Ya están aquí, como los mejores poltergeists.

 Son las copias de Síntoma, mi nueva plaquette de poesía. Publicado por the M Press. Lo presento en Los Oficios Terrestres y pronto estará en Flexidiscos, en el Tenderete de Valencia y en otros selectos puntos de venta (seguimos buscando canales amigos de distribución). Envío por correo a todas partes. Mándenme un mensajito y voilà. Gracias.

 

síntoma pila

Reservandito

Aloha. Ya puedes reservar, encargar y pedirle a los reyes magos tu copia de Síntoma. Es mi nuevo artefacto. Es un zine. O una plaquette. O un librini con poesía e ilustraciones. Hecho con amoggg. Te lo envío por correo, o le dices a tu librero que lo quieres. Muy pronto en tu buzón, y en selectas librerías y tiendas de discos. Ah, y lo presento en la Fira del Llibre de Palma el viernes 6. Reservas por privé. Gracias y arrivederla.

Síntoma Macky Chuca

Presentación en la Fira del Llibre de Palma

como agitar

 

El próximo viernes 6 de junio estaré declamando en la Fira del Llibre de Palma gracias al colosal trabajo de las wonder women de Ulls Sadolls y Los Oficios Terrestres, que me invitaron a participar de esa telaraña loca y pegajosa que es Texturant Feminismes. Entusiasmada es poco. Agradecidísima, también. Voy a contarles a todos cómo se agita el mar debajo de faldas y polleras, y aprovecharé para presentar mi nuevo zine, Síntoma, una petite plaquette ilustrada. Más info muy pronto. Qué ganas, pardiez. Nos vemos ahí, amigos illencs.

Te o de o

 

Somos las excesivas, las intensas.
-¿Qué prefieres, todo o nada?
-Todo.
Respondo sin pestañear. Respondo antes de que puedan terminar de formular la pregunta. La conclusión es siempre la misma:
-Te vas a llevar muchas hostias en esta vida.
Claro que sí. A mí el Tao me queda a contramano. Porque yo quiero todo. Y así colecciono moretones en las pantorrillas (como caballito gitano, decía mi abuela). Acumulo golpes como quien no se decide a tirar los diarios de ayer.
Bailando lento en esta milonga en penumbra, me pega a su vientre para que entienda los pasos. Me dejo. Después de todo, su mano en mi espalda es el alfa y el omega. Bailo y cuando bailo no tengo medida. Así me gustan las cosas. Hasta el final.
Quiero todo. Quiero bailar hasta desmayarme, sin perder de vista que yo elegí el rojo vivo de mis zapatillas. Quiero que me quieran temblando y hasta que pase el temblor. Quiero que me miren a los ojos y que los ojos hablen hasta agotar las palabras. Quiero guardarme cada abrazo de mis amigos y destilarlos y bebérmelos en los días de lluvia.
La mujer que está sentada a mi lado en el metro también lo quiere todo. Me lo dice su cara demacrada de tanto guardarse las pesadillas en las venas. Tiene un suéter estampado en el que chocan muchos colores, y un abrigo de esos hechos con retazos que antes se hubieran considerado imposibles de combinar pero que ahora están de moda. Unos pelos largos y enrulados le brotan del mentón. Lleva un bolso enorme bordado con abalorios turquesas, y un anillo como una araña de bronce, y uno esmaltado como un huevo de Fabergé, y uno de indio navajo y otro con cascabeles. Y un prendedor con la A de anarquía. Y zapatillas negras bordadas de blanco. Sí, ella también lo quiere todo.
La pelirroja hermosa del asiento de enfrente, para no escatimar, tiene pecas no sólo en el escote y en las manos, sino también en los párpados y en los labios. Está claro, ella también lo quiere todo. Yo quiero todas sus pecas. Si me dejara mirarla de cerca estoy segura de que encontraría pecas en sus pestañas, moteadas como las antenas de una polilla con piel de leopardo. Existen polillas así. Pero lo que yo quería decir es que a la pelirroja le contaría las pecas de las pestañas una a una y después le transmitiría el resultado al oído.
Trece años de pertenencia a banda punk rock me han pulido el gusto, y desde entonces visto mis ancas de pantera con estampado de leopardo. Para mí es puro glamour del palo. Para otros es irreductible vulgaridad. Da igual. Estos últimos días me he paseado por esos mundos de Dios con una o más prendas animal print en mi atuendo. Coco Chanel decía que una debía siempre quitarse el último accesorio que se había puesto. Tenía razón. Pero somos las excesivas, las exageradas.
Un amigo me dice, del otro lado de una cerveza, que Bill Stevenson le puso All a su banda porque él también lo quería todo. No puedo corroborar este dato. No encuentro la información. Pero confío en que algún otro amigo sabio venga a confirmármelo. Por lo pronto llevo mi prendedor de All en toda solapa disponible, para que no queden dudas de lo que quiero.
Sé que quererlo todo a veces te deja con el culo al aire. Sé que desear tanto es para vaqueros con muchas millas en las espuelas (como en la película de Van Sant, a las vaqueras también nos pega el blues). Sé que nadie vendrá a llenar a cucharadas este hueco que se abre cuando me quedo quieta. Pero no puedo evitar estirarme para ver si alcanzo lo del estante de arriba de todo. A veces, como ejercicio, juego a enmudecer y dejo que el mundo me ataque como el agua ataca a las esponjas, que parecen secas por fuera y están hinchadas de agua en el interior. Pero son sólo pequeños descansos en medio de la milonga, momentos de reposo antes de cambiar de forma y abrirme a las manos en la espalda, las manos que me hacen bailar.
Dejo entonces que el mundo me moje, y bailo hasta caer rendida, para devolverle al mundo un poco de humedad, un poco de todo lo que le robo cada día.
Miro todo. Capto todo con mis antenas de polilla aleopardada. Envío señales a quien corresponda, pidiéndole todo. Cada tanto el compañero de baile se anima y conecta mi culo al cosmos, y me río como loca, porque me asomo al todo y todo esta ahí, al alcance de la mano, redondito y brillante. No quieran saber.

