Te o de o

 

Somos las excesivas, las intensas.
-¿Qué prefieres, todo o nada?
-Todo.
Respondo sin pestañear. Respondo antes de que puedan terminar de formular la pregunta. La conclusión es siempre la misma:
-Te vas a llevar muchas hostias en esta vida.
Claro que sí. A mí el Tao me queda a contramano. Porque yo quiero todo. Y así colecciono moretones en las pantorrillas (como caballito gitano, decía mi abuela). Acumulo golpes como quien no se decide a tirar los diarios de ayer.
Bailando lento en esta milonga en penumbra, me pega a su vientre para que entienda los pasos. Me dejo. Después de todo, su mano en mi espalda es el alfa y el omega. Bailo y cuando bailo no tengo medida. Así me gustan las cosas. Hasta el final.
Quiero todo. Quiero bailar hasta desmayarme, sin perder de vista que yo elegí el rojo vivo de mis zapatillas. Quiero que me quieran temblando y hasta que pase el temblor. Quiero que me miren a los ojos y que los ojos hablen hasta agotar las palabras. Quiero guardarme cada abrazo de mis amigos y destilarlos y bebérmelos en los días de lluvia.
La mujer que está sentada a mi lado en el metro también lo quiere todo. Me lo dice su cara demacrada de tanto guardarse las pesadillas en las venas. Tiene un suéter estampado en el que chocan muchos colores, y un abrigo de esos hechos con retazos que antes se hubieran considerado imposibles de combinar pero que ahora están de moda. Unos pelos largos y enrulados le brotan del mentón. Lleva un bolso enorme bordado con abalorios turquesas, y un anillo como una araña de bronce, y uno esmaltado como un huevo de Fabergé, y uno de indio navajo y otro con cascabeles. Y un prendedor con la A de anarquía. Y zapatillas negras bordadas de blanco. Sí, ella también lo quiere todo.
La pelirroja hermosa del asiento de enfrente, para no escatimar, tiene pecas no sólo en el escote y en las manos, sino también en los párpados y en los labios. Está claro, ella también lo quiere todo. Yo quiero todas sus pecas. Si me dejara mirarla de cerca estoy segura de que encontraría pecas en sus pestañas, moteadas como las antenas de una polilla con piel de leopardo. Existen polillas así. Pero lo que yo quería decir es que a la pelirroja le contaría las pecas de las pestañas una a una y después le transmitiría el resultado al oído.
Trece años de pertenencia a banda punk rock me han pulido el gusto, y desde entonces visto mis ancas de pantera con estampado de leopardo. Para mí es puro glamour del palo. Para otros es irreductible vulgaridad. Da igual. Estos últimos días me he paseado por esos mundos de Dios con una o más prendas animal print en mi atuendo. Coco Chanel decía que una debía siempre quitarse el último accesorio que se había puesto. Tenía razón. Pero somos las excesivas, las exageradas.
Un amigo me dice, del otro lado de una cerveza, que Bill Stevenson le puso All a su banda porque él también lo quería todo. No puedo corroborar este dato. No encuentro la información. Pero confío en que algún otro amigo sabio venga a confirmármelo. Por lo pronto llevo mi prendedor de All en toda solapa disponible, para que no queden dudas de lo que quiero.
Sé que quererlo todo a veces te deja con el culo al aire. Sé que desear tanto es para vaqueros con muchas millas en las espuelas (como en la película de Van Sant, a las vaqueras también nos pega el blues). Sé que nadie vendrá a llenar a cucharadas este hueco que se abre cuando me quedo quieta. Pero no puedo evitar estirarme para ver si alcanzo lo del estante de arriba de todo. A veces, como ejercicio, juego a enmudecer y dejo que el mundo me ataque como el agua ataca a las esponjas, que parecen secas por fuera y están hinchadas de agua en el interior. Pero son sólo pequeños descansos en medio de la milonga, momentos de reposo antes de cambiar de forma y abrirme a las manos en la espalda, las manos que me hacen bailar.
Dejo entonces que el mundo me moje, y bailo hasta caer rendida, para devolverle al mundo un poco de humedad, un poco de todo lo que le robo cada día.
Miro todo. Capto todo con mis antenas de polilla aleopardada. Envío señales a quien corresponda, pidiéndole todo. Cada tanto el compañero de baile se anima y conecta mi culo al cosmos, y me río como loca, porque me asomo al todo y todo esta ahí, al alcance de la mano, redondito y brillante. No quieran saber.

 polilla

Leona

lioness
Este texto apareció en la revista Agitadoras de abril de 2013.

It is for me the eventual truth
Of that look of the lioness to her man across the Nile

“Lioness”, Songs:Ohia  

Nunca se había sentido leona. Siempre eran de otros los rugidos vistosos antes de la película. De cualquier película doméstica o incluso pública, de esas pantallas plateadas a la fresca, donde todos podían ver el vapor saliendo de las fauces y huían por su vida. Ahí había rugidos y nunca eran suyos.

Nunca fue leona porque las coronas se las ponían otras. Y ella nunca fue de las que se sentían especiales, aunque escuchó tanto esa frase: “¿Qué tenés, coronita?” Ella no tenía coronita ni corona, y una leona debe tener al menos una corona imaginaria, ya que la naturaleza no le ha otorgado la melena regia del macho.

Nunca se había sentido leona aunque sí tenía una buena mandíbula, eso sí. Muchas veces se le escuchó decir: “con esta mandíbula de tiburón blanco que el buen Señor me ha dado no pretenderán que coma plancton.” Nadie sabía muy bien a qué se refería con esa bravuconada. Ni siquiera ella. Lo decía por decir, como habrá dicho tantas cosas en su vida. Ahora sabe que lo de la mandíbula tenía que ver con la promesa de una leonez, una leonitud. Lo sabe porque un día apretó, y algo crujió entre sus dientes.

Nunca se había sentido leona porque leonas siempre fueron las otra s, las hermosas y ordenadas, las que se subían confiadas al escalafón para preñarse y parir y después mostrar al cachorro, primero ensangrentado de la propia sangre, después limpio a lengüetazos y después seguro entre los brazos fuertes, defendido de vientos, mareas y tiburones blancos por ellas, las que de pronto adquirían ojos de leona. Esas eran las buenas. Las importantes. Las que tenían ganada para siempre la cucarda que ella nunca tendría. Después de todo, qué hay más definitivo que mostrar la cicatriz del hijo, la risa del hijo, la estatura siempre creciente del hijo, el amor inconmensurable que ella nunca sentirá. La marca máxima de leonitud. Ahí las tienen. Las leonas son sus amigas. Ella ama a las leonas. Ella ama saberlas así de completas. Cierra los ojos e intenta ver detrás de los párpados la leve luz rosada de esa completud.

