Berta SS, primera temporada triunfal

Agitados días, amigos atigrados. La buena nueva es que la cobertura ha vuelto a Champawat. Pero todo indica que los guionistas de Berta SS han aprovechado la desconexión para huir – ellos se juntan, el viento los dispersa.
Antes la imposibilidad de ubicarlos y traerlos de una oreja, esta vecina decide cerrar la temporada con una necesaria lista de episodios. Disfrúténlón.

Y gracias desde ya a la teleaudiencia y los radioescuchas por seguir atentamente cada uno de los 16 episodios de esta primera y triunfal temporada. Berta los quiere y Borisbecker se hace pis de contento y después se revuelca sobre sus propias humedades.

Berta SS – 1×01 Berta SS (Siempre Sexy)
Berta SS – 1×02 Berta SS y la controversia de los Sea Monkeys
Berta SS – 1×03 El Jesús personal de Berta SS
Berta SS – 1×04 Berta SS y el espacio-tiempo
Berta SS – 1×05 El malhumor de Berta y sus amigas
Berta SS – 1×06 Berta llama a la rotisería
Berta SS – 1×07 Aceituna y sambayón
Berta SS – 1×08 El plan B de Berta
Berta SS – 1×09 Algo tiene que pasar
Berta SS – 1×10 Liberen a Berta
Berta SS – 1×11 Hiperolfato, sonrisa ultrasónica y otras virtudes de Berta
Berta SS – 1×12 Berta y los perros
Berta SS – 1×13 Berta llama a la Residencia Bogdanovich
Berta SS – 1×14 Micropunto al habla
Berta SS – 1×15 Berta hace la tercera llamada
Berta SS – 1×16 Berta, Micropunto, taxi driver, Severino

 

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Photograph of blood and milk by Frederic Fontenoy

Berta, Micropunto, taxi driver, Severino

 

Esto es un nuevo capítulo de la historia de Berta SS (Siempre Sexy). Si Vd. se perdió los capítulos anteriores, puede encontrarlos todos pinchando aquí.

Me subo al taxi. La Micropunto me espera arrebujada en una de sus chalinas de setenta y cuatro metros. Empiezo a hablar pero ella levanta un dedo admonitorio, levanta otro y luego la mano se le vuelve araña temblorosa que va a apoyarse en su sien sempiternamente dolorida.
A veces la Micropunto me odia. Pero su odio es pasajero y al final siempre me saca las papas del fuego. Yo también lo hago con ella, de vez en cuando. Después de todo, es mi mejor amiga.

Le doy un beso en la mejilla para suavizar el tema. Hace una mueca pero está tan removida que hasta lagrimea de la impresión.

El taxista parece esperar, con toda la razón del mundo, una señal.

—Se lo digo yo o se lo decís vos.

—A ver cómo se lo decís.

—Señor, vamos cerca de la avenida Maipú, cerca de la Quinta de Olivos.

—¿A provincia? – se gira el hombre, incapaz de contener la emoción de llevarnos al mundo más allá de esa muralla china que es la General Paz.

—Sí, señor, a provincia.

—¿Y a qué calle exactamente?—pregunta el desdichado.

La Micropunto suele emitir un sonido de institutriz alemana antes de empezar a hablar, por lo general cuando está contrariada, que es el 98% del tiempo. Una mezcla de suspiro y respingo. El chofer y yo nos sobresaltamos adecuadamente. Para el pobre hombre es su primera vez, y yo no atino a acostumbrarme.

—(respingo) Más o menos a dos cuadras de la quinta, yo le indico.

Ella sabe que esas tres palabras no se le pueden soltar a un taxista así como así. El taxista refunfuña, mira por el retrovisor, sube la radio, hace toda la performance del chofer agredido, en fin.
Me inquieta que Puntito no haya tenido una historia preparada para algo tan básico como las instrucciones para el chofer que nos llevará a la Residencia Bogadnovich. La miro de reojo y veo que no le gusta nada la idea de volver, pero nada de nada.
El resto del viaje transcurre con la radio a full y nosotras en silencio. Alguna que otra vez la Micropunto me mira y mueve la cabeza. Cuando pasamos por Philips me agarra la mano.
Unos minutos más tarde, comienza a estrujarme los dedos. Yo no digo nada. Cuando se me corta la circulación le palmeo el hombro y le recuerdo que no estamos volando, que es sólo un taxi.
Cada tanto hay que repetirle las cosas. Tuvo un mal viaje de pepa en un vuelo a Bali y a veces le flamea un poco la percepción.

Cuando llegamos a la quinta Punto se recompone a medias, le da un par de indicaciones embarulladas al taxista, que está sentado al borde del abismo de la puteada y el lanzamiento de matafuegos.
Finalmente nos bajamos. Caminamos cuatro cuadras, giramos a la derecha, una cuadra más, dos a la izquierda y después ya me perdí gracias a la Micropunto que es muy hábil despistando a los posibles mercenarios.
Llegamos a una calle con sauces y una garita solitaria. Está bastante oscuro.
No sé en qué momento nos volvimos a agarrar de la mano, pero ahí estamos, paradas a pocos metros de la garita y sus cristales polarizados. Suelto la mano de la Micropunto, carraspeo y empiezo a caminar decidida, pero Punto me tira de la manga. Sus ojos dicen que recuerde que no hay que hacer movimientos bruscos.
Me paro frente a la garita, que distorsiona mi reflejo, como el espejo de un parque de diversiones. Abro la boca y antes de poder decir una palabra, se abre la puerta y aparece Severino.

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Imagen: Their loneliness upon returning was vast, by Tracy Jager/ livingferal

Berta hace la tercera llamada

Esto es un nuevo capítulo de la historia de Berta SS (Siempre Sexy). Si Vd. se perdió los capítulos anteriores, puede encontrarlos todos pinchando aquí.

 

 

torino

 

 

 

 

El de Santa Teresita no fue el único al que le gustaba mi look mojado-correccional-de-mujeres. En honor a la verdad, el primero que hizo esa asociación fue Peluca.

Es extraño como, en los momentos más inauditos, cuando necesito un Chapulín Colorado que me rescate de mis variadas metidas de gamba, Peluca es el primero que me viene a la mente.