 polilla

Leona

lioness
Este texto apareció en la revista Agitadoras de abril de 2013.

It is for me the eventual truth
Of that look of the lioness to her man across the Nile

“Lioness”, Songs:Ohia  

Nunca se había sentido leona. Siempre eran de otros los rugidos vistosos antes de la película. De cualquier película doméstica o incluso pública, de esas pantallas plateadas a la fresca, donde todos podían ver el vapor saliendo de las fauces y huían por su vida. Ahí había rugidos y nunca eran suyos.

Nunca fue leona porque las coronas se las ponían otras. Y ella nunca fue de las que se sentían especiales, aunque escuchó tanto esa frase: “¿Qué tenés, coronita?” Ella no tenía coronita ni corona, y una leona debe tener al menos una corona imaginaria, ya que la naturaleza no le ha otorgado la melena regia del macho.

Nunca se había sentido leona aunque sí tenía una buena mandíbula, eso sí. Muchas veces se le escuchó decir: “con esta mandíbula de tiburón blanco que el buen Señor me ha dado no pretenderán que coma plancton.” Nadie sabía muy bien a qué se refería con esa bravuconada. Ni siquiera ella. Lo decía por decir, como habrá dicho tantas cosas en su vida. Ahora sabe que lo de la mandíbula tenía que ver con la promesa de una leonez, una leonitud. Lo sabe porque un día apretó, y algo crujió entre sus dientes.

Nunca se había sentido leona porque leonas siempre fueron las otra s, las hermosas y ordenadas, las que se subían confiadas al escalafón para preñarse y parir y después mostrar al cachorro, primero ensangrentado de la propia sangre, después limpio a lengüetazos y después seguro entre los brazos fuertes, defendido de vientos, mareas y tiburones blancos por ellas, las que de pronto adquirían ojos de leona. Esas eran las buenas. Las importantes. Las que tenían ganada para siempre la cucarda que ella nunca tendría. Después de todo, qué hay más definitivo que mostrar la cicatriz del hijo, la risa del hijo, la estatura siempre creciente del hijo, el amor inconmensurable que ella nunca sentirá. La marca máxima de leonitud. Ahí las tienen. Las leonas son sus amigas. Ella ama a las leonas. Ella ama saberlas así de completas. Cierra los ojos e intenta ver detrás de los párpados la leve luz rosada de esa completud.