Sabe, de todos modos, que una vez que el cachorro abandona el vientre las leonas acarician el vacío para siempre. Que eso también es definitivo. Y que eso se traduce en gestos heroicos que ella puede entender con la cabeza pero no con el cuerpo.

Pero un día apretó los dientes y algo crujió. Las encías le sangraron también, poco habituadas a ese tipo de visitas. Era algo que había cazado después de correr mucho, con la lengua afuera y los huesos doloridos, polvorientos. Jugó con la presa entre las patas delanteras, como hacen las gatas. Todavía no se animaba con según qué sensación felina y empezó por la película doméstica. Cuando el juego se volvió más bravo, cuando la presa empezó a oponer resistencia supo que se había confiado. Tuvo que esforzarse mucho para seguir jugando sin romper, sin matar.

Al final abrió los dedos hasta que aparecieron las garras, y después soltó las fauces, hundió la cabeza y apretó.

Lo que tenía entre las patas delanteras era perfecto como una perla e igual de valioso. Lo había matado ella solita y sólo por eso merecía ser coronada. Había sido algo bueno, algo que parecía gigante e inmutable, y ella lo había pintado de sangre y saliva. Amasar una pérdida entre las patas de pronto le pareció la hazaña definitiva. Ahora acariciaba el vacío ella también. Acaso en ese gesto podría aspirar a entender.

Se quedó largo rato husmeando el aire, fétido de río y de sangre mezclada, la boca abierta, los ojos fijos en la primera estrella en el cielo, las patas sujetando aquello que primero dejó de moverse y mucho después se enfrió hasta que ya no tuvo buen sabor.

Image: Portrait of a lioness, by Kim Stevens

Melodía blandengue

Este texto aparece en el número de febrero 2013 de la revista digital Agitadoras.

A veces temo estar transformándome en Carrie. En alguna Carrie. La protagonista de esa canción blandengue de Europe, a la que le explican que las cosas cambian. O la que escribe boludeces que cotizan porque las escribe en Nueva York y se mete en la cama con el corpiño puesto porque va de nena sexy pero old-school. O la hija pequeña de la familia Ingalls, ingenua, mudita, poco asertiva, y encima destronada cuando aparece Grace. O la otra, la que se cree la reina de la fiesta hasta que le llueve un baldazo de sangre de cerdo.
Cualquiera de las opciones es penosa. No es que me sienta penosa. Bueno, tal vez un poco. Es que no sé qué pensar cuando acabo haciendo videochats conmigo misma: me grabo diciéndome enormidades que caducan a los veinte minutos. Eso es llevar al extremo la necesidad femenina de relatarnos en tiempo real. Porque no sólo hablo sola, sino que me contesto. Me digo cositas, me hablo como se le habla a un cachorro. Me repito lo que me dice la gente estos días. Después descubro que si sonrío con los auriculares puestos es como si ecualizara todo con más medios y me paso unos cuantos segundos jugando a la sonrisa sonora. ¿Ven que no necesito que nadie me regale droga?
Luego me meto en una página web de diseño horrible y busco el significado del nombre Carrie. Me entero de que significa melodía y también canción. Me hace feliz durante quince segundos. Luego leo que es un diminutivo de Carol, derivado de Charles, que significa hombruno. Me preocupo durante treinta y cinco segundos. Mi patetismo es tal que reacciono ante los datos de una página web de nombres para bebés como si de verdad estuviera bautizando a alguien importante en mi vida. En este caso a la persona en la que temo transformarme: una ingenua que se cree la más cool del condado, a la que la consuelan con palabras melosas, que escribe boludeces autorreferenciales para su columna mensual y que acabará por irse a la cama con el corpiño puesto.
Si vieran la prueba de cámara que me hice anoche. No la verán porque mi asesor de imagen no la aprobará jamás: salgo con el maquillaje corrido, la nariz roja y las palabras temblorosas, y con remera vieja de dormir (pero sin corpiño). Ensayo todo lo que tengo para decir y después me miro decirlo. Cuando más me gusto es cuando digo la verdad. Pero estos días la verdad sale muy cara. Se paga con zozobra cuando cae el sol.
Piensen en mí cuando caiga el sol estos días. Hagan una cadena de oración, una cadena humana. Escuchen Another one bites the dust y disfruten con el bajo como lo hacía yo cuando tenía seis años o siete y pedí que me compraran un disco por primera vez. No me hagan ir a la wikipedia a chequear si la hija menor de Charles Hombruno Ingalls se llamaba efectivamente Grace. Déjenme que confíe en mi memoria, déjenme confiar.
Hoy tengo en el cuerpo tanta dopamina, tanta cafeína y tanta azúcar que esta página se autodestruirá en cualquier momento. No me dará tiempo a despedirme ni a buscar una salida elegante.
Me pregunto si las chicas cool de este condado saben despedirse a tiempo con apretones de mano firme, o si prefieren huir de puro miedo a quedar desfiguradas. ¿Quedarse, tal vez? ¿Quedarse a ver cómo se les vuelan las chapas una a una? ¿Qué diría Carrie al respecto? ¿Miraría con ojos escandinavos al pelilargo que le canta esa balada de mierda y lo mandaría a freír abedules? ¿Saldría corriendo en puntitas de pie, con los metatarsos destruidos por su afición a los zapatos caros? ¿Huiría de la granja y de su padre y ya que estamos de todos los hombres con síndrome de Jesusito Salvatore? ¿Usaría su telekinesis para prenderles fuego a los galanes chamuyeros de este mundo?
Dénme telekinesis y un fósforo, háganme el favor.

 

carrie

Editado para agregar: él se llamaba Charles. Ella, Caroline. La hija, Carrie. ¿Qué le ocurría al guionista con los nombres hombrunos? ¿Era sólo pereza o eran las mujeres Ingalls parte de un enramado de costillas? Todas derivan del nombre del patriarca sufridor, como si hubieran ido arrancándole costillas flotantes a Charles para crear a sus mujeres. Piénsensenlón.

Mano a mano (o instrucciones para reencontrarse con la caricia que nunca fue)

 

Este texto apareció en el número 32/abril 2012 de la revista Agitadoras.

Primero. Levantarse de la cama.