Con el bolso colgado del hombro, miro por el balcón hacia las vías. Sé que algunas de las luces que se mueven ahí abajo podrían ser las motos de Aceituna, o de Sambayón. O el coche de Peluca.

Déjenme que les diga que yo fui feliz, muy feliz, en el asiento trasero del coche de Peluca. Aunque al principio me reí del tapizado rojo, el volante nacarado, el cassette de Los Wawancó. Todo tan figaza. A veces el envoltorio es lo de menos. Yo, Berta, la del ritual secreto de hidratación y la crema facial euforizante japonesa refrigerada, la que tiene que salir corriendo un martes a la noche a un residencia misteriosa poniendo en peligro su vida y la de sus amigas, les digo ahora que a veces el envoltorio es lo de menos.

Borisbecker balbucea y el ruidito se traduce en mi cabeza como que es tarde, que la Micropunto ya debe estar llegando, que no la haga esperar.

Pero yo ya no tengo nada que hacer más que esperar. Y cuando espero, siempre se me ocurre que espero al mismo. Siempre estoy acá, sentada, esperando que Peluca se decida.

Es una manera de decir. No estoy sentada, estoy de pie en el balcón. A veces estoy de pie en el baño de un avión con Casimiro. A veces estoy apoyada en una vidriera espiando a algún panadero fornido mientras acomoda los sánguches de miga. A veces estoy con Borisbecker mientras trata de abotonarse a Namasté, la caniche de la boluda del séptimo A. Pero siempre tengo la sensación de estar sentada esperando a Peluca.

Entonces, como todavía debe faltar un minutito o dos para que suene el bocinazo impaciente del taxi de la Micropunto, y como no tengo quién me rescate, es sencillo acercarse a la mesita ratona. Son sólo dos pasos. Es sencillo agarrar el inalámbrico y marcar el número de aquel que creo que debería rescatarme. El que creo que debería haberme rescatado hace ya tanto tiempo, si alguna vez se hubiera decidido.

Marco. Por favor que no me atienda una mina. Por favor, San Expedito, de verdad: que no me atienda una mina. Miro alrededor mientras suena cuatro, cinco veces, pero ya no uso pañuelito de tela para apretar en el puño.

-¿Holá?

Me atiende una nena. Corto. Lloro. Salgo.

Micropunto al habla

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Con Borisbecker hecho un buñuelo tembloroso en su almohadón, y mis propios nervios latiéndome en la garganta, me cuelgo el bolso y salgo muy decidida hacia la puerta.

Cinco segundos más tarde vuelvo sobre mis pasos, agarro el inalámbrico, marco el segundo número salvador. Me atiende la Micropunto, inusualmente dicharachera.

—Holááá.

—Puntito, soy yo.

—Berta, mi amor, cómo estás. Me estaba haciendo un pan de almendra y acelga, dicen que es re nutritivo y además te llena un montón y podés comer hasta una rodaja y media por día, lo cual me parece espléndido.

Frunzo el ceño, pues no reconozco el tentempié en cuestión.

—Punto, ese pan no es de Scarsdale ni de la Antidieta. ¿De dónde lo sacaste?

—No, no, es un snack nuevo, de la Dieta del Hortelano.

—No me suena, Puntito. ¿Por qué no la tengo en mis apuntes? ¿Por qué me ocultas información y empezás dietas sin mí?

—Berta, no seas demandante, que estaba de buen humor. Es una dieta nueva, parece copada: hojas verdes a full, frutos secos en cantidades moderadas, montones de clara de huevo. Huevo de granja, eso sí.

—¿Hojas verdes? ¿Y tus divertículos?

—Nunca tuve divertículos, qué decís.

No sé, Puntito, si fuera la dieta del perro del hortelano todavía…

—No te me pongas pasivo-agresiva, te lo pido por favor.

—Al final siempre me acusás de cosas que no tienen nada que ver.

—Uy nena, de verdad, qué retorcimiento de ovarios. Yo estaba de buen humor. ¿Qué te pasa? ¿Vos me llamabas por algo en especial?

Lloro un minutito antes de contestarle, y ella aprovecha el hueco en la conversación para bajar un cambio.

—Ay, Berta, estás sensible, qué pasó. No llorés, boluda, no llorés. Soy una bruta. Qué te pasa, tesoro.

Cuando la Micropunto deja de lado su pose de gurú de la sensatez y la frialdad y me llama «tesoro», es el momento de bajar la guardia y dejar que el corazón se me derrame como si se hubieran rajado las compuertas del embalse de Río Cuarto. Lloro un poco más audiblemente hasta mojar de baba y lágrimas el inalámbrico.

—No sé, es todo (hipo) un desastre (sollozo). Yo sólo (hipo, hipo, sollozo) quería (llanto desconsolado) quería…

—Buá, Bertita, buá, buáno, buáááno, calmate, tesoro, calmate.

—(hipo, hipo, hipo)

—Buáno.

—YO SÓLO QUERÍA PASARLA BIEN UNA NOCHE DE ENTRESEMANA (sollozo prolongado). ¿Es mucho (hipo) pedir?

—Buáno.

—¡Dejá de decir bueno y decime algo útil!

—Ay, Berta, no hay orto que te venga bien.

—¡Eso mismo dice Borisbecker! (Sollozos furibundos)

—Ese perro está más loco que vos. Calmate un poquito. Contame qué pasó.

—No.

—Berta, no empecemos con la nena malcriada, eh, que eso te funcionará con los hombres pero conmigo no, eh.

—¡Con los hombres tampoco me funciona! (Sollozo más que justificado)

—Buá. Buá. Qué pasó.

—Que yo quería estar linda y me hice el ritual de hidratación (hipo) porque me había comprado un vestido re lindo, re lindo (llantito)…

—Cómo…

—… y me lo quería poner. ¿Está mal? Sambayón dice que está mal, que soy una calientapijas. ¿Está mal querer ser linda? Decime.

—Pero qué. No entiendo.

—Y Aceituna ni un beso me dio (sollozo) y encima el helado estaba derretido y el envase olía a él. Muy boluda me sentí, muy boluda. Y el sueño ese de mierda.