Sabe, de todos modos, que una vez que el cachorro abandona el vientre las leonas acarician el vacío para siempre. Que eso también es definitivo. Y que eso se traduce en gestos heroicos que ella puede entender con la cabeza pero no con el cuerpo.

Pero un día apretó los dientes y algo crujió. Las encías le sangraron también, poco habituadas a ese tipo de visitas. Era algo que había cazado después de correr mucho, con la lengua afuera y los huesos doloridos, polvorientos. Jugó con la presa entre las patas delanteras, como hacen las gatas. Todavía no se animaba con según qué sensación felina y empezó por la película doméstica. Cuando el juego se volvió más bravo, cuando la presa empezó a oponer resistencia supo que se había confiado. Tuvo que esforzarse mucho para seguir jugando sin romper, sin matar.

Al final abrió los dedos hasta que aparecieron las garras, y después soltó las fauces, hundió la cabeza y apretó.

Lo que tenía entre las patas delanteras era perfecto como una perla e igual de valioso. Lo había matado ella solita y sólo por eso merecía ser coronada. Había sido algo bueno, algo que parecía gigante e inmutable, y ella lo había pintado de sangre y saliva. Amasar una pérdida entre las patas de pronto le pareció la hazaña definitiva. Ahora acariciaba el vacío ella también. Acaso en ese gesto podría aspirar a entender.

Se quedó largo rato husmeando el aire, fétido de río y de sangre mezclada, la boca abierta, los ojos fijos en la primera estrella en el cielo, las patas sujetando aquello que primero dejó de moverse y mucho después se enfrió hasta que ya no tuvo buen sabor.

Image: Portrait of a lioness, by Kim Stevens

Quebrantahuesos

Este texto fue publicado en octubre de 2012, en el número 87 de la revista La Bolsa de Pipas.

Yo conozco el secreto del universo. Consiste en que las personas retocen en manada hasta que se cansen de retozar. Y consiste en que luego, de dos en dos, se aparten del grupo para buscar una charca donde remojarse, y se frieguen las espaldas mutuamente, y se golpeen con ramitos de abedul y se salpiquen con agua dulce y, una vez eliminado todo rastro de sudor previo, golpeen cadera contra cadera hasta que se borre del todo la noción de una carne intermedia. Lo que importa es el hueso. Los vasos comunicantes y la sutil nervadura que atraviesa nuestros tejidos sólo están ahí para enviar al cerebro la información de que hemos conseguido volar en un ave infernal hecha con los huesos del otro.
He volado tanto sobre tus huesos, mi amor. Atada a tus huesos voy. Con la cabeza gacha he querido encontrar el tuétano debajo de las capas de músculo y piel. Es una búsqueda para agotar el aislante, el término medio. Es hueso lo que busco.
Aunque no lo creas, de pronto, en esta época del año en que la brisa fresca los ha dejado tan desolados, hay insectos. Parásitos, amor. Se han enterado de que soy especialista en romper caderas. Lo adivinan en la blancura de mi sonrisa, en la salud de mi dentadura, pulida de tanto comer carne y chupar cartílago.
Y merodean, me buscan, se afiebran, sospechan. Suponen, mirando el trozo de piel que descubre este vestido, que lo de abajo está preparado para ellos, listo para la cata. Se olvidan que todo vestido podría, llegado el caso, ser mortaja. Que es sólo un cuestión de tiempo que esto de aquí empiece a oler y a apolillarse, que mis óleos se pongan rancios, que las líneas de mis tatuajes se hinchen y desdibujen en la dermis. Quieren ganarle al tiempo, clavar la bandera antes de que venga la gran inundación, quieren ser los primeros. Ay. Ni siquiera tú fuiste el primero, amor, que me levantó la falda y encontró este drama. Ya han huido otros, asustados.
Llega el otoño y de pronto se dan cuenta de que no han hincado el diente en ninguna pechuga en lo que va del verano. O sí, pero siempre huelen tanto mejor los pollos del gallinero de al lado.
Y yo, que monto águilas y duermo bien por la noche, lo sé. Yo, que como mucho por la mañana para mantener estable la glucosa que me nutre los pliegues de materia gris, lo entiendo. Yo como sólo por la mañana para tener el estomago vacío para ti, amor, que siempre olvidas la llave de la puerta de calle.
Yo siempre llevaré esta camisa con ojales almidonados, y siempre tendrás que forzar para abrocharme. Es una promesa.
No dejaremos entrar a los insectos. Sin embargo una vez te dejé entrar a ti, aunque tuvieras vocación de cascarudo. A pesar de eso, la puerta se abrió para que pasaras y vi que tenías alas después de todo, que me dejarías subir a tus huesos, después de todo.
Hacen apuestas en la calle, amor.
Calculan el tiempo que les llevaría. Usan palabras para definirte a ti, distintas a las que usaría yo. Se preguntan si seré buena. Sospechan que escondo algo. Que hay algo que no encaja. No seré yo quien les diga lo que encaja. No les contaré cómo me doy cuenta de que voy llegando al hueso. No les diremos nunca hasta qué punto nos hemos horadado mutuamente.
No les mostraremos este encaje de coral, esta puntilla petrificada que llevamos por dentro.
No sabrán cuál de los dos ha trabajado más en esta simbiosis, no sabrán quién le debe a quién la vida entera. No sabrán qué te vi, qué viste en mí, cuál de las dos miradas cotizaba más.
No podrán ponerle precio a esto.