El despertador aún no ha sonado, es esa hora incierta de la madrugada en que todavía no aclaró pero ya cantan los pájaros. Esos trinos hijos de puta en la distancia anunciando que queda poco tiempo de sueño. No encendés la luz. No la encendés por costumbre, por no molestar a tu pareja si aún duerme a tu lado, si todavía no la espantaste a otro cuarto por tus ronquidos de morsa, a otra vida lejos tuyo por tu mal aliento o por tu manía de dejar la ropa tirada en el sofá y el perchero atiborrado de bufandas y bolsos floridos. O no la encendés porque conocés bien tu casa, vivís sola, y aunque no haya nadie a quien molestar no tiene sentido crear un cono de luz solo para iluminar tus pasos de siempre, la perezosa y tambaleante caminata que separa tu hueco tibio en la cama del frío húmedo del baño. Entonces caminás a oscuras, los nervios de la epidermis de la planta del pie notan el límite abrupto entre parquet y baldosa. Ya estás en el baño.

Segundo. Bajarse los pantalones.

Esa cintura del pijama que te aprieta tanto y que nunca te acordás de cambiar por un elástico menos agresivo, más inofensivo, que no te deje esa marca reticulada de lolita en la piel tierna del sueño. Y te bajás el pijama entonces, la barriga liberada de la opresión que hasta ahora había pasado desapercibida, y te quedás con el culo al aire. Dormís sin bombacha, tomando al pie de la letra el consejo de la abuela, chiquita, hay que dormir sin bombacha, la polola tiene que tomar aire por la noche.

Tercero. Sentarse.

De pie, de espaldas al inodoro, culo al aire, flexionás rodillas, tobillos, flexionás los huesos de la cadera, la cabeza dirige el movimiento, cabeza adelante para que el resto del cuerpo vaya detrás y abajo.

Cuarto. Sorpresa.

Algo te está esperando. Te sentás sobre una mano fría. ¡Sí! La sensación es la de apoyar todo tu sexo sobre una palma fría que te está esperando en el inodoro. Te ponés de pie de un salto y mirás. Ridículo. Te olvidaste de levantar la tapa. Pero ya se te fueron las ganas. Se te cortó el pis porque toda la sangre del cuerpo te bombea en las sienes, y el estómago se ha encogido y aún sentís claramente esa caricia pasiva esperándote en medio de la oscuridad, esa mano abierta y franca y conocida recibiendo tu sexo relajado, el esfínter suelto.

Quinto. Reconocimiento.

No hay nada suelto en vos en este momento. Ni un músculo, ni un tendón. Te preguntás qué es lo que te pone tan nerviosa más allá del susto. Qué es lo que te desconcierta al punto de no poder respirar normalmente. ¿Acaso nunca se te ocurrió pedirle a un amante que te esperara con la mano abierta sobre la cama? O sobre la silla, como intentaban hacer los compañeros del colegio cuando eras chica: tratar de agarrarte desprevenida cuando ibas a apoyar el culo en la silla. Y es esa sensación olvidada la que regresa, y descubrís que te inquieta porque, desde un lugar sin nombre, el truco volvió, completo, inmejorable. Volvió como se lo debían haber imaginado tus compañeros pre-púberes, en esas horas calenturientas del colegio. Volvió de forma perfecta. Y ahora sabés de quién es la mano, la mano conocida, la mano que vuelve.

Sexto. Encontrarse.

Es, por supuesto, la mano de C., que ya no está en ningún lugar con nombre. C. divertido, inteligente, a quien quisiste tanto, y que se fue tempranísimo, cuando ya habías perdido contacto, una enfermedad insólita que se lo llevó por delante, apenas adolescente. Y en la madrugada somnolienta, en medio de ese sopor alerta que reemplazó a las ganas de hacer pis, te encontrás de pie, dedicándole esta sonrisa de las small hours a C. y su mano fría, que volvió desde algún lugar para esperarte, palma hacia arriba, en el asiento del inodoro.

Séptimo. Despedirse.

Y entonces volvés y te sentás sobre la mano, tu sexo desnudo y despierto, y dejás que te envuelva su caricia plana, aunque solo sea para devolverle a C. un poco de esta vida que no sabés si llegó a conocer. Una vida de retozar entre sábanas tibias, una vida de labios y vello púbico en el hueco de la mano. Y después de un rato así, te ponés de pie, levantás la tapa, hacés un pis lento y desganado, y volvés a la cama ya sin pijama, en honor a todos tus muertos.

 

manos

Imagen: Man Ray: manos pintadas por Picasso. 1935.

Canción de amor para hermana y Strummer

 

 


Este texto acaba de ser publicado en el número de enero de 2013 de la revista 
Agitadoras.

Te fuiste de casa el día que murió Joe Strummer. Cómo no vamos a acordarnos de él, cómo podíamos no llorarlo, si parecía que nos estábamos llorando a nosotros mismos. A esa falacia de familia feliz. Ninguna familia puede ser del todo feliz si le falta una hija que se va en medio de la noche sin saludar.

¿Te acordás que tenías un novio que te besaba con toda la boca? Yo los espiaba cuando él venía a visitarte. No es fácil besar así, no es fácil encontrarte con alguien que te haga echar la cabeza hacia atrás y mirar las nubes mientras los besos te descosen el cielo del paladar. No es fácil que funcione. No siempre tiene que ver con besos. En esa época no entendía nada. Creo que vos tampoco, pero se me ocurre que los besos de tu novio nos funcionaban justamente porque ninguna de las dos entendía nada, y porque vos te abrías entera a él, agradecida y sin pensar en el precio de dejarse besar así.

El amor que se tenían tu novio y vos me descosía mi propio paladar, y otras junturas del cráneo. Hacía aparecer ranuras más allá de las obvias.

Tuvieron muchas canciones de amor, tu novio y vos. Ninguna era de The Clash. Pero se murió Joe y pareció que nos habían robado a un hermano. Lloré por vos, tal vez Joe Strummer era más hermano tuyo que mío. Lloré como el día en que mataron a la perra. Fuiste vos la que me dio la noticia. Te abrazaste a mí y lloraste diciéndome que habían matado a la perra. Los actos irreversibles de esta vida no admiten eufemismos ni explicaciones.

Tengo que poner música festiva de fondo para escribir esto. Lo suyo sería escuchar The Clash a morir, pero tengo miedo de lo que pueda hacerme la voz de Joe ahora.

Cuando escuchábamos a The Clash vos me enseñaste a oír un millón de cosas, no sólo la voz de Strummer. Desde luego estaba toda la batería de Topper, los mil pases mágicos, los contrapuntos sorprendentes de Simonon, los arreglos y la voz de Mick Jones, derroche de estilo y clase. Pero era Joe el que se moría mientras vos te ibas de casa.

Por la película nos enteramos que, justo antes de su muerte, envió felicitaciones de Navidad pintadas por él, con barcas e islas, pasajeros en barca llevando fogatas portátiles, acercándose a un fuego central.