—Qué sueño, que decís.

—Con los bailarines (llanto de bronca por tener un inconsciente adepto al music hall) y a Borisbecker no le importa nada y aúlla tibetano y ahora no me quiere acompañar.

—Berta, tesoro, estás fatal. No entiendo una garompa. ¿Adónde no te quiere acompañar Borisbecker?

—A la Residencia.

Oigo el inconfundible ruido de la Micropunto y su túnica incorporándose en su chaise longue.

—¿La Residencia?— Baja la voz a un susurro tísico —¿La Residencia Bogdanovich?

—Sí.

—¿Un martes? Vos estás demente.

—No, no estoy demente, ¡es una emergencia!

—Berta, decime un poco: vos no te habrás mojado, ¿no?

—…

—Nooo. Nooo. Pero Berta. ¡Pero Berta! ¿Por qué no me lo dijiste desde el principio?

—Porque vos sólo hablás de tus acelgas y no me das bola.

—En otro momento te mandaría a la mierda, pelotuda. Esperame abajo, me subo a un taxi y te paso a buscar. Estás loca. Loca— La oigo caminar a grandes zancadas por su casa. —Un martes. Y seguro que estos no tendrán tiempo de avisarle a vos sabés quién, y encima vamos a tener que hablar con él en persona. Increíble. No lo puedo creer.

—Bueno, Puntito, perdoname.

—Ya vamos a hablar en persona. Estoy saliendo por la puerta. En diez estoy ahí.

—Gracias, Punto.

—No te escucho porque la rabia me sube por las venas del cuello y ahoga tu voz de tarada – dice la muy turra, y después cuelga.

 

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Imagen: street art by Veronica Leto/eveyinorbit

Berta llama a la Residencia Bogdanovich

 
Yo ahora les voy a contar algo que es secreto. Pero estoy segura de que no habrá problema, total, esto no lo lee nadie.
Intentando por una vez priorizar las decisiones en mi vida, marco un número clave.
Suena varias veces y nadie atiende. Me olvidé del código. Reviso mis apuntes, siempre junto al teléfono, igual que la carpeta con las copias de las dietas de mi amiga la Micropunto. Encuentro la tarjeta con esquinas doradas y letras en relieve. Marco, dejo sonar dos veces, corto. Marco, atiende la máquina, tecleo el código y me pasan con la otra máquina. Tecleo el segundo código y corto. Suena mi teléfono y otra máquina me dice que mi comunicación está en proceso. Suena un buen rato hasta que atienden.
—Residencia Bogdanovich, buenos días. —Se escucha de fondo un tintineo angelical.
—Seba, querido, son las once y veinte de la noche. No digas buenos días.
—¡Bertita! Vos sabés que nuestro día empieza a las cinco con el té de las cinco. Qué hacés llamando hoy. Hoy no podés llamar, mi amor, hoy no puedo, sabés que los martes es el día de…
—No sé en que día vivo, Seba, no me retes.
—Bertita, imposible, corazón, no.
Se escucha una voz de fondo:
—¿Quién es? —Sebastien tapa el auricular pero oigo todo.
— Es Berta, ¿podés creer? Que me llame hoy, justamente hoy.
La voz grita desde lejos:
—No te llama a vos, nos llama a los dos, tratala bien y preguntale qué le pasa.
Yo escucho muda. Sebastien vuelve con un gruñido.
—Qué te pasa, Berta. Te tengo que preguntar, viste, porque ahora me dan órdenes en mi propia casa.
—Pero no, Seba, ya lo conocés, no te da órdenes. No te pongas así.
—¿Y vos qué sabes? ¿Y vos qué sabes por lo que estoy pasando yo? — la voz de Seba se agrava con un tremolo de pecho que me recuerda a Elvis, pero más a Sandro. Lo quiero con locura cuando me lloriquea así. Tiene voz grave, de telenovela, como Aceituna.
—Seba, seguro que está todo bien. Si me dejás que vaya me podés contar todo lo que te pasa.
—No. No porque la última vez que te empecé a contar te fuiste y me dejaste con la palabra en la boca.
—¡Sebas, eran las cinco de la mañana! ¡Se estaba haciendo de día!
—Y qué problema hay, si no hacés un carajo.
Trago saliva y me arrepiento de haber llamado. Se escucha de inmediato el respingo y el grito de Massimo.
—¡Sebastien! No le hablés así a las chicas!
—Pero ella me llama y después me miente y me hace sufrir.
—¡Pero es Berta!
—Sebastien, dejá, si realmente es un mal momento yo llamo otro día.
—¡Me ofendés! Me llamás de la nada, me provocás y ahora me ofendés. ¿Cuándo te dejé en banda yo? Decime cuándo.
—Nunca. Es verdad —Es verdad que cada vez que llamo hay que dar este rodeo absurdo. Él se entretiene, es lo que lo alimenta a su retorcimiento de huevos, de alguna manera, este tira y afloja.
—Decime qué te pasa, así me voy preparando.
—Te vas a enojar.
—Yo nunca me enojo, Berta, amor. Vos no podés hacer nada para que me enoje. Nadie tiene ese poder sobre mí— recita Sebastien. Es verdad. Nunca se enoja: siempre parte de un escarpadísimo umbral de ira permanente, que a otras personas les costaría mucho alcanzar, pero que él se viene labrando a fuerza de años macerándose en sentimientos de inferioridad, inseguridad y orgullo brutal.
—Bueno, menos mal, Seba. Sos un divino.
—Ahora contame que te pasa. —Susurra con su voz de Barry White.
—Me mojé.
—No. Jodeme. No. ¡No! ¡No! No, hija de puta, no.
—¡Sebastián! —cuando le dice Sebastián con a y acento en la a es porque se está por ir todo al carajo. —Dejá de insultar.
—¡Se mojó! ¡Se mojó! — Seba aleja el teléfono y grita con la boca cerrada. Es un truco que le enseñaron en Brasil. Lo usa mucho. Es aterrador.
Photo by Robin Maddock, L.A.Pong series
 