leif podhajsky

Image by Leif Podhajsky

 

 

Melodía blandengue

Este texto aparece en el número de febrero 2013 de la revista digital Agitadoras.

A veces temo estar transformándome en Carrie. En alguna Carrie. La protagonista de esa canción blandengue de Europe, a la que le explican que las cosas cambian. O la que escribe boludeces que cotizan porque las escribe en Nueva York y se mete en la cama con el corpiño puesto porque va de nena sexy pero old-school. O la hija pequeña de la familia Ingalls, ingenua, mudita, poco asertiva, y encima destronada cuando aparece Grace. O la otra, la que se cree la reina de la fiesta hasta que le llueve un baldazo de sangre de cerdo.
Cualquiera de las opciones es penosa. No es que me sienta penosa. Bueno, tal vez un poco. Es que no sé qué pensar cuando acabo haciendo videochats conmigo misma: me grabo diciéndome enormidades que caducan a los veinte minutos. Eso es llevar al extremo la necesidad femenina de relatarnos en tiempo real. Porque no sólo hablo sola, sino que me contesto. Me digo cositas, me hablo como se le habla a un cachorro. Me repito lo que me dice la gente estos días. Después descubro que si sonrío con los auriculares puestos es como si ecualizara todo con más medios y me paso unos cuantos segundos jugando a la sonrisa sonora. ¿Ven que no necesito que nadie me regale droga?
Luego me meto en una página web de diseño horrible y busco el significado del nombre Carrie. Me entero de que significa melodía y también canción. Me hace feliz durante quince segundos. Luego leo que es un diminutivo de Carol, derivado de Charles, que significa hombruno. Me preocupo durante treinta y cinco segundos. Mi patetismo es tal que reacciono ante los datos de una página web de nombres para bebés como si de verdad estuviera bautizando a alguien importante en mi vida. En este caso a la persona en la que temo transformarme: una ingenua que se cree la más cool del condado, a la que la consuelan con palabras melosas, que escribe boludeces autorreferenciales para su columna mensual y que acabará por irse a la cama con el corpiño puesto.
Si vieran la prueba de cámara que me hice anoche. No la verán porque mi asesor de imagen no la aprobará jamás: salgo con el maquillaje corrido, la nariz roja y las palabras temblorosas, y con remera vieja de dormir (pero sin corpiño). Ensayo todo lo que tengo para decir y después me miro decirlo. Cuando más me gusto es cuando digo la verdad. Pero estos días la verdad sale muy cara. Se paga con zozobra cuando cae el sol.
Piensen en mí cuando caiga el sol estos días. Hagan una cadena de oración, una cadena humana. Escuchen Another one bites the dust y disfruten con el bajo como lo hacía yo cuando tenía seis años o siete y pedí que me compraran un disco por primera vez. No me hagan ir a la wikipedia a chequear si la hija menor de Charles Hombruno Ingalls se llamaba efectivamente Grace. Déjenme que confíe en mi memoria, déjenme confiar.
Hoy tengo en el cuerpo tanta dopamina, tanta cafeína y tanta azúcar que esta página se autodestruirá en cualquier momento. No me dará tiempo a despedirme ni a buscar una salida elegante.
Me pregunto si las chicas cool de este condado saben despedirse a tiempo con apretones de mano firme, o si prefieren huir de puro miedo a quedar desfiguradas. ¿Quedarse, tal vez? ¿Quedarse a ver cómo se les vuelan las chapas una a una? ¿Qué diría Carrie al respecto? ¿Miraría con ojos escandinavos al pelilargo que le canta esa balada de mierda y lo mandaría a freír abedules? ¿Saldría corriendo en puntitas de pie, con los metatarsos destruidos por su afición a los zapatos caros? ¿Huiría de la granja y de su padre y ya que estamos de todos los hombres con síndrome de Jesusito Salvatore? ¿Usaría su telekinesis para prenderles fuego a los galanes chamuyeros de este mundo?
Dénme telekinesis y un fósforo, háganme el favor.