Durante muchos años la música fue nuestro fuego. Puede que todavía lo sea. Y pese a la emoción y al indiscutible efecto aglutinante, hoy sé que es una trampa horrible. Vos te fuiste sin dejar una carta, un saludo, mucho menos una postal pintada a mano.

¿Tiene sentido escribirte esto, tantos años después? ¿Por quién lloro, me pregunto?
Tal vez es porque nunca nos despedimos como corresponde, o tal vez se estén mezclando demasiadas cosas. Tal vez el veneno no esté sólo en la dosis, sino en la mezcla, en la combinación.

Era la banda más hermosa del mundo, dijo alguien. La puesta en escena, dijo otro. Porque tenían todos piernas largas que vibraban a la vez, dijo una chica. Puede que la chica haya sido yo.
Hay algo irresistible en tres hombres con mástiles y piernas largas vibrando a la vez.
Hoy vibra todo al unísono. La música como núcleo, tus piernas largas, llorar a un músico al que quisiste como a un novio, como a un hermano.

Una puede querer a muchos hombres, como novios y como hermanos, incluso a la distancia. Tiene que ver con haber sido otra y recordarme así todavía, como una chica que miraba todo por primera vez. Tiene que ver con haber tenido una hermana que me tiraba del pelo de vez en cuando, para que no me distrajera, para que estuviera atenta.

Tiene que ver con la generosidad del novio de la hermana, que comparte un porro y su milagroso efecto realzador del estéreo, y te hace escuchar hi-hats y susurros y respiraciones que antes no habías percibido y que, por ende, comenzaban a existir en ese momento. Tiene que ver con un estado de ánimo, propio de la juventud, que te lleva a tener grandes discusiones por el contenido de una estrofa, por la acentuación de un verso.

Y de repente pasaron diez años sin Joe Strummer, y todo está tan fresco como si me hubieran pintado el corazón con témpera hace un minuto.

Me caeré si alguien no me agarra fuerte. Por eso este texto. Tal vez no seas vos la indicada para sostenerme, después de tanto tiempo. Pero siempre estará Joe en los auriculares, cantándonos al oído. Es el consuelo de los que no sabemos caminar sin música, de los que escuchamos siempre lo mismo. A veces uno es tan frágil que no puede permitirse ciertos desajustes. Y cambiar de canción, cambiar de disco es un acorde en falso que en determinados momentos se paga con la vida.

Al fin y al cabo somos los que necesitamos tener siempre a mano la misma playlist amable, una que nos ayude a seguir pisando firme y que no nos haga zozobrar cuando alguien nos hace acordar de los lazos fraternales, de los perros que han caído por aquello que entendemos como amor, por nuestra versión minúscula e insignificante del amor.

 R-101 JOE STRUMMER KISS ON CAR_Gruen

 

Editado para agregar: encontré esta foto de Joe & Gaby, por Bob Gruen, después de escribir el post. No la conocía.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Atormentada II (el regreso)

Este texto acaba de aparecer en el número 37 de la revista Agitadoras. Es tal vez una continuación a o apéndice de “Atormentada”, uno de los cuentos de La reina del burdel.

 

 

 

A veces camino por torrentes sin agua. O me llevan en bici por el lecho de algún río, entre risas. Otras veces me siento más profunda que cualquier océano, aunque esto que digo no tenga profundidad alguna.
Extraño la arena gruesa y me paro frente al mar a que el viento me vuele lo que sea que se me haya posado en los párpados estos días. Esta mirada de loca afiebrada que se me ha puesto.

Sentada como una gallinaza sobre una veleta, cambio la sudestada por el llebeig y vuelvo a la sudestada. Es todo lo mismo, grado más, grado menos.

Miento para sentirme fuerte e importante, y tiro una moneda que primero no quiere que la arroje y cae al suelo, y después me dice, nena, andá para casa.

Me dice que no hay razones, que no hay motivos. Que tal vez la erupción de prominencia solar helicoidal haya tenido algo que ver. Que el terreno estaba arado, que no es el viento, que no, que no es un viento en particular.

De pie en un balcón con vista a la rompiente, mojada sin remedio desde hace demasiadas horas, me alejo cuando las olas se acercan.
¿Cómo se explica esto? ¿Este susto repentino cuando la ola me salpica?
El único mar que admito quedó atrapado en una noche de insomnio, y lo que verdaderamente me moja, más que estar de pie aquí, es el espejo que me han puesto enfrente.

Mirar al mar tiene dos riesgos. A veces te pone en un lugar muy visible, en una línea de tiempo sagrada entre ancestros y posteridad, y entonces brindás silenciosamente por todas las tribus que han mirado el horizonte y su telón de olas.

Otras veces el sonido te vacía y por más que busques una palabra, una definición, sólo queda el agua golpeándote las costillas por dentro, jugando con tu diafragma, ahogándote de dentro hacia afuera.

Y en esta noche nublada el mar se rompe y el viento golpea y los barquitos iluminados son el acento en esta canción peligrosamente cursi que dice que el mundo es la casa de todos.

Tengo compañeros que juegan con el viento. Ellos van a lo suyo y permiten que yo me enfríe frente al mar, frente a este mar habitado por pequeños rostros sonrientes. Conmovida, la gente de buen corazón se asoma por los ventanucos de sus camarotes para saludarme a la distancia.

No me ven pero me adivinan. A veces ni yo misma me veo, y tengo que andar a tientas sobre mi disfraz para que me vuelva a caber el cuerpo.
Los rostros de los camarotes son el equivalente a las estrellas amables de los cuentos para niños. Por un momento iluminan el mar con sonrisas y senderos de noctilucas.

Después de un rato el vendaval arrecia, y los barcos se meten en la niebla y desaparecen. Vuelvo a quedarme con mi disfraz, ya muy mojado.
Entonces el único que todavía me mira, desde un balcón en otro punto de la bahía, es un chico muy alto y muy negro. Puedo intuir, a la distancia, entre la bruma, su gesto de alarma ante una chica que tira una moneda frente al mar una noche de tormenta.

Mejor no, parece decir.

Me apoyo en el balcón y me gustaría contarles que pude mojarme de olas pero yo sólo admito el mar que quedó atrapado etcétera.

Y le hago caso a la cara que dice que no. Doy un paso atrás. Miro la tormenta como lo que siempre fue: una amiga, una visita amable. El chico de la cara alarmada se gira y se va.

Cuando la tormenta ha hecho su trabajo me voy yo también, y camino y camino.

Muchas cuadras más tarde un chico muy alto y muy negro se levanta del banco de una plaza a la que llegó antes que yo. Me pregunta:

—Hola chica, ¿has visto el viento en el mar?

Y yo le digo que sí, sin miedo y con una sonrisa que reservo para las confesiones de las brujas de mis amigas. Pero el chico también es brujo porque me ha visto mirar.