 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
—Ay no, Berta. Berta. Berrrrrrrrrrta. —se escucha un estruendo y los pasos nerviosos de Massimo. —Dame. — le arranca el auricular —Hola tarada. Te lo tengo dicho. Te lo dije mil veces. Te digo tarada porque te quiero, pero es que no lo puedo creer. No te podés mojar un martes. Por qué nos hacés esto— Massimo también tiene una voz profunda y acaramelada, pero no tan grave como la de Seba. Creo que es barítono. Se conocieron en el coro de la Iglesia de la Santa Emanación. Es una larga historia. Por detrás, Seba llora con un rumor de oso herido.
—Ya sé, Massimo. Ya sabía que me ibas a retar. Pero bueno, no es urgente. Puedo ir mañana.
—Mañana, dice— se escucha a Seba sollozar de desesperación. —Oíme, vos sabés que no podemos dejarte así sin tratar. Vos sabés que mañana será peor. ¿Lo sabés o no?
Suspiro. Los llantos y admoniciones de Massimo y Seba siempre logran hacerme sentir como un gremlin que opta por comer chucrut después de medianoche.
—Sí, ya sé. Decime que hago,
—Tomate un taxi y vení ya. Pero ya. —Baja la voz y habla con total seriedad —Yo no tengo tiempo de salir y avisarle a Severino. Vas a tener que conversar vos con él.
—Cómo.
—Lo que oís. Hoy, martes, no puedo. Si venís a comer, vas a tener que hablar con él.
Esto es lo peor que me podría haber dicho. Súbitamente todo el plan se vuelve demasiado complicado. Pero ya estamos bailando, pienso, así que, Bertita, bailemos. Le pregunto:
—¿Algún cambio en la puerta?
—No me comprometas Berta no digas esas cosas no digas nada por favor— dice todo esto con la velocidad de un relator de fútbol en medio de un gol con siete gambetas, y después levanta la voz. —No sé de qué me hablás, no tengo idea qué estás diciendo, vení a comer cuando quieras.—Y me corta.
Lo miro a Borisbecker, que tiembla en un rincón y me ruega que no lo lleve con él. La herida de la última velada en la Residencia Bogdanovich todavía es reciente, y sé que no hay croqueta en este mundo que pueda convencerlo. La Residencia Bogdanovich es la kriptonita de Borisbecker.
Muy bien, entonces. Voy sola. Miro alrededor como si Borisbecker no existiera, agarro el bolso, me miro en el espejo. Estoy intentando insuflarle un sentimiento de culpa certero y mortal, pero el perro suelta un llantito que dice ni loco, Berta. Dice no me hagas ir, Berta. Dice, tené cuidado, Bertita, tené mucho cuidado.
 
 
 
 
Photo by Robin Maddock, L.A.Pong series

 

Berta y los perros

 

 

 

No me hace bien quedarme sentada en el sofá acordándome de Casimiro y ese viaje que me mezcló tanto los sentimientos, así que me levanto y meto la cabeza debajo de la canilla. Hay recuerdos que sólo se quitan con agua fría. Además siempre me queda bien el pelo mojado.  A los hombres le gusta, les da una sensación como de intimidad, de ducha compartida. Les hace pensar en otras humedades, o en alguna película sudorosa de cárcel de mujeres o reformatorios o algo así.

Al de Santa Teresita le encantaba mi pelo mojado porque le encantaba Edda Bustamante, por ejemplo. Ven, cómo se me va a ocurrir salir con alguien de Santa Teresita. Son esas cosas que pasan en las vacaciones. Vas a la costa y conocés a alguien de Santa Teresita y por algún motivo te quedás pegada. La manera de hablar, las pausas, sus pasión por los coches y las películas de reformatorios, yo qué sé. Todo eso que parece tan tierno y exótico al principio cuando pasan dos meses lo usás en su contra. El de Santa Teresita y yo no tuvimos dos meses. Todo el tiempo me decía que me iba a venir a ver y después no fue capaz de tomarse un micro. Se gastaba toda la plata en repuestos pero no tenía preparado el auto y por eso no venía, pero decime vos si no podía sacar el auto aunque no tuviera el alerón perfecto, aunque se le viera la fibra de vidrio por un costado. No tenía plata para el micro, tampoco, porque se la había gastado toda en el alerón. Un pelotudo.

Otro al que conocí con el pelo mojado fue el de la rotisería fashion. Una de esos delivery modernos, muy iluminados. Es el horror de nuestra época, reformar algo tan tradicional y sencillo como una rotisería. Me produce la misma urticaria que a la Micropunto con sus bares. Mi amiga la Micropunto llora y se lamenta por todos esos bares de Corrientes, porque esa es la onda que le iba a la Micropunto. Llora por los bares de mesas marrones, donde la gente llegaba luciendo libros como cucardas, que de repente se transformaron en peceras dicroicas con barras modernosas, y los mismos mozos de siempre con una mueca nueva y triste.

Y eso es lo que pasa: una va a una rotisería fashion y se encuentra con elementos indeseables, como el mamerto este que me crucé esa vez. Él era flaco y paseaba un perro afgano y eso tendría que haberme dado la primera pista de que era un nardo. ¿Saben por qué? Porque los tipos que valen la pena se pasean con pastores. Pastor alemán, pastor belga. Pastor irlandés, si me apurás. Doberman y pitbulls no, que son unos perros de mierda, neuróticos como sus dueños, y una no quiere ese toque en un hombre. Pero un hombre que pasea pastores está bien. Un perro viril, con porte. ¿Y los que valen la pena? Los que se pasean a sí mismos como si fueran el campeón del barrio. Los que se mueven como por una competición de salto y obediencia, divinos, seguros de sí mismo.¿Otros que valen la pena? Los que no tienen ningún perro, ninguna cuenta en la tienda de alimento balanceado, ningún gasto extra de veterinarios, esos se pueden gastar toda la platita en vos. ¿Y los mejores de todos? Los que pasean a sus novias de la manito como trofeos, vestidas y perfumadas y divinas. Esos mismos. No importa si ellos van con jogging y ellas divinas, ahí el trofeo es una y ellos lo saben, y nos dejan que brillemos. (Si la mina es una misma, mucho mejor claro).