 

carrie

Editado para agregar: él se llamaba Charles. Ella, Caroline. La hija, Carrie. ¿Qué le ocurría al guionista con los nombres hombrunos? ¿Era sólo pereza o eran las mujeres Ingalls parte de un enramado de costillas? Todas derivan del nombre del patriarca sufridor, como si hubieran ido arrancándole costillas flotantes a Charles para crear a sus mujeres. Piénsensenlón.

Mano a mano (o instrucciones para reencontrarse con la caricia que nunca fue)

 

Este texto apareció en el número 32/abril 2012 de la revista Agitadoras.

Primero. Levantarse de la cama.

El despertador aún no ha sonado, es esa hora incierta de la madrugada en que todavía no aclaró pero ya cantan los pájaros. Esos trinos hijos de puta en la distancia anunciando que queda poco tiempo de sueño. No encendés la luz. No la encendés por costumbre, por no molestar a tu pareja si aún duerme a tu lado, si todavía no la espantaste a otro cuarto por tus ronquidos de morsa, a otra vida lejos tuyo por tu mal aliento o por tu manía de dejar la ropa tirada en el sofá y el perchero atiborrado de bufandas y bolsos floridos. O no la encendés porque conocés bien tu casa, vivís sola, y aunque no haya nadie a quien molestar no tiene sentido crear un cono de luz solo para iluminar tus pasos de siempre, la perezosa y tambaleante caminata que separa tu hueco tibio en la cama del frío húmedo del baño. Entonces caminás a oscuras, los nervios de la epidermis de la planta del pie notan el límite abrupto entre parquet y baldosa. Ya estás en el baño.

Segundo. Bajarse los pantalones.

Esa cintura del pijama que te aprieta tanto y que nunca te acordás de cambiar por un elástico menos agresivo, más inofensivo, que no te deje esa marca reticulada de lolita en la piel tierna del sueño. Y te bajás el pijama entonces, la barriga liberada de la opresión que hasta ahora había pasado desapercibida, y te quedás con el culo al aire. Dormís sin bombacha, tomando al pie de la letra el consejo de la abuela, chiquita, hay que dormir sin bombacha, la polola tiene que tomar aire por la noche.

Tercero. Sentarse.

De pie, de espaldas al inodoro, culo al aire, flexionás rodillas, tobillos, flexionás los huesos de la cadera, la cabeza dirige el movimiento, cabeza adelante para que el resto del cuerpo vaya detrás y abajo.