Su siguiente pregunta es si hay posibilidad de algún curro de diseñador.¿Qué se responde ante algo así? ¿Por qué gotea la coyuntura sobre nosotros de esta manera?

Lo miro con sonrisa de tarada que no entiende, y él se señala a sí mismo, con el desparpajo de quien no tiene un codo roto y puede llevar el pulgar al esternón con toda naturalidad y me dice, con los ojos más verdaderos de los últimos tiempos:

—Yo podría dibujar el mar de esta noche.

Dios que me da tantas palabras en vano no me preparó para nada de esto, se los prometo. Le respondo con entusiasmo genuino.

—Bien por ti.

—Gracias, chica.

Yo no le puedo dar trabajo. Sin embargo podría habérmelo traído a casa para que me dibujara con su acento francoafricano todas las tempestades que me hicieron tirar monedas hasta el día de hoy.

Pero entonces tendría overbooking de compañeros de viento en mi vida.

tormenta

 

Foto por Macky.

 

 

 

 

 

 

 

 

Huida en sandalias con polvo y monjas

Este texto apareció por primera vez en la revista Agitadoras, en diciembre de 2011. 

 

 

 

Se trata de vivir un día más. Con lo fácil que es caerse por el hueco de las escaleras, por la ventana abierta. Con lo fácil que es derretir más mantequilla de la necesaria, y hundir la cara en la sartén.

Estoy buscando una excusa, una explicación a lo que me está pasando.

Estoy buscando tal vez una mañanita desde donde mirarte un poco, mirarte a vos y a las alejandrinas cuestas de tu alma y tu malhumor. Encerrada en la espiral de las cuatro veces que me dirigiste la palabra, sufriendo como sólo se puede sufrir después de un rato de aguantar las sonrisas de los largos caballeros que sí quieren verme, encerrada en los balcones desde los que me asomo para buscarte.

Lo que me está pasando es una pequeña pesadilla envasada en media tarde de verano, es la decisión súbita de salir a caminar por un sendero polvoriento que no conduce a ninguna parte. El cielo está gris de bochorno, mis pies están grises de polvo y vergüenza, unas sandalias con taco y sin talón que no sirven para huir. Pienso demasiado en el glamour como para ser una verdadera runaway.

Por un momento pienso que está bien esto de deshacerse en lágrimas y salir corriendo. Inmediatamente, el cielo, el calor, el polvo, caen sobre mí y mis escasas certezas. Levanto los brazos y miro las nubes. Las pestañas me gotean lágrimas oscuras de rimmel, todo huele a miniserie barata. Sin embargo, esta miniserie barata es mi vida.

Yo salgo corriendo del capítulo de hoy de mi vida porque no sé hacerlo mejor.

El camino que he elegido para huir es tan ridículo que sólo hay una esquina donde doblar, y luego la calcinada curva de asfalto de la autopista, puentes difíciles de cruzar con estas sandalias top glam. No hay árboles. A quién se le ocurre un paisaje sin árboles. Los árboles son imprescindibles si una quiere recostarse y llorar.

Hay estiércol en el suelo, pisoteado y confundido con la hierba seca. Hay moscas que se pasean por mi vestido. Esto me pasa porque nunca hubo nada entre vos y yo.

Estuve buscando un símbolo, una palabra al pasar, un parpadeo en el pasillo mal iluminado por los fluorescentes. Pero nunca me dijiste una palabra al pasar. Creo que no ocupo ni siquiera una sinapsis en esa cordillera cerebral tuya. Ninguna imagen mía se quedó pegada a tu retina, ni siquiera fugazmente. No hay recoveco de tu inconsciente que me lleve a caballito. ¿Te das cuenta de lo poco que tengo? Vos no me registrás. Y yo sólo tengo esta hilacha, como el perfume que olemos en un sueño, y que nos hace gritar de sorpresa y despertarnos. Un grito que dimos que todavía escuchamos, que salió de nuestra boca y sin embargo, no es nuestro. No tenemos nada nuestro, vos y yo. Así te veo, distante, fueguino, indiferente.

Fuiste un relámpago en el pasillo. Y te llevo cosido en el bolsillo de adentro de la chaqueta como un San Cristóbal.

 

Los pasos en el polvo me llevan a un convento. En el calor de la tarde, la puerta de las monjas está entreabierta. Con lo fácil que es caerse a través de la puerta entreabierta. Una puerta, cualquier puerta. La tuya, por ejemplo.

Me detengo frente a la puerta (¿te lo podés creer, yo a las puertas de un convento?) no porque necesite caer más bajo, sino porque aparece un gato, y un gato siempre me ayuda a conectar.

El gato no me teme, a pesar de vivir en la calle. Tiene el cuerpo de otro animal, tal vez un zorro rojizo de pelo largo y espeso. Es como si al zorro le hubieran transplantado el busto de un gato gris de nariz mocosa para hacer una esfinge suburbana no demasiado convincente.

Pero a mí los gatos me convencen de cualquier cosa.

Sentarse junto a un gato es no llorar más.

Te encontré una vez en sueños y no supe abrir mi corazón al hecho de que no teníamos nada que ver. Te busco todavía, en ventanas ajenas. En los reflejos de las vidrieras. En el interior del envoltorio de los bombones. En los horóscopos escuetos. En el diario mugriento de ayer, esperando tal vez una solicitada, un anuncio clasificado que diga “¡Por favor! Volvé a mi vida.”

Y yo iría. Iría volando. Buscaría la forma, la manera. Buscaría el mapa, el agujero debajo del árbol, la madriguera. La mancha de tinta en la contratapa del cuaderno que me lleve hasta vos. Así como estoy ahora, medio pocha.

Como una flor arrancada.

Como una muela dolorida.

Mirando al gato, su nariz mocosa rozándome la mano, me doy cuenta de que, en el capítulo de hoy de esta miniserie absurda que es mi vida, todo me lleva a tener que plantarme delante de la frase que quiero escribir. Tal vez toda mi vida hasta ahora no sea nada más que una excusa para poder escribir la frase que quiero escribir.

Que esta vida merece ser vivida porque una ha conocido la sensación de que un animal apoye la cabeza en su mano.

Que otras personas apoyen partes diversas de su anatomía en partes de tu cuerpo señaladas al azar, no es, ni de lejos, tan importante. Que nunca vayas a apoyarlas vos, tampoco.

Sentarse junto a un gato es dejar de llorar.

Los abrazos que vendrán después, las llamadas perdidas de otra gente, los ademanes desesperados de rescate, las lágrimas, las promesas, los agobios varios no pueden compararse al calor de un gato que viene y frota su nariz en tu cabeza para decirte que te entiende.