Pero yo me vengo a fijar en este huevón, con el afgano. Perro fifí de pelo largo, seguro que tenía el sofá lleno de pelo blanco, imposible ir con una petite robe noir a un hogar con afgano, pero todo esto lo estoy imaginando, porque el muy mamerto nunca me invitó. Me lo transé contra un árbol en la calle que llevaba a la estación, cada uno con su bolsita con el pollo al spiedo, él con ensalada rusa, yo con papas fritas, yo con la otra mano ocupada con la correa de Borisbecker que quería hacerle un reconocimiento anal al afgano (para Borisbecker cualquier agujero es trinchera), el señorito también con las dos manos ocupadas, claro, con la que no sostenía el pollo sostenía al perro, a la correa del perro quiero decir. Y, un dolor de ovarios, qué quieren que les diga, transar así, sin manos, en medio del baile de Borisbecker y el afgano que me iba a llenar la ropa de pelos. Y como me agarró con la guardia baja se me ocurrió darle mi teléfono y, obvio, después me arrepentí. Entonces hace rato que no voy a la panadería de la vía, que tanto me gusta, por no pasar por la rotisería fashion. Porque no tengo ganas de encontrarme a este salame.

 

Borisbecker abre un ojo en medio de su sueño post-canto-tibetano y me recuerda que no hay orto que me venga bien. Y que tampoco me salen demasiado bien las cosas últimamente.

Desde el sofá, con el pelo mojado y esta corriente que me viene derechito del balcón para provocarme una tortícolis o una sinusitis, pienso que, como siempre, este perro puto tiene razón. Esto no es el ensayo general. Esto es la posta. ¿Me voy a pasar la vida así, pensando qué me favorece más, si el rubio claro claro, el rubio dorado ceniza o el rubio muy claro dorado? ¿Me favorece ante quién? ¿Ante los que no sueltan la bujía para ir a verte o antes los que le dan más bola al perro que a vos? ¿Si me tiño el pelo de rubio platinado le gustaré más a los amantes de los afganos? Tanta depilación, tanto gel de zanahoria, tanto bajarse los breteles en la playa para que no tener marcas en el escote y ¿de qué me sirvió?

Tal vez tenga que dejar de pasarme la vida sentada en el sofá escuchando a mi perro castigarme telepáticamente. Necesito un plan de acción ya. Sólo se me ocurren tres personas que puedan ayudarme.

 

 

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Hiperolfato, sonrisa ultrasónica y otras virtudes de Berta.

 

Estoy con los ojos vendados en una mesa larga. Me acercan copas de vino y digo cuáles son. Es como jugar a las adivinanzas. Siempre fui la mejor jugando a las adivinanzas. Tanto probar vinos de aquí y de allá en las cenas caras que paga Casimiro, mi amante polaco, ha dado resultado. Los demás invitados alucinan:

—Esta muchacha. Esta muchacha es una auténtica nariz.

Casimiro ríe complacido. Oigo el chaskiboom de su dentadura. Chasquea lengua y dentadura frecuentemente, un tic que odio pero que no puedo mencionar para no ofenderlo.

—Mi Bertita es una joya.

Me besa la mano, y sigue besándome, brazo arriba, como Pepe L’Amour, hasta llegar al hombro, descubierto por el vestido color visón que me compré durante mi último ataque de pánico.

Me quito la venda.

—Ya está, me aburrí.

Sonrío con muchos dientes para que se luzca la limpieza de ultrasonidos que me pagó Casimiro.

—No no no, nada de eso — dice una señora con nariz de papagayo y aros de esmeraldas tan grandes que los lóbulos le cuelgan, estirados. Se ve que todavía falta una pequeña batalla de vinos de la tierra.

Levanto una ceja y miro a la Señora Papagayo. Más esmeraldas asoman entre los pliegues de su cuello arrugado, ocultas apenas por un tremendo chal de seda cruda color champagne.

Me recuesto en la silla durísima. Color champagne, color visón. Siempre cosas caras, llenas de glamour. ¿Por qué nunca decimos color primer pis de la mañana, color vómito de lentejas, color leche de soja rancia?

De hecho, un ligero pero inconfundible olor a pis me llega a través de la mesa. Duda entre la Señora Papagayo y la Señorita Vestido Blancanieves. Siempre hay una nostálgica de Disney en estas fiestas. Ajadas damiselas infantiloides y a la vez incontinentes.

—¿Me querés? —le pregunto a Casimiro.

—Sabes que sí. Eres una reina, y además estuviste fabulosa cuando describiste ese merlot.

—Repito las boludeces que leo en las revistitas del ramo— dijo a través de mi sonrisa ultrasónica, sin mover los labios, como Borisbecker.— Ya sé que me querés. ¿Soy linda? ¿Te gusta mi vestido?

—Eres fabulosa.

—¿Y mi vestido?

—También.

Pienso que nadie puede jactarse verdaderamente de hiperolfato si no es capaz de rastrear a una persona a través de los mares. En este momento, por ejemplo, extraño horrores a mi amiga la Micropunto. Sus cartas huelen a frustración, a otra dieta truncada, a galletitas Lincoln, a jugo Cepita de naranja y uva. Qué hago con estos datos, me pregunto. Adónde me lleva ese rastro. Todavía no puedo volver.

Tengo este hiperolfato desde chiquita. Siempre reconocí las colonias de las tías, quién se lavaba con jabón Heno de Pravia (náuseas totales), quién usaba jabón blanco de lavar la ropa.

Un par de copas más tarde, logré escabullirme con la vieja excusa de empolvarme la nariz y me fui a curiosear por la casa. Llegué al jardín de invierno, una estancia acristalada donde el aire era tan denso como en una selva. Caminé entre helechos de mi tamaño y otras plantas monstruosas que no reconocí, hasta que me di cuenta que no estaba sola. Un señor engominado, muy buen mozo, se paseaba bajo una especie de ficus de tronco retorcido y fumaba un cigarrillo. Había tanta humedad en el ambiente que la punta del cigarrillo parecía pintada. Le pedí uno. Me dijo que era una lástima que fumara, con mi olfato tan desarrollado. Yo contesté que sólo fumaba los fines de semana.