Cuarto. Sorpresa.

Algo te está esperando. Te sentás sobre una mano fría. ¡Sí! La sensación es la de apoyar todo tu sexo sobre una palma fría que te está esperando en el inodoro. Te ponés de pie de un salto y mirás. Ridículo. Te olvidaste de levantar la tapa. Pero ya se te fueron las ganas. Se te cortó el pis porque toda la sangre del cuerpo te bombea en las sienes, y el estómago se ha encogido y aún sentís claramente esa caricia pasiva esperándote en medio de la oscuridad, esa mano abierta y franca y conocida recibiendo tu sexo relajado, el esfínter suelto.

Quinto. Reconocimiento.

No hay nada suelto en vos en este momento. Ni un músculo, ni un tendón. Te preguntás qué es lo que te pone tan nerviosa más allá del susto. Qué es lo que te desconcierta al punto de no poder respirar normalmente. ¿Acaso nunca se te ocurrió pedirle a un amante que te esperara con la mano abierta sobre la cama? O sobre la silla, como intentaban hacer los compañeros del colegio cuando eras chica: tratar de agarrarte desprevenida cuando ibas a apoyar el culo en la silla. Y es esa sensación olvidada la que regresa, y descubrís que te inquieta porque, desde un lugar sin nombre, el truco volvió, completo, inmejorable. Volvió como se lo debían haber imaginado tus compañeros pre-púberes, en esas horas calenturientas del colegio. Volvió de forma perfecta. Y ahora sabés de quién es la mano, la mano conocida, la mano que vuelve.

Sexto. Encontrarse.

Es, por supuesto, la mano de C., que ya no está en ningún lugar con nombre. C. divertido, inteligente, a quien quisiste tanto, y que se fue tempranísimo, cuando ya habías perdido contacto, una enfermedad insólita que se lo llevó por delante, apenas adolescente. Y en la madrugada somnolienta, en medio de ese sopor alerta que reemplazó a las ganas de hacer pis, te encontrás de pie, dedicándole esta sonrisa de las small hours a C. y su mano fría, que volvió desde algún lugar para esperarte, palma hacia arriba, en el asiento del inodoro.

Séptimo. Despedirse.

Y entonces volvés y te sentás sobre la mano, tu sexo desnudo y despierto, y dejás que te envuelva su caricia plana, aunque solo sea para devolverle a C. un poco de esta vida que no sabés si llegó a conocer. Una vida de retozar entre sábanas tibias, una vida de labios y vello púbico en el hueco de la mano. Y después de un rato así, te ponés de pie, levantás la tapa, hacés un pis lento y desganado, y volvés a la cama ya sin pijama, en honor a todos tus muertos.

 

manos

Imagen: Man Ray: manos pintadas por Picasso. 1935.

Canción de amor para hermana y Strummer

 

 


Este texto acaba de ser publicado en el número de enero de 2013 de la revista 
Agitadoras.

Te fuiste de casa el día que murió Joe Strummer. Cómo no vamos a acordarnos de él, cómo podíamos no llorarlo, si parecía que nos estábamos llorando a nosotros mismos. A esa falacia de familia feliz. Ninguna familia puede ser del todo feliz si le falta una hija que se va en medio de la noche sin saludar.

¿Te acordás que tenías un novio que te besaba con toda la boca? Yo los espiaba cuando él venía a visitarte. No es fácil besar así, no es fácil encontrarte con alguien que te haga echar la cabeza hacia atrás y mirar las nubes mientras los besos te descosen el cielo del paladar. No es fácil que funcione. No siempre tiene que ver con besos. En esa época no entendía nada. Creo que vos tampoco, pero se me ocurre que los besos de tu novio nos funcionaban justamente porque ninguna de las dos entendía nada, y porque vos te abrías entera a él, agradecida y sin pensar en el precio de dejarse besar así.

El amor que se tenían tu novio y vos me descosía mi propio paladar, y otras junturas del cráneo. Hacía aparecer ranuras más allá de las obvias.