Pensar que me quedé mirando la puerta de las monjas, su verja cercenada en el medio para aceptar las limosnas. La puerta entreabierta de donde nadie saldría, monjas mudas y sordas, con votos de intolerancia perpetua.

Un gato cualquiera es caricia acaracolada. Un gato como el mío es amor. Me despido del gato callejero.

Las opciones son cruzar el puente, huir, o volver a mi cama fría, donde hay un gato esperándome.

Vuelvo, porque no sé hacer otra cosa. Aunque lo demás falle, aunque no sé cómo se hace para vivir un día más, hay un animal esperándome, un animal que lo entendería todo, menos mi ausencia.

 

 

 

 

 

 

 

 

runaway

 

Imagen: Runaway (1), collage by Blaise Allysen Kearsley.

 

Huevo monta escalope, o la comunicación como imposibilidad

Algo titila en la ventana, un toldo de metal o un trozo de antena que se mueve a pleno sol y me manda señales lumínicas desde el otro lado de los árboles. Yo estoy sentada escribiendo esto, en la orilla inmóvil desde donde se ven árboles viejos. Me quedo en la orilla y espero, entonces, que la fronda se abra para que el mensajero salga y me traiga lo que es mío. Lo traerá en las manos juntas, cóncavas, limpias como la patena de nuestra oblación.

Querido mío, te he estado esperando para que me dijeras la palabra justa, esa que me enternece el alma como un matambrito tiernizado, como cuando se agarra un martillo de madera y se golpea el bistec para que la carne lacerada acepte mejor los condimentos.

Yo me he negado en esta vida a muchos, muchos condimentos.

Me he negado a levantar la vista para ver cómo me decían bella. Me he negado a regalos, falsos regalos bienintencionados, que escondían en el fondo una borra de deseo y lascivia. Me he negado a que me toquen con los sucios dedos del pecado. Primero por temor, después por miedo a estar regalándole algo demasiado valioso a la persona incorrecta.

Ahora vienes a buscarme, y entiendo que si has pasado cuarenta años al lado de la misma persona debemos suponer que no tenías a nadie más, hasta que me descubriste, inmóvil en la orilla. Debo suponer que estáis solo tú y tu sexo en esta vida, porque el sexo de tu cónyuge se va pareciendo tanto al tuyo que cuando os miráis, juntos frente al espejo, ya no se sabe cuál cuelga y cuál se invagina. Misterios de la carne compartida durante muchos años. Ahora, que hayas dejado las tardes de sexos gemelos para venir a buscarme viene a decir que todo ese aliño al que me negué, todas esas excursiones eróticas de media tarde no valían mucho.

Un mensajero se asoma en el bosque, atrae mi atención con luces y brillos, y luego me dice que todavía hay mucha vida que vivir. Que un mechón de pelo entre los dedos puede ser lo verdaderamente importante.

Esto es para mí un hito. Un mojón, digo, y el mensajero que el bosque me ha regalado tuerce la cara en una mueca.

Un mojón que para mí es una marca en el camino, para él es un sorete flotando en el agua del inodoro. Algo tan noble como una piedra alzada en la llanura, para marcar el temblor de lo nuevo, diluido en la palabra que uso para describirlo.

Este pequeña desconexión me confirma que hago bien escondiéndome aquí, en esta silla, en este bar, en esta fonda. Será que después de todo lo escrito, una lleva pegada en las sienes y las muñecas la esencia de lo ya perdido.

Se me ha perdido el don del lenguaje y confirmo que la vida se me desmonta. Pero escribo esto y se me desmonta la idea. Desmontar podría ser desbrozar, y montar es batir, y montar también es encaramarse a una bestia.

Porque escribo que la vida se me desmonta y usted, señora, que me lee en Villurka, tal vez entienda que alguien entra en mi vida con machete y desbrozadora, de la misma manera que los señores de la soja desmontaron el Impenetrable, a fuerza de cortar yuyos. Pero cuando digo que la vida se me desmonta es que se me desarma, y no me refiero a armas, sino a estructuras que pueden armarse. A usted le hablo también, castizo amigo, que me pide más neutro, más neutro. A ustedes, a quienes les chirría mi argentinada.

Entenderá usted que montarse es también encaramarse a las caderas del prójimo, que no sólo vale para caballos, claras a punto de nieve, nata montada. Que, como todos saben, es crema de leche batida, pero me suena a nata a caballo. Sólo que la nata es esa película asquerosa que se forma sobre la leche hervida, y a caballo es el grito certero del mozo, o camarero, o garçon, que se acerca a la cocina para pedir una milanesa (filete rebozado, y/o empanado, que no escalope, que un escalope será siempre aquello que servían en las cantinas de mi niñez, churrasquitos al marsala). Entonces eso, milanesa, pide una, segura de sí misma, y el mozo retruca (envido vale cuatro) ¿Napolitana, pollo, a caballo? Y a caballo, siempre a caballo, claro, cómo negarse. Cómo negarse a la oferta de dos huevos fritos cabalgando la milanesa y una buena porción, no ración, de papas fritas.

Pues eso, que mientras espero que el mozo me traiga la milanga se me desmonta la vida, porque ningún alma de dios puede sobrevivir a tanto subtítulo, tanta traducción simultánea, tanto buscar y rebuscar dentro de la cabeza le mot juste.

Y eso que lo que hacemos es intentar comunicar. Y comunica. Quiero decir que el teléfono da ocupado y no hay emisor ni receptor, sólo ruido de estática. Se oye fritura, como la milanesa esta que nunca llega. Como yo perdida entre dos orillas de la misma lengua, entre el alcaucil y la alcachofa, el durazno y el melocotón.

Qué infelices todos nosotros, ¿no? Tan cerca, tan lejos.

 

Dissolve henrik simonsen

 

Image: Dissolve, by Henrik Simonsen.

Blues con esencia de naranja amarga

 Este texto fue publicado en la revista Agitadoras.

 

 

Hoy estoy preciosa, soy fanática de mí misma. Me he autoproclamado vencedora en todos los Mah-jong que jugué esta mañana. A ver cómo igualan esto todos los que dicen que no sirvo para nada.

Por algún motivo, después de un rato el orgullo se retira, dejándome con más hambre que antes. Entonces me como un trozo de melón, que no engorda. Con la sandía no puedo, me recuerda demasiado a esos cosméticos que huelen a sandía.

La vida es para eso, me dijo ella, y miró por la ventana.

Yo salía con un chico que era creativo de una marca de productos de belleza. Se encargaba de los nombres, y de la mística detrás de los nombres. Gracias a él teníamos las Proteínas de Seda, el Max Volume Pump, las Nanoenzimas de Piña, las propiedades emolientes del Nenúfar Hawaiiano, las esencias de Pradera de la Provenza y Pomelo de la China.