—Salgamos, aquí vamos a ahogarnos.

Abrió una puerta de cristal que daba a la galería y, más allá, el jardín. Afuera también había mucha humedad y las nubes bajas reflejaban el resplandor de la ciudad a lo lejos.

Siguió hablando maravillas de mi cata de vinos. Se ve que él podía conseguirme un puesto de nariz. Tenía muchos contactos. Yo podía elegir, bodega o casa de perfumes. Dije que muchas gracias, pero que ya tenía un trabajo.

—Ya tengo un trabajo.

—¿Y cuál es ese trabajo?

—Un trabajo antiguo y divertido. Adorno.

—¿Perdón?

—Dama de compañía— batí las pestañas y me reí escandalosamente, pero él no me celebró el chiste. Hay humores que son más difíciles de desenredar que jugar a las adivinanzas. Lo tomé del brazo y le hablé al oído (que olía levemente a gomina, caspa y cerumen):

— Cuando Casimiro se aburra de mí, pídale mi teléfono. Ahora no— lo miré a los ojos con expresión de cervatillo herido — el polaco es muy celoso.

—¿Dónde vais ahora?

No le dije que tenía muchas ganas de volver a casa y mostrarle el botín a mi amiga. Que tantos días sin poder compartir mi tesoro hacía que los estuches de maquillaje parecieran usados y deslucidos.

—Nos vamos unos días a unos balnearios en Suiza… después no sé— sonreí ante una idea súbita— Espero que haya raclette. Siempre me encantó la raclette.

—Seguro que encontrará raclette en Suiza — dijo el caballero, afable.

—Dios lo oiga. ¿Sabe qué? Siempre me quedo con hambre con tanto canapé minimalista.

El señor buen mozo se rió y los cristales temblaron un poco, como si le hubiera pedido prestada la risa a Jack Nicholson.

—Berta, es usted un encanto. Haré que le traigan más comida.

— No, no, más miniaturas de estas no.

—¿Qué le apetece?

—¿De verdad me pregunta? Entonces… Entonces, hágame un favor. Vaya a buscar a Casimiro y dígale que nos va a llevar a uno de sus lugares favoritos— hice una pausa para lograr unos ojos de Bambi convincentes.

No me costó mucho. Mirándome los zapatos color provoleta mojados de rocío, pensé en ese agujero que hacía días que no podía llenar, en lo mucho que extrañaba a mis amigas, en Borisbecker aullando en el balcón, en La Mezzeta, en Banchero, en El Cuartito, en Aceituna y su mandíbula temblorosa, y volví a mirar al señor con unos ojos que casi casi lloraban de verdad:

—Por favor, buen hombre, lléveme a comer una pizza.

 

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Imagen: Invernadero en Botanisk Have, Copenhague. Foto por Macky.

 

 

Liberen a Berta

 

  

Tanto actividad onírico-musical me deja absolutamente reventada. En el sofá, aturdida, me acuerdo de otro sofá. Me acuerdo de un almuerzo en un restaurante japonés de Barcelona, en mi primer viaje con Casimiro. Él se había quedado en el hotel. Un denso como tantos otros, viviendo exclusivamente para los clientes y los balances trimestrales, pero con mucho más dinero que los inmediatamente anteriores. Para reafirmar esta convicción, yo me fui de compras como si no hubiera un mañana. Y tal vez no lo había: no estaba segura en qué momento me pinchaban el globo con un pasaje de vuelta a mi departamento con las plantas secas en el balcón y demasiadas bandejas de delivery en la heladera.

De camino al restaurante había visto un grafitti brutal en una pared: Sólo solas somos libres.

Comí mi bol de fideos gruesos y sopa japonesa, y mastiqué un trozo de bambú y esa frase. Se me quedó pegada a una muela. Me empalagó después del postre crujiente de banana. Intenté bajarla con té kukicha. Enfurecida, admití que todo el almuerzo no sirvió para sacarla de mi organismo.  Algo dentro de mí sabía que tenía que aplaudir las veinte letras de esa frase, y otra quería salir corriendo al sofá Chester del hotel, a contárselo a su novio.

Qué disyuntiva, fijensé, la huida o el sofá. En el sofá, que tenía horario europeo, habría ojos entrecerrados, mantas de cashmere, el mando a distancia (o control remoto, como prefieran). En el sofá un rato más tarde estaría yo, como un gato, ronroneando al punto del espasmo, vendiéndome panza arriba, sin el menor atisbo de dignidad, por unas caricias, un bolso, dos vestidos y un neceser lleno de maquillaje nuevo, en primorosos estuches negros y dorados.

Había sido un almuerzo sexy, después de todo. Sexy por que estaba sola, y bien vestida. Sexy porque me había llevado una revista para no parecer que estaba tan sola. Sexy porque era un lugar en penumbra con mesas muy juntas, que invitaba a que se te sentara al lado algún ejecutivo, algún turista ricachón o algún otro espécimen de esos que nos gustan a las chicas solas. Me encantaba comer en ese lugar. Era sexy sobre todo porque consistía en sushi. Mi plato preferido era una sopa con fideos de esos muy gruesos y en forma de prisma alargado. Fideos con forma de paralelepípedo. Qué palabrita tan divertida. La aprendimos hace hoy un millón de años, ¿y sirve para qué? Tan sólo para esta clase de analogías, nada más que para eso. Cuando una llora a gritos porque no le sale la regla de tres compuesta, o porque no sabe cómo encontrar el objeto indirecto, los padres y los maestros siempre dicen estudiá que después te va a venir bien en la vida. Bueno, yo les informo: es mentira. Déjenme que les confirme: la mayoría de las veces esas cosas no sirven para nada. Salvo pequeños momentos cristalinos como este: un mediodía de lluvia en que pese a la humedad que te apelmaza un poco el peinado te sentís sexy y divina a partes iguales, y después de un rato de estar mirando fijamente el bol humeante te acordás la palabra, y podés aplicarla a la forma del fideo que forma el manojo que descansa en la sopa.

Paralelepípedo.

