice ella, y los interlocutores retroceden unos pasos, como si vieran un pequeño alien moviéndose bajo su esternón, o echan la cabeza hacia atrás, escudándose de una recién detectada halitosis.

Es la reacción más común. Si dice rock a secas, todavía puede llegar a obtener un mínimo de comprensión, generar una imagen de banda de covers, o verbenas. Pero punk rock… Es como si se le ocurriera decir que es poeta, pero peor. El prójimo enarbola una risita forzada, mientras compara mentalmente nóminas, y emite una frase que empieza con “pero” y termina con “no”. “Pero no vives de eso, ¿no?”

El rock ya no supone una amenaza, está demasiado domesticado y vende demasiado poco. Pero el punk rock es otra cosa. Evoca efluvios de calimocho, dedos en la nariz, escupitajos, costras. A veces sí. A veces no.  En estos tiempos tempestuosos, a ella el punk se le aparece como un navío sólido y estable.

Ella lava sus medias de red en el lavabo, y las seca en la estufa para que estén listas al día siguiente. Un amigo les presenta una tortilla adornada con el nombre de su banda, las letras hechas de tomates secos de una huerta ecológica de los suburbios. Ella le preguntó una vez qué era el punk. El amigo se lo contestó en mayúsculas, en una ventana de chat. Punk es ser tú mismo, dijo.

Ahora ella sabe que punk es que una banda no tenga más dueños que las ganas de divertirse juntos. Punk es un resopón de fideuà y allioli a las 6 de la mañana, después de un concierto. Punk es una siesta comunitaria de seis horas en un salón tapizado de colchones después de grabar un videoclip bajo la nieve. La diversión también implica la carga y descarga de amplificadores en la noche de Avilés, la humedad del puerto calándote los huesos, la escarcha pintando el techo de la furgoneta. Y largas horas al volante, cebar mate desde el asiento del copiloto, feroces discusiones tratando de interpretar un mapa.

Ella tuvo un sueño a los ocho años, cantando frente al espejo, un tubo de desodorante en la mano, la raqueta colgada de un cinturón: estrella de rock. ¿Qué? ¿Que no todos queremos ser estrellas de rock and roll? Perdonen ustedes. Ella clamó a los cielos por hacer algo así la primera vez que escuchó el grito de Dizzy Miss Lizzy. A cambio obtuvo una red de amigos para siempre, el carnet de entrada a un club nada exclusivo: los subterráneos. Y desayunos para la carretera comprados con amor en supermercados holandeses. Croquetas de cabrales, chilis vegetarianos y ensaladas de pasta (ok, demasiadas ensaladas de pasta) en squats de aquí y allá.  Ella tuvo un sueño. No se imaginaba que su sueño se iba a cumplir pero más perfecto, más redondeado, gordito y brillante y esférico como uno de esos universos atrapados para siempre dentro de una bóveda de cristal, con una nieve fácil y tibia que cae todo el tiempo. La nieve de un sueño. Dream-maru. Como los barcos japoneses, con su nombre y su sufijo, maru, redondo, indicando completud y autonomía. Punk-maru. Completo, autosuficiente.

El interlocutor puede caer en el error de pensar que autosuficiente es sinónimo de huérfano de discográfica, de peor es nada, pobres punks. Pobres ante la mirada del otro, oh quelle imposibilité. Pobres, qué punks. Qué desarreglados, con esos zapatones. Qué simples, fotocopiando, autoeditándose. Pobrecitos, qué primitivitos. Poverini. El buen Jesús se tomaría una birra en la esquina con nosotros, os aviso. Puritita energía creativa, el ejemplo de Katherine Hepburn, que sabía que si tú no remas tu propia canoa nadie lo hará por ti. Y los que lo hacen por ti son generalmente, en esta fauna de la industria musical, gente que quiere su pedazo y nada más. No los necesitamos. Esa es la revelación. Porque nos sobran otras cosas. Porque nos gusta la parte artesanal de la vida. Pura vida, como dicen en Costa Rica.  Sin embargo os aviso de qué va todo esto. Porque va de tolerancia. Tolerancia a la diversidad, a las mil caras del hazlo tú mismo, aunque va de tolerancia cero al mamoneo. Que de eso sobra ahí afuera. También va de solidaridad, de echar una y muchas manos, de mil emails y llamadas cruzándose en el éter y proponiendo garitos, compartiendo amplificadores, prestando furgonetas para recoger a los grupos en aeropuertos, trajinando cajas con discos y fanzines, barriendo escenarios, colgando altavoces. Caras sonrientes de bienvenida, el barman que te da una cerveza cuando ya no tienes ticket de consumición, que haberlos haylos, como los que te dejan neveras a tu disposición. Punks en la cola de la fotocopiadora, punks en bicicleta repartiendo revistas y cambiando el mundo, punks a pie pegando carteles con celo en las cabinas telefónicas que, si total no funcionan, para algo han de servir.  Gente con ganas de trabajar, de meterse en el estudio y grabar aunque sea dos temas nuevos, de grabar un ensayo con un cuatro pistas, de fundar una banda de esas de diez días, que son las bandas que se forman cuando cuatro personas de diferentes latitudes coinciden en una latitud nueva y común y hala: nace otra banda. Diez temas, un EP, un pedido que sale volando a Chequia y que vuelve en una caja de anacrónicos vinilos y un montón de gente que colabora comprando discos nuevos, de los de sangre caliente. No reediciones de hace veinte años de un cuarentón principal recontra refrito. Gente que descarga y comparte, que se graba emepetreses como antes se grababa cintas, porque lo mejor del disco nuevo es escucharlo con los amigos.
Punk es vivir en lugar de sobrevivir. Es llegar, noche tras noche, a un montón de reductos amables donde los esperan con comida caliente y ganas de escuchar su música. Pequeñas aldeas que resisten al invasor. Al miedo invasor, ese que sopla mentiras y barbaridades al oído. Ella ya no es joven, y empezó tarde, pero la sangre le fluye mejor en el cuerpo cuando está cantando y bailando al ritmo que marcan los tres inadaptados que adoptó como familia hace más de diez años.

Para que su vida funcione, para poder ser ella misma en este viaje, tuvo que encontrar el interruptor que le permitiera cambiar la energía. No puede pasar demasiado tiempo solamente escribiendo, ni sólo cantando y maullando. La quietud de la silla, después de un tiempo, se le espesa y le pide a gritos que la saque a bailar. Por el momento le funcionan estas limas, estas piedras pómez que pulen toda la hormona rockera para que pueda volver a la silla y al cuaderno. Pero el punk, el barco autónomo sin capitán, sigue ahí, llevándola una y otra vez a puertos floridos y estruendosos.

Pasa que, punk o no punk, algunas personas con dos dedos de frente ya no quieren comprar pollos fritos, pajaritos muertos, dinosaurios al horno. El buen Jesús, aquel que echó del templo a los mercaderes, aplaude entre bastidores.

Ella tuvo un sueño. Ahora tiene mucho más. Ella brinda, una y otra vez, por la sangre joven, o por lo menos la sangre caliente, la que todavía circula para hacer cosas nuevas. Porque ve el mundo cambiando a su alrededor. Porque ve a su gente actuando, en lugar de sólo reaccionar ante el miedo invasor, los aliens, los muñecos resorte, la trampa y el cartón. Porque ve a su gente buscando alternativas para hacer un mundo nuevo, un mundo que funcione, un mundo donde la música lo hilvana todo y al mismo tiempo es sólo una excusa para salir a brillar, a decir palabras auténticas, a mostrar la verdadera piel.

 

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