Sus mejores ideas se materializaban en la ducha. En el vestuario del gimnasio, mientras sus compañeros de bicicleta estática se enjabonaban los bajos con diversos geles para piel sensible, se le ocurrió lo de las Microesferas Splash de Suavidad. Otra vez tuvo que salir veloz y chorreando de la ducha de un resort en la orilla opuesta del Mediterráneo, para apuntar en su block de tapa amarilla la frase “Frescor del Nilo”. Y también, ya que estaba “condones, yogur, antihistamínicos”. Y más abajo, “postales”.

Es para eso, sin duda. Y los ojos de ella tenían arruguitas alrededor, de llorar, pero también de reír mucho.

En el avión volviendo del Nilo él encontró otra petit maravilla: “la flexibilidad del junco egipcio en tu pelo”. Casi gimió de felicidad, pero le faltaba una sílaba para ser haiku, y luego se enredó con las oes, las es y los diptongos. Después de un rato dejó de intentarlo. Pidió un bourbon, soñando con la próxima ducha.

La vida es para eso. Nos quedamos quietas mientras ella lo decía, y su voz era tan nueva, tan distinta a lo que me había imaginado. La vida debía ser entonces un nuevo lugar amable, con voces dulces, tremendamente familiares de tan desconocidas.

La revancha de él vino en el transbordo en Schiphol. En uno de los cubículos con ducha, tan brillantes y esplendorosos, recitó, extático:

Espuma de Baño Relax, Ensueño de Flores Índicas.

Y también:

Loción Tonic Furor, Estallido de Agua de Sativa.

Al transcribirlo, le seguía sonando bien, así que cerró su cuaderno con elástico y sonrió.

¿Salía con un chico, dije? No. Me lo cogí un par de veces. Me enamoré de él cada vez, ojo. Yo sólo cojo si estoy enamorada.

Me gustan los chicos como él y nunca tuve ninguno. Porque bueno, a él tampoco lo tuve. Me gustan esos flacos modernos que usan camisetas pegaditas que sin embargo todavía les quedan un poco sueltas en la espalda. Simplemente me calienta que se la pasen hilvanando tenues pasarelas entre su falsa creatividad desbordante y su necesidad de llegar a fin de mes. Deliciosos. Me comería toda su pija con sabor Ultra Maxx Skin Aroma.

Él es alto y flaco, tiene el pelo negro y la piel pálida. Es un moderno que antes fue dark que antes fue punk. Las paredes marcan la evolución: los posters de hoy, pegados con esa especie de plastilina azul, tapan la marca de la cinta scotch amarillenta en una pared ya agujereada por las chinchetas.

Cada tanto piensa que podría funcionar algo así como Ritmo Devo para tus Ondas.  O Gel Efecto Peluca Cure of the Jezebel. Pero esos borradores nunca los muestra. Tecnología Curl Overdrive Resurrection, propuso él un día, para un spray resucitador de rizos. Si los italianos ya lo llamaban ravviva-ricci, ¿por qué no podía él hablar de resucitadores? La multinacional se negó: había que contar con los frailes rizados del Vaticano. Mucho San Pedro, demasiados alcauciles a la judía. En temporada, claro.

Lo llamé agitada una tarde para contarle que había encontrado en una novela de la Jong una lista deliciosa: Rosa Prepucio, Malva Glande. Él se agitó incluso más que yo. Sospecho que todavía conserva la lista de tonalidades de rouge que pergeñó esta tarde, y que aún no ha podido colocar en ninguna campaña.

Pero ya bastaba con cómo nos colocábamos nosotros imaginándonos todo el percal: si me pinto debajo de la ceja con Nude Nipple, el párpado superior con Pubic Mahogany, y remato las pestañas con Afro Ball, ¿se darán cuenta de mi mirada lasciva?

Ambos sabíamos que se necesita algo más que un poco de maquillaje para lograr la tan añorada mirada lasciva.

La vida es para eso, dijo ella, y el café se nos enfriaba en las tazas de tanto mirarnos. Yo nunca tomo café, esto es una mentira, pero ese fue uno de los pocos momentos en los que deseé saber decir la verdad.

Es que él era el regalo perfecto para esa noche especial, si yo hubiera sido una novia deseante: algo viejo, algo nuevo, algo prestado, algo azul. Blue Bride, con Fantasy Effect.

Resulta que después de un rato ella seguía ahí.

Lo más loco de todo era eso, que ella no se desvanecía en el aire, ni desaparecía en una nube de azufre. Mis frases de un minuto antes y su frase de ahora la hacían más consistente que nunca, más clavada que nunca a la palabra.

Los ojos de él, azules. Los de ella, sin sombra prestada, sin nombre artístico. Prestado, sí. Viejo y nuevo, como cada vez que una decide jugar a la bestia otra vez.

Ella me besó en la mejilla, y yo creí que era para despedirse. Olía bien. No tuve ganas de ponerme a pensar a qué.

Yo no sé qué va a pensar la gente.

Ella se quedaba ahí, y todavía tenía cosas para decirme, aun cuando a mí se me había acabado todo. La paciencia desde luego, pero también la compasión. No estaba seguro de haberla entendido, entonces miré sus labios para ver cómo se movían al decir otra vez lo que tenían que decirme.

La vida es para eso.

Y me imaginé entonces la vida como una pista vacía y luminosa, donde una va con sus mejores galas para luego, veloz y chorreando, desnudarse, y así llevarse a casa al novio de otra.

 

 

Image: Orange blossom, by Rebecca Artemisa

Punk-maru

Este texto apareció en marzo de 2012 en la revista Agitadoras.

Punk rock, dice ella, y los interlocutores retroceden unos pasos, como si vieran un pequeño alien moviéndose bajo su esternón, o echan la cabeza hacia atrás, escudándose de una recién detectada halitosis.

Es la reacción más común. Si dice rock a secas, todavía puede llegar a obtener un mínimo de comprensión, generar una imagen de banda de covers, o verbenas. Pero punk rock… Es como si se le ocurriera decir que es poeta, pero peor. El prójimo enarbola una risita forzada, mientras compara mentalmente nóminas, y emite una frase que empieza con “pero” y termina con “no”. “Pero no vives de eso, ¿no?”

El rock ya no supone una amenaza, está demasiado domesticado y vende demasiado poco. Pero el punk rock es otra cosa. Evoca efluvios de calimocho, dedos en la nariz, escupitajos, costras. A veces sí. A veces no.  En estos tiempos tempestuosos, a ella el punk se le aparece como un navío sólido y estable.