-Seño, se confundió, puso dos veces “le”.

-No, chicos, es así, está bien así.

Es un paralelepípedo, sin dudas, bastante alargado, y me gustaría saber a quién le sirve acordarse de una palabra así. Tal vez los arquitectos o ingenieros o diseñadores industriales encuentren una utilidad real para palabras como esa en sus vidas. A mí ni siquiera me sirvió para sacarme de la cabeza ese grafitti horrible, subversivo y mala onda. Por ende, después de pagar mi cuenta y dejar una buena propina corrí hacia el sofá de la habitación del hotel y me quise morir durante un rato hasta que Casimiro haciendo zapping enganchó Friends.

 

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Algo tiene que pasar

 

Hubo un error de cálculo en mi plan con los repartidores. Al final acabé estresada y con dolor de cabeza: Aceituna se fue gritando pero rapidito, con el culo fruncido mientras Sambayón aguantaba inmovilizado por Borisbecker, el palier reverberando con las puteadas de Aceituna, la vecina de arriba asomada por el hueco de la escalera mientras Namasté, su caniche, resbalaba de excitación en las baldosas de tanto saltar con esas patitas mochas. Después tuve que bajar y asegurarme que Aceituna no estuviera esperando atrás de una árbol antes de hacer salir a Sambayón, que también puteaba mientras se subía a la moto. El portero aprovechó ese preciso momento para lustrar el picaporte de bronce, que ganaría un Óscar al Lustre Definitivo, pero con el portero no se jode; más vale tenerlo de amigo.

Cuando vuelvo arriba Borisbecker está lamiendo la ensalada rusa del parquet. No tengo estómago para retarlo, con lo bien que se portó de carcelero de Sambayón, además de bancarse como un señorito las muy diversas tentaciones desparramadas a su alcance. Cuando termina con la ensalada el parquet brilla como si en esta casas nos deslizáramos sobre patines de lana. Evidentemente Borisbecker también está nominado al Lustre Definitivo. Le tiro media empanada; dicen que el aceite le hace bien a las maderas nobles.

Me termino las empanadas que quedaban, y ataco el cuarto de helado, ya medio derretido. El envase huele ligeramente a Aceituna, su perfume de huérfano del río, y me dan ganas de llorar. Aceituna con esa mandíbula hermosa, tan enojado. Sambayón tambien me miró muy mal cuando puso la moto en marcha. No les robé ni un beso a ninguno de los dos. Si les digo la verdad, me siento bastante pelotuda.

Estos son los momentos en que hay que llamar a las amigas, o demostrar que una tiene aguante. Junto al inalámbrico, la carpeta de las dietas me recuerda que estamos en el día cuatro de la sopa del astronauta, por lo que la Micropunto debe estar desintoxicada e intratable.

Opto por la autosuficiencia y, aunque estoy notablemente perjudicada por la ingesta de cinco empanadas y media de carne picante, logro poner un poco de orden: meto el pollo y las papas en la heladera, y congelo la pascualina. Por el balcón abierto oigo los cantos tibetanos de la boluda de arriba, y a Namasté, la caniche, haciéndole los coros. Yo no sé qué le ve Borisbecker a Namasté, pero es empezar con los cantos tibetanos y los dos perros se ponen a armonizar sus lloriqueos.

En vano intento distraerlo, telepáticamente primero, a los gritos después. El llanto afinado de Namasté debe tener un atractivo sutil que se me escapa. Dejo a Borisbecker en el balcón, aullándole a su perra yóguica y me acurruco en el sofá.

Seguro que hubo alguna época en la que no tenía que depender del delivery para divertirme. ¿Dónde fueron a parar esas noche locas de la juventud? ¿Cómo nos divertíamos antes?

Borisbecker interrumpe su llanto lánguido durante el tiempo suficiente como para enviarme un recuerdo certero: yo pegada al teléfono, esperando que llamara el Toto, la cara desfigurada por el llanto y los celos, un pañuelito turquesa apretado junto a la boca para no gritar. Y de yapa, otro más: perdida en una fiesta en una quinta, como sonámbula, cocktail en mano, mientras mi pareja de esa noche se dedicaba a impresionar a potenciales clientes con anécdotas interminables. Y un polvo con un señor en las reposeras, habiendo soplado previamente todas las velitas de diseño que iluminaban ese extremo de la pileta. Y horas esperando taxis que me llevaran a mi casa. Y un montón de cenas carísimas con tipos que se miraban hasta en el reflejo de los tenedores. Y el Toto y Peluca, que me quisieron tanto.

Y taxis, muchos taxis. Despedidas en los taxis y taxistas teniendo que limpiar los asientos traseros. Y despedidas en los umbrales bajo la lluvia. Y volver a casa mojada pero sin beso. Algún día, una lluvia de verdad se llevará toda esta basura de las calles.

Veo una calle cualquiera, con adoquines brillantes, y todas las puertas son la puerta de mi casa. En cada umbral me espera un chico. Todos tienen remeras lindas, el pelo desprolijo, sonrisas prometedoras. Yo estoy parada en medio de la calle y no puedo decidirme. Me gustan todos. Los voy llamando con el dedito como para sacarlos a bailar pero después me arrepiento porque me gusta más el de al lado. Giro sobre mí misma, aturdida y enamorada. Los quiero a todos.
Algunos empiezan a mover los pies con impaciencia. Un sonido leve pero implacable. Otros chasquean los dedos al ritmo de un metrónomo invisible. Los flequillos se sacuden, las caderas se agitan. El aire se pone denso y los árboles deforman sus copas, que alcanzan las nubes. Se encienden carteles de neón. Un reflector barre la calle en busca del amor. Algo está a punto de pasar. Dios mío, algo tiene que pasar.

De repente se oye, en la lejanía, un repiqueteo arrítmico, fuera de lugar. Un tiqui tiqui tiqui. Un ruidito molesto. Se acerca. ¡Es Borisbecker con sus pasitos de claqué! Se para en dos patas, como una ardilla disecada, y me habla:

– Algo tiene que pasar. Puede ser. Pero ¿una comedia musical, Bertita? ¿Estás segura?