Tuvieron muchas canciones de amor, tu novio y vos. Ninguna era de The Clash. Pero se murió Joe y pareció que nos habían robado a un hermano. Lloré por vos, tal vez Joe Strummer era más hermano tuyo que mío. Lloré como el día en que mataron a la perra. Fuiste vos la que me dio la noticia. Te abrazaste a mí y lloraste diciéndome que habían matado a la perra. Los actos irreversibles de esta vida no admiten eufemismos ni explicaciones.

Tengo que poner música festiva de fondo para escribir esto. Lo suyo sería escuchar The Clash a morir, pero tengo miedo de lo que pueda hacerme la voz de Joe ahora.

Cuando escuchábamos a The Clash vos me enseñaste a oír un millón de cosas, no sólo la voz de Strummer. Desde luego estaba toda la batería de Topper, los mil pases mágicos, los contrapuntos sorprendentes de Simonon, los arreglos y la voz de Mick Jones, derroche de estilo y clase. Pero era Joe el que se moría mientras vos te ibas de casa.

Por la película nos enteramos que, justo antes de su muerte, envió felicitaciones de Navidad pintadas por él, con barcas e islas, pasajeros en barca llevando fogatas portátiles, acercándose a un fuego central.

Durante muchos años la música fue nuestro fuego. Puede que todavía lo sea. Y pese a la emoción y al indiscutible efecto aglutinante, hoy sé que es una trampa horrible. Vos te fuiste sin dejar una carta, un saludo, mucho menos una postal pintada a mano.

¿Tiene sentido escribirte esto, tantos años después? ¿Por quién lloro, me pregunto?
Tal vez es porque nunca nos despedimos como corresponde, o tal vez se estén mezclando demasiadas cosas. Tal vez el veneno no esté sólo en la dosis, sino en la mezcla, en la combinación.

Era la banda más hermosa del mundo, dijo alguien. La puesta en escena, dijo otro. Porque tenían todos piernas largas que vibraban a la vez, dijo una chica. Puede que la chica haya sido yo.
Hay algo irresistible en tres hombres con mástiles y piernas largas vibrando a la vez.
Hoy vibra todo al unísono. La música como núcleo, tus piernas largas, llorar a un músico al que quisiste como a un novio, como a un hermano.

Una puede querer a muchos hombres, como novios y como hermanos, incluso a la distancia. Tiene que ver con haber sido otra y recordarme así todavía, como una chica que miraba todo por primera vez. Tiene que ver con haber tenido una hermana que me tiraba del pelo de vez en cuando, para que no me distrajera, para que estuviera atenta.

Tiene que ver con la generosidad del novio de la hermana, que comparte un porro y su milagroso efecto realzador del estéreo, y te hace escuchar hi-hats y susurros y respiraciones que antes no habías percibido y que, por ende, comenzaban a existir en ese momento. Tiene que ver con un estado de ánimo, propio de la juventud, que te lleva a tener grandes discusiones por el contenido de una estrofa, por la acentuación de un verso.

Y de repente pasaron diez años sin Joe Strummer, y todo está tan fresco como si me hubieran pintado el corazón con témpera hace un minuto.

Me caeré si alguien no me agarra fuerte. Por eso este texto. Tal vez no seas vos la indicada para sostenerme, después de tanto tiempo. Pero siempre estará Joe en los auriculares, cantándonos al oído. Es el consuelo de los que no sabemos caminar sin música, de los que escuchamos siempre lo mismo. A veces uno es tan frágil que no puede permitirse ciertos desajustes. Y cambiar de canción, cambiar de disco es un acorde en falso que en determinados momentos se paga con la vida.

Al fin y al cabo somos los que necesitamos tener siempre a mano la misma playlist amable, una que nos ayude a seguir pisando firme y que no nos haga zozobrar cuando alguien nos hace acordar de los lazos fraternales, de los perros que han caído por aquello que entendemos como amor, por nuestra versión minúscula e insignificante del amor.

 R-101 JOE STRUMMER KISS ON CAR_Gruen

 

Editado para agregar: encontré esta foto de Joe & Gaby, por Bob Gruen, después de escribir el post. No la conocía.