Ella lava sus medias de red en el lavabo, y las seca en la estufa para que estén listas al día siguiente. Un amigo les presenta una tortilla adornada con el nombre de su banda, las letras hechas de tomates secos de una huerta ecológica de los suburbios. Ella le preguntó una vez qué era el punk. El amigo se lo contestó en mayúsculas, en una ventana de chat. Punk es ser tú mismo, dijo.

Ahora ella sabe que punk es que una banda no tenga más dueños que las ganas de divertirse juntos. Punk es un resopón de fideuà y allioli a las 6 de la mañana, después de un concierto. Punk es una siesta comunitaria de seis horas en un salón tapizado de colchones después de grabar un videoclip bajo la nieve. La diversión también implica la carga y descarga de amplificadores en la noche de Avilés, la humedad del puerto calándote los huesos, la escarcha pintando el techo de la furgoneta. Y largas horas al volante, cebar mate desde el asiento del copiloto, feroces discusiones tratando de interpretar un mapa.

Ella tuvo un sueño a los ocho años, cantando frente al espejo, un tubo de desodorante en la mano, la raqueta colgada de un cinturón: estrella de rock. ¿Qué? ¿Que no todos queremos ser estrellas de rock and roll? Perdonen ustedes. Ella clamó a los cielos por hacer algo así la primera vez que escuchó el grito de Dizzy Miss Lizzy. A cambio obtuvo una red de amigos para siempre, el carnet de entrada a un club nada exclusivo: los subterráneos. Y desayunos para la carretera comprados con amor en supermercados holandeses. Croquetas de cabrales, chilis vegetarianos y ensaladas de pasta (ok, demasiadas ensaladas de pasta) en squats de aquí y allá.  Ella tuvo un sueño. No se imaginaba que su sueño se iba a cumplir pero más perfecto, más redondeado, gordito y brillante y esférico como uno de esos universos atrapados para siempre dentro de una bóveda de cristal, con una nieve fácil y tibia que cae todo el tiempo. La nieve de un sueño. Dream-maru. Como los barcos japoneses, con su nombre y su sufijo, maru, redondo, indicando completud y autonomía. Punk-maru. Completo, autosuficiente.

El interlocutor puede caer en el error de pensar que autosuficiente es sinónimo de huérfano de discográfica, de peor es nada, pobres punks. Pobres ante la mirada del otro, oh quelle imposibilité. Pobres, qué punks. Qué desarreglados, con esos zapatones. Qué simples, fotocopiando, autoeditándose. Pobrecitos, qué primitivitos. Poverini. El buen Jesús se tomaría una birra en la esquina con nosotros, os aviso. Puritita energía creativa, el ejemplo de Katherine Hepburn, que sabía que si tú no remas tu propia canoa nadie lo hará por ti. Y los que lo hacen por ti son generalmente, en esta fauna de la industria musical, gente que quiere su pedazo y nada más. No los necesitamos. Esa es la revelación. Porque nos sobran otras cosas. Porque nos gusta la parte artesanal de la vida. Pura vida, como dicen en Costa Rica.  Sin embargo os aviso de qué va todo esto. Porque va de tolerancia. Tolerancia a la diversidad, a las mil caras del hazlo tú mismo, aunque va de tolerancia cero al mamoneo. Que de eso sobra ahí afuera. También va de solidaridad, de echar una y muchas manos, de mil emails y llamadas cruzándose en el éter y proponiendo garitos, compartiendo amplificadores, prestando furgonetas para recoger a los grupos en aeropuertos, trajinando cajas con discos y fanzines, barriendo escenarios, colgando altavoces. Caras sonrientes de bienvenida, el barman que te da una cerveza cuando ya no tienes ticket de consumición, que haberlos haylos, como los que te dejan neveras a tu disposición. Punks en la cola de la fotocopiadora, punks en bicicleta repartiendo revistas y cambiando el mundo, punks a pie pegando carteles con celo en las cabinas telefónicas que, si total no funcionan, para algo han de servir.  Gente con ganas de trabajar, de meterse en el estudio y grabar aunque sea dos temas nuevos, de grabar un ensayo con un cuatro pistas, de fundar una banda de esas de diez días, que son las bandas que se forman cuando cuatro personas de diferentes latitudes coinciden en una latitud nueva y común y hala: nace otra banda. Diez temas, un EP, un pedido que sale volando a Chequia y que vuelve en una caja de anacrónicos vinilos y un montón de gente que colabora comprando discos nuevos, de los de sangre caliente. No reediciones de hace veinte años de un cuarentón principal recontra refrito. Gente que descarga y comparte, que se graba emepetreses como antes se grababa cintas, porque lo mejor del disco nuevo es escucharlo con los amigos.
Punk es vivir en lugar de sobrevivir. Es llegar, noche tras noche, a un montón de reductos amables donde los esperan con comida caliente y ganas de escuchar su música. Pequeñas aldeas que resisten al invasor. Al miedo invasor, ese que sopla mentiras y barbaridades al oído. Ella ya no es joven, y empezó tarde, pero la sangre le fluye mejor en el cuerpo cuando está cantando y bailando al ritmo que marcan los tres inadaptados que adoptó como familia hace más de diez años.

Para que su vida funcione, para poder ser ella misma en este viaje, tuvo que encontrar el interruptor que le permitiera cambiar la energía. No puede pasar demasiado tiempo solamente escribiendo, ni sólo cantando y maullando. La quietud de la silla, después de un tiempo, se le espesa y le pide a gritos que la saque a bailar. Por el momento le funcionan estas limas, estas piedras pómez que pulen toda la hormona rockera para que pueda volver a la silla y al cuaderno. Pero el punk, el barco autónomo sin capitán, sigue ahí, llevándola una y otra vez a puertos floridos y estruendosos.

Pasa que, punk o no punk, algunas personas con dos dedos de frente ya no quieren comprar pollos fritos, pajaritos muertos, dinosaurios al horno. El buen Jesús, aquel que echó del templo a los mercaderes, aplaude entre bastidores.

Ella tuvo un sueño. Ahora tiene mucho más. Ella brinda, una y otra vez, por la sangre joven, o por lo menos la sangre caliente, la que todavía circula para hacer cosas nuevas. Porque ve el mundo cambiando a su alrededor. Porque ve a su gente actuando, en lugar de sólo reaccionar ante el miedo invasor, los aliens, los muñecos resorte, la trampa y el cartón. Porque ve a su gente buscando alternativas para hacer un mundo nuevo, un mundo que funcione, un mundo donde la música lo hilvana todo y al mismo tiempo es sólo una excusa para salir a brillar, a decir palabras auténticas, a mostrar la verdadera piel.

 

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