Me despierto con la borla del almohadón labrada en la mejilla. Mi esófago tiene vida propia y su revestimiento ondula golpeado por olas de ají molido y grasa de pella. Creo que es hora de prenderle una vela a San Genaro y tomarme una hepatalgina.

 

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El plan B de Berta

Aceituna me mira con cara de hiena enjaulada. De hecho estamos encerrados en el baño mientras, en el living, Borisbecker ladra como un poseso durante los breves instantes en que suelta la pantorrilla de Sambayón, que aúlla a su vez de dolor.

Al final, acá el único que muerde es Borisbecker, entre tanto perro quilombero.

-¿Por qué me hacés venir si va a estar el rusito forro este?

Me hago la compungida. Pongo trompita mientras le acaricio la mandíbula. Pone cara de dolor, pero es la rabia lo que le quema el maxilar.

Sambayón grita desde el living:

-¡La puta que te parió, perro puto!

Es así, esa es la opinión que tenemos todos acerca de Borisbecker. No hay nada que hacer.

– ¡A ver señora, dígale que me deje en paz!

Qué tierno, me dice señora. Señora, me dice, el muy enfermo. Merece que Borisbecker le deje la pantorrilla hecha puré. Aprieto los dientes y, cual un control remoto peludo, percibo telepáticamente que Borisbecker aprieta a su vez el gemelo de Sambayón. También percibo que Sambayón grita.

-¡Perro de mierda! Y vos, turra, nos podríamos dejar de joder ya con la jodita, ¿eh?

Vamos mejorando. Por lo menos nos vamos tuteando y ya no me dice señora. A este pendejo bien que le gustó mientras jugábamos al histeriqueo delivery todos los lunes y miércoles, que hay poco laburo. Pero ahora de repente no le divierte tanto el tema y se pone nerviosito y redundante y me pide que no jodamos con la jodita. Es lo que pasa: se les atasca la gramática en cuanto tienen a un perro a escasos centímetros de los genitales. Aunque sospecho que para los hombres como Sambayón todo está peligrosamente cerca de sus genitales. La vida entera gira alrededor de su tiki-taka. Misterios de cierto cableado masculino.

-Por qué me hacés esto- me dice Aceituna, sentado en el bidet, con el envase de telgopor del helado apoyado en la mandíbula. No me lo pregunta, me lo dice, con un siseo casi de tísico. El dulce de leche granizado asoma por debajo del celofán que separa el hielo seco de mis dos sabores de helado, y pronto amenaza con chorrearle cuello abajo. No se imaginan las chanchadas que se me ocurren en este momento. ¿A ustedes también? Puercos malpensados.

Suspiro un poco para mantener esta tensa atmósfera de telenovela. Me encanta Aceituna. Le tiembla la boca cuando me habla, de rabia y humillación, pero también de calentura. Este chico siente todo en sus carnes, como si fuera huérfano y yo le estuviera negando un vaso de agua. Pongo cara de ofendida:

-¡A mí, que sabés cómo pienso! A Bertita no le podés hablar así, lindo. Cuándo te traté mal yo a vos, decime cuándo.

El pibe se pierde por un instante, dirige los ojos a un río imaginario que crece trayéndole un camalotal de ira y frustración y después vuelve en sí.

-Te parece poco tener que ver cómo este pelotudo te transa en mi cara. En mi cara.

Lloraría, pero no me quiere tanto. En el fondo la rabia es porque Sambayón le pegó antes de que él pudiera reaccionar, cuando ni se le había ocurrido el recurso de la trompada, cuando todavía no se había dado cuenta de que la idea era que se pelearan por mí. Un poco de lucha libre de entresemana, para ponerle emoción a la cosa. Yo con mi vestido nuevo alentando desde el sofá. No salió exactamente según lo planeado: a Sambayón lo poseyó el espíritu de Bonavena y me lo noqueó al morocho a la primera de cambio. Borisbecker se asustó y se prendió a la pierna de Sambayón como abrazado a un rencor. Así no hay fantasía que se sostenga.

 

En honor a la verdad, el derecho de pernada lo tenía Sambayón, que como he dicho ya venía efectuando visitas sanitarias los lunes y miércoles, que son días tranquilos en la rotisería. Y como inauguró la liza con ese derechazo tan bestia él debería haber sido el vencedor. Pero yo no tengo estómago para negarle nada a Aceituna. Al morocho lo que es del morocho, porque el morocho se lo ganó. Ay, y de qué manera se lo ganó el morocho. Por eso lo encerré en el baño, para despertarlo con una ducha fría, y después le puse el cuarto de helado pegado a la cara, para calmarle el dolor y que se le pasara el revire. Por eso Borisbecker quedó encargado del rubio y gruñe mentalmente para que no me olvide de él y de que no va a poder aguantar mucho en su pose de perro guardián en el living.

-Ahora vuelvo.
-No, ya fue, yo me voy también.
-No, vos te quedás acá, yo le digo que se vaya y después vos y yo hablamos tranquilamente.
-No hay nada mas que hablar. Ya fue.

Oia. ¿A este qué le pasa? Paremos un cachito. ¡Como si yo le hubiera jurado amor eterno! ¿Qué parte de «cogemos después de pagarte las empanadas» no entendió? Sí, me gusta el morocho y sí, me inquieta su pose de galán de la barranca del río, y sí, esa inquietud hace que me caliente más todavía, pero no nos vayamos de mambo. Las cosas como son. Hay momentos en que quiero empanada de carne picante y momentos en que quiero chamuyo-Arnaldo-André, y a veces quiero las dos cosas al mismo tiempo. Pero el ingrediente fundamental de esta historia es el polvo después de la empanada de carne picante y el chamuyo, y eso no está ocurriendo.
Creo que tendremos que echar al guionista de esta telenovela.

Por lo pronto voy a echar a estos dos, uno después del otro. Vamos a ver cuán ofendido está Sambayón, y si todavía se puede salvar la ensalada rusa que se nos cayó en la refriega. De hecho, pienso que Borisbecker está dando sorprendentes muestras de autodisciplina, al mantener inmovilizado al rubio, habiendo tanta empanada y tanto pollo a su alcance